Aunque probablemente no se haya notado demasiado, hace bastante tiempo que leo y medito sobre el problema mente-cerebro; es uno de los problemas filosóficos que más me han apasionado a lo largo de toda mi vida. Y hay algo de lo que he llegado a estar absolutamente convencido, al igual que la mayor parte de los investigadores: todos los hechos mentales son procesos que ocurren en un cerebro vivo. Dicho en otras palabras, no creo en la existencia independiente de espíritus. El espíritu –o la mente– no son cosas; son funciones del sistema nervioso central.
La verdadera divisoria de aguas en el debate contemporáneo no está allí, sino en el énfasis que se pone –o no– en el carácter privado de la experiencia subjetiva. Hay investigadores que defienden el monismo psicofísico pero creen a la vez en lo que suele denominarse la teoría del doble aspecto, según la cual cada hecho mental tiene dos aspectos: uno físico, que es el que estudian las neurociencias, y otro propiamente mental, subjetivo.
En el artículo anterior mencioné a Thomas Nagel como uno de los filósofos más notables que creen esto último. El fisiólogo mexicano Arturo Rosenblueth fue otro investigador que adhirió a la teoría del doble aspecto. En su libro Cerebro y mente la explica en estos términos: “Los postulados que he propuesto conducen a considerar que un proceso mental y los fenómenos neurofisiológicos que le están correlacionados representan dos aspectos de un solo y mismo evento. El aspecto mental es el que percibimos directamente; el neurofisiológico es el que adquiere el evento cuando lo interpretamos como un proceso que se desarrolla en el universo material”. La mayoría de estos pensadores e investigadores están convencidos de que la conciencia debe estudiarse como cualquier otro fenómeno, mediante los métodos de la ciencia; lo único que discuten es cuan completo puede llegar a ser el conocimiento de la conciencia adquirido de este modo.
Está claro que el monismo psicofísico es una forma de materialismo y, como tal, afecta a temas tales como la existencia de Dios –o al menos su naturaleza– y el libre albedrío. Respecto del primero de los dos temas, dije antes que no creo en la existencia independiente de espíritus. Dado que la ortodoxia de muchas religiones –la cristiana entre ellas– sostiene que Dios es un espíritu puro, es obvio que no puedo adherir a dicha ortodoxia. En un artículo publicado el 19 de agosto de este año en este mismo blog, defendí una visión panteísta, según la cual Dios sería igual a la Naturaleza. En realidad el panteísmo es un poco más sutil: distingue entre la Naturaleza como proceso creador (natura naturans) y la Naturaleza como el conjunto de objetos creados por dicho proceso (natura naturata). Ambos son inseparables, obviamente, pero el Dios del panteísmo –que es un Dios que opera “desde adentro de las cosas mismas” – se identifica con la natura naturans.
A algunas personas les resulta chocante esta “materialización” de Dios. A mi no. No creo que haya nada desagradable ni sucio en la materia, salvo los prejuicios que durante siglos se acumularon en su contra. Uno de los más extendidos es el de considerarla inerte, cuando ya desde Newton se conoce por el contrario su carácter extraordinariamente dinámico, que todas las teorías científicas posteriores no han hecho más que reforzar.
En cuanto al libre albedrío, el tema es tan obscuro que resulta difícil hablar de él. Si por libre albedrío se entiende que hay actos de los seres humanos que no guardan ningún tipo de relación con ningún hecho previo, la noción es tan absurda que nadie puede creer en ella. Un dualista –esto es, un defensor de la existencia del espíritu como entidad separada– diría que no se trata de eso; libre albedrío significaría para él que el espíritu, tal vez condicionado pero no determinado por el cuerpo, podría decidir libremente las acciones de las personas. Ahora, esto, de ser cierto, violaría el principio de conservación de la energía. Como dice el gran filósofo argentino Mario Bunge, puestos a elegir entre los viejos prejuicios de origen religioso y las ciencias más duras, elegimos sin dudarlo a estas últimas.
¿Significa esto que tenemos que abandonar la noción de libre albedrío? De ningún modo. Para explicarlo mejor recurriré a un ejemplo: un programa de computadora que juega al ajedrez. Si el juego es considerado por un ajedrecista, éste va a explicar las jugadas del programa de acuerdo con las leyes del juego. Si por el contrario, quien lo considera es un programador, va a explicar las mismas jugadas en función de cómo ha sido programado el software. Exactamente lo mismo ocurre con las personas; cuando las consideramos como agentes morales, entendemos sus acciones como surgidas del libre albedrío. Cuando son estudiadas por un neurocientífico, sus acciones intentarán ser explicadas como respuestas determinadas por el estado del cerebro y los estímulos que éste recibe. Así como el programa de computadora tiene las reglas del ajedrez incorporadas en su naturaleza, el ser humano tiene la libertad de elección incorporada en su sistema nervioso central. No creo que sea necesario recurrir a ninguna propiedad misteriosa o fantasmal para explicarlo.
Un blog que habla de política y de fútbol, de libros y de cosas de todos los días, de biblias y de calefones. Un blog que creo que poquísima gente leerá pero que voy a seguir escribiendo porque, ante todo, me sirve a mi que soy el Alpedornauta mayor.
domingo, 28 de noviembre de 2010
sábado, 27 de noviembre de 2010
¿Materia pensante?
Según Aristóteles, el asombro es la principal fuente de la filosofía. Conviene entonces –al menos a aquellos que tengan inclinaciones filosóficas– considerar al mundo con el debido asombro. Y, la verdad, razones no faltan; por el contrario, el universo es pródigo en hechos sorprendentes. Pero tal vez ninguno lo sea tanto como nuestros propios cerebros que, a pesar de estar hechos con los mismos materiales con los que se construyen mesas, palos de escoba o pelotas de fútbol, se las arreglan para pensar, sentir y generar eso que llamamos conciencia. Una parte muy pequeñita del universo es conciente de todo el resto. ¿Cómo puede ser esto posible?
El hecho es tan sorprendente cuando nos paramos a pensar en él (¡usando nuestro cerebro, claro!) que dio origen a una concepción del mundo que todavía tiene una gran influencia: el dualismo psicofísico. Según esta concepción, el universo está compuesto por dos tipos de substancias: una extensa –la materia– y otra pensante –el espíritu. El espíritu sería quien realmente piensa, siente, recuerda; el cerebro, meramente un instrumento. Descartes, que fue uno de los más notables defensores del dualismo, sostenía que el espíritu reside en una parte específica del cerebro: la glándula pineal. Allí, utilizando los nervios como campanillas, envía sus órdenes al resto del cuerpo.
La idea de Descartes puede sonar risible hoy en día. Sin embargo hace poco más de 30 años, dos pensadores de gran prestigio –el filósofo Karl Popper y el premio Nobel de medicina John Eccles– publicaron un libro muy influyente llamado El yo y su cerebro, en el que defendieron una concepción dualista o, para ser más rigurosos, triádica. Según Popper y Eccles, todos los entes del universo están dispuestos en tres niveles: el Mundo 1 –las cosas materiales, incluyendo los cerebros humanos; el Mundo 2 –los estados mentales; y el Mundo 3 –los productos de la actividad mental tales como teorías, sinfonías, poemas, etc. Para explicar cómo interactúa la mente inmaterial (Mundo 2) con el cerebro (Mundo 1), Eccles utiliza una metáfora: la mente sería como un músico virtuoso, que toca la corteza cerebral como si fuese un instrumento de inusual complejidad. Está claro que esto no está demasiado lejos de Descartes y sus campanillas.
El mayor problema del dualismo es justamente ése: cómo explicar la interacción entre la mente inmaterial y el cerebro. La ciencia sólo reconoce interacciones entre entes materiales, de modo que el dualismo psicofísico se coloca de entrada al margen de ella. La interacción entre una mente inmaterial y un cerebro material violaría por otra parte uno de los principios mejor establecidos de la física: el de la conservación de la energía.
Por estas y otras razones, la inmensa mayoría de los investigadores que trabajan hoy en este tema han adoptado el monismo psicofísico. Esta concepción sostiene que hay una única substancia en el universo –la materia– y que la mente consiste en funciones o procesos materiales.
Para explicar de qué modo ocurre esto, los monistas psicofísicos suelen recurrir a la noción de emergencia. En el transcurso de la evolución –dicen– los objetos materiales se van ensamblando en estructuras cada vez más complejas, y en este proceso emergen nuevas propiedades de las que los componentes individuales carecen.
Un ejemplo de propiedad emergente sería el estado de agregación: una molécula aislada no es un gas, ni un líquido, ni un sólido, pero al ensamblarse con otros trillones de moléculas similares emerge el estado de agregación correspondiente, con su comportamiento específico. Con la mente –dicen los materialistas– ocurre en esencia lo mismo.
Esto, sin embargo, no resuelve todos los problemas. Los físicos pueden explicar, por ejemplo, el comportamiento de un gas a partir de las propiedades de las moléculas individuales. La teoría cinética de los gases brinda una explicación de ese tipo. No se puede decir lo mismo de las propiedades mentales. Lo que los neurofisiólogos pueden hacer a lo sumo es correlacionar. Por ejemplo, correlacionar las sensaciones visuales con la activación de un grupo X de neuronas. Pero esto claramente no explica la experiencia subjetiva de ver el bellísimo rojo de un cielo de verano al atardecer.
Un pensador que ha insistido en esta limitación del monismo psicofísico es el filósofo estadounidense Thomas Nagel. En un famoso artículo llamado What is it like to be a bat y en un libro posterior llamado The view from nowhere, Nagel sostiene que la ciencia presupone una descripción objetiva del mundo, en tercera persona. Deja por lo tanto afuera -por método- a la descripción subjetiva, o en primera persona. El problema –dice Nagel– es que en el estudio de la conciencia, dejar afuera a la perspectiva de primera persona es dejar afuera todo lo importante.
El tema es sumamente controversial y la postura de Nagel es criticada por otro notable filósofo estadounidense, Daniel Dennett, quien en su libro Consciousness explained niega que las experiencias subjetivas sean privadas e inaccesibles como Nagel las describe. Hay una novela, absolutamente deliciosa, del inglés David Lodge, basada en esta controversia. El protagonista de la novela –un doctor Messenger, inspirado explícitamente en Daniel Dennett- se enfrenta a una novelista de formación católica, aunque no practicante, que defiende el carácter eminentemente subjetivo de la conciencia. La novela, que se llama Pensamientos secretos, es divertidísima y, a la vez, muy aleccionadora. Se la recomiendo mucho a mis improbables lectores.
¿Qué pienso yo? La verdad es que carece de importancia; no soy más que un dilettante, un amateur que se pasea con ávido interés por temas que no domina. Confieso sin embargo que mis simpatías se inclinan hacia el lado de Nagel. Indudablemente la ciencia ha avanzado, y puede avanzar muchísimo más, en su entendimiento del cerebro humano. Pero creo que siempre quedará un residuo de subjetividad inaccesible a sus métodos, que deberá ser explorado a través de las relaciones interpersonales. O de la literatura, que es el “registro de la consciencia humana… más rico y exhaustivo que poseemos” (David Lodge – La conciencia y la novela).
El hecho es tan sorprendente cuando nos paramos a pensar en él (¡usando nuestro cerebro, claro!) que dio origen a una concepción del mundo que todavía tiene una gran influencia: el dualismo psicofísico. Según esta concepción, el universo está compuesto por dos tipos de substancias: una extensa –la materia– y otra pensante –el espíritu. El espíritu sería quien realmente piensa, siente, recuerda; el cerebro, meramente un instrumento. Descartes, que fue uno de los más notables defensores del dualismo, sostenía que el espíritu reside en una parte específica del cerebro: la glándula pineal. Allí, utilizando los nervios como campanillas, envía sus órdenes al resto del cuerpo.
La idea de Descartes puede sonar risible hoy en día. Sin embargo hace poco más de 30 años, dos pensadores de gran prestigio –el filósofo Karl Popper y el premio Nobel de medicina John Eccles– publicaron un libro muy influyente llamado El yo y su cerebro, en el que defendieron una concepción dualista o, para ser más rigurosos, triádica. Según Popper y Eccles, todos los entes del universo están dispuestos en tres niveles: el Mundo 1 –las cosas materiales, incluyendo los cerebros humanos; el Mundo 2 –los estados mentales; y el Mundo 3 –los productos de la actividad mental tales como teorías, sinfonías, poemas, etc. Para explicar cómo interactúa la mente inmaterial (Mundo 2) con el cerebro (Mundo 1), Eccles utiliza una metáfora: la mente sería como un músico virtuoso, que toca la corteza cerebral como si fuese un instrumento de inusual complejidad. Está claro que esto no está demasiado lejos de Descartes y sus campanillas.
El mayor problema del dualismo es justamente ése: cómo explicar la interacción entre la mente inmaterial y el cerebro. La ciencia sólo reconoce interacciones entre entes materiales, de modo que el dualismo psicofísico se coloca de entrada al margen de ella. La interacción entre una mente inmaterial y un cerebro material violaría por otra parte uno de los principios mejor establecidos de la física: el de la conservación de la energía.
Por estas y otras razones, la inmensa mayoría de los investigadores que trabajan hoy en este tema han adoptado el monismo psicofísico. Esta concepción sostiene que hay una única substancia en el universo –la materia– y que la mente consiste en funciones o procesos materiales.
Para explicar de qué modo ocurre esto, los monistas psicofísicos suelen recurrir a la noción de emergencia. En el transcurso de la evolución –dicen– los objetos materiales se van ensamblando en estructuras cada vez más complejas, y en este proceso emergen nuevas propiedades de las que los componentes individuales carecen.
Un ejemplo de propiedad emergente sería el estado de agregación: una molécula aislada no es un gas, ni un líquido, ni un sólido, pero al ensamblarse con otros trillones de moléculas similares emerge el estado de agregación correspondiente, con su comportamiento específico. Con la mente –dicen los materialistas– ocurre en esencia lo mismo.
Esto, sin embargo, no resuelve todos los problemas. Los físicos pueden explicar, por ejemplo, el comportamiento de un gas a partir de las propiedades de las moléculas individuales. La teoría cinética de los gases brinda una explicación de ese tipo. No se puede decir lo mismo de las propiedades mentales. Lo que los neurofisiólogos pueden hacer a lo sumo es correlacionar. Por ejemplo, correlacionar las sensaciones visuales con la activación de un grupo X de neuronas. Pero esto claramente no explica la experiencia subjetiva de ver el bellísimo rojo de un cielo de verano al atardecer.
Un pensador que ha insistido en esta limitación del monismo psicofísico es el filósofo estadounidense Thomas Nagel. En un famoso artículo llamado What is it like to be a bat y en un libro posterior llamado The view from nowhere, Nagel sostiene que la ciencia presupone una descripción objetiva del mundo, en tercera persona. Deja por lo tanto afuera -por método- a la descripción subjetiva, o en primera persona. El problema –dice Nagel– es que en el estudio de la conciencia, dejar afuera a la perspectiva de primera persona es dejar afuera todo lo importante.
El tema es sumamente controversial y la postura de Nagel es criticada por otro notable filósofo estadounidense, Daniel Dennett, quien en su libro Consciousness explained niega que las experiencias subjetivas sean privadas e inaccesibles como Nagel las describe. Hay una novela, absolutamente deliciosa, del inglés David Lodge, basada en esta controversia. El protagonista de la novela –un doctor Messenger, inspirado explícitamente en Daniel Dennett- se enfrenta a una novelista de formación católica, aunque no practicante, que defiende el carácter eminentemente subjetivo de la conciencia. La novela, que se llama Pensamientos secretos, es divertidísima y, a la vez, muy aleccionadora. Se la recomiendo mucho a mis improbables lectores.
¿Qué pienso yo? La verdad es que carece de importancia; no soy más que un dilettante, un amateur que se pasea con ávido interés por temas que no domina. Confieso sin embargo que mis simpatías se inclinan hacia el lado de Nagel. Indudablemente la ciencia ha avanzado, y puede avanzar muchísimo más, en su entendimiento del cerebro humano. Pero creo que siempre quedará un residuo de subjetividad inaccesible a sus métodos, que deberá ser explorado a través de las relaciones interpersonales. O de la literatura, que es el “registro de la consciencia humana… más rico y exhaustivo que poseemos” (David Lodge – La conciencia y la novela).
miércoles, 17 de noviembre de 2010
El mito de la Argentina próspera (2da Parte)
“En febrero de 1912, el Parlamento aprobó el proyecto de ley electoral enviado por el presidente Roque Sáenz Peña y estableció el voto universal, secreto y obligatorio para los varones mayores de 18 años… Hasta 1910, sólo el nueve por ciento de la población masculina habilitada para votar concurría a las urnas. La debilidad del rendimiento cívico era una pieza central de la hegemonía política del Régimen para conservar el poder”. (todas las citas de esta nota son del libro Marcados a fuego de Marcelo Larraquy). Esta ley posibilitó que el radical Hipólito Yrigoyen alcanzase la presidencia de la Nación en las primeras elecciones democráticas de nuestra historia.
Los conflictos obreros estuvieron lamentablemente lejos de solucionarse. Yrigoyen privilegió a los gremios de la corriente sindicalista –a cambio de sus votos– restándole todo apoyo a los gremios anarquistas o socialistas, que fueron por el contrario reprimidos. En una huelga de los basureros municipales en 1917, “el gobierno ejerció la represión y el reemplazo de trabajadores extranjeros por nativos reclutados de los comités de la UCR. Lo mismo sucedió en el conflicto de los ferroviarios de 1917, que afectó la exportación durante dos meses, en reclamo de una jornada de ocho horas y de la reglamentación laboral por sanción legislativa: Yrigoyen ordenó la vuelta al trabajo por decreto y, tras la desobediencia obrera, convocó a las tropas del Ejército, que dejaron dos muertos en los talleres ferroviarios”.
Pero lo peor estaba todavía por llegar: la Semana Trágica de 1919, que dejó entre 700 y 1,300 muertos. “La matanza descubriría la faceta más lúgubre de la política "obrerista" de Yrigoyen. Se inició con un conflicto metalúrgico no muy diferente de los habituales. Lo distintivo fue que, tras la tardía intervención conciliatoria del Ejecutivo, el Presidente cedió la represión y el control de Buenos Aires a las Fuerzas Armadas. Yrigoyen tampoco desarticularía los ‘batallones de civiles’ que se crearon durante la huelga y fueron a la caza de anarquistas, obreros y judíos para darles muerte o detenerlos ilegalmente y trasladarlos a las comisarías para aplicar las primeras torturas policiales del Estado”.
Otro hecho gravísimo fue la masacre de los peones rurales de la Patagonia que se levantaron en 1920 en demanda de mejores condiciones laborales. “En Santa Cruz, los peones trabajaban veintisiete días al mes en jornadas de dieciséis horas. De día arreaban las majadas de ovejas a dieciocho grados bajo cero. A la noche dormían apilados sobre cueros. Vivían agotados, sin familia, dinero ni destino”. Yrigoyen “comisionó al teniente coronel Varela, al mando del Regimiento 10° de Caballería, a una expedición al sur. La instrucción que recibió Varela en su reunión con el Presidente fue ‘ver bien lo que ocurría y cumplir con su deber’". Varela “cumplió con su deber” reduciendo “a la prisión y a la muerte a aproximadamente tres mil hombres… Los cuerpos de los huelguistas terminaron dispersos en el campo patagónico, fusilados, estaqueados, torturados, incendiados. Nadie los contó. Se cree que los muertos fueron mil o mil quinientos”. No hubo en el bando contrario ningún estanciero o administrador herido o muerto.
Yrigoyen nunca se hizo responsable por los hechos; la bancada de diputados de la UCR frenó la iniciativa socialista de formar una comisión investigadora. Los hechos fueron investigados años después por Osvaldo Bayer y el resultado se publicó bajo el título Los vengadores de la Patagonia trágica. Fue llevado también al cine por Héctor Olivera (La Patagonia rebelde - recomiendo a mis improbables lectores esta excelente película).
El radicalismo duraría apenas 14 años en el poder. Ya en los años 20 “el Ejército empezó a considerarse a sí mismo como la esencia de la nacionalidad” y a considerar inminente la hora de la espada, que reemplazaría a la democracia. Esa hora llegó en 1930 cuando una revolución militar puso fin a la segunda presidencia de Yrigoyen, inaugurando la nefasta era de los golpes en nuestro país. El gobierno militar resultante utilizó la violencia en forma sistemática –y en una escala inédita– contra adversarios políticos, dirigentes obreros y periodistas. Tras dos años en el poder llamó a elecciones para restablecer una democracia formal pero fraudulenta, que permitió que los políticos conservadores recuperasen el poder. A este período, que duró hasta un nuevo golpe en 1943, se lo suele conocer como Década Infame. Desde 1930 hasta el restablecimiento de la democracia en 1983, sólo dos gobiernos surgidos del voto terminaron su mandato: el de Justo –elegido en forma fraudulenta– y el primero de Perón. En seis ocasiones, gobiernos civiles fueron derrocados por golpes militares.
Hemos recorrido entonces nuestra historia desde los albores de la organización nacional hasta llegar a las puertas del primer peronismo. Hemos encontrado maquinarias político-militares al servicio de una clase o de un partido, proscripciones y persecuciones a adversarios políticos, explotación y miseria, represión brutal y criminalización de la protesta obrera. ¿Dónde está, en que huecos se esconde el país avanzado y desarrollado que tantos añoran?
Creo que la respuesta es: en ninguna parte. Ese país es sólo un mito. La Argentina estuvo marcada por la violencia política y social a través de toda su historia y su figura verdadera es por lo tanto muy diferente a la del país desarrollado y civilizado que se dice añorar.
Esto no significa que no haya habido grandezas en la Argentina. Sin dudas las hubo. Por poner un solo ejemplo: el sistema de educación pública, puesto en marcha por los gobiernos conservadores de la segunda mitad del siglo XIX, que fue un verdadero modelo a nivel mundial. Sólo quise poner de relieve que hay claroscuros en nuestra historia, como en todas las demás. y que es mejor y más maduro entenderlo y aceptarlo que quedar atrapados en mitos simplistas que no ayudan en el complejo desafío de construir un país mejor.
Los conflictos obreros estuvieron lamentablemente lejos de solucionarse. Yrigoyen privilegió a los gremios de la corriente sindicalista –a cambio de sus votos– restándole todo apoyo a los gremios anarquistas o socialistas, que fueron por el contrario reprimidos. En una huelga de los basureros municipales en 1917, “el gobierno ejerció la represión y el reemplazo de trabajadores extranjeros por nativos reclutados de los comités de la UCR. Lo mismo sucedió en el conflicto de los ferroviarios de 1917, que afectó la exportación durante dos meses, en reclamo de una jornada de ocho horas y de la reglamentación laboral por sanción legislativa: Yrigoyen ordenó la vuelta al trabajo por decreto y, tras la desobediencia obrera, convocó a las tropas del Ejército, que dejaron dos muertos en los talleres ferroviarios”.
Pero lo peor estaba todavía por llegar: la Semana Trágica de 1919, que dejó entre 700 y 1,300 muertos. “La matanza descubriría la faceta más lúgubre de la política "obrerista" de Yrigoyen. Se inició con un conflicto metalúrgico no muy diferente de los habituales. Lo distintivo fue que, tras la tardía intervención conciliatoria del Ejecutivo, el Presidente cedió la represión y el control de Buenos Aires a las Fuerzas Armadas. Yrigoyen tampoco desarticularía los ‘batallones de civiles’ que se crearon durante la huelga y fueron a la caza de anarquistas, obreros y judíos para darles muerte o detenerlos ilegalmente y trasladarlos a las comisarías para aplicar las primeras torturas policiales del Estado”.
Otro hecho gravísimo fue la masacre de los peones rurales de la Patagonia que se levantaron en 1920 en demanda de mejores condiciones laborales. “En Santa Cruz, los peones trabajaban veintisiete días al mes en jornadas de dieciséis horas. De día arreaban las majadas de ovejas a dieciocho grados bajo cero. A la noche dormían apilados sobre cueros. Vivían agotados, sin familia, dinero ni destino”. Yrigoyen “comisionó al teniente coronel Varela, al mando del Regimiento 10° de Caballería, a una expedición al sur. La instrucción que recibió Varela en su reunión con el Presidente fue ‘ver bien lo que ocurría y cumplir con su deber’". Varela “cumplió con su deber” reduciendo “a la prisión y a la muerte a aproximadamente tres mil hombres… Los cuerpos de los huelguistas terminaron dispersos en el campo patagónico, fusilados, estaqueados, torturados, incendiados. Nadie los contó. Se cree que los muertos fueron mil o mil quinientos”. No hubo en el bando contrario ningún estanciero o administrador herido o muerto.
Yrigoyen nunca se hizo responsable por los hechos; la bancada de diputados de la UCR frenó la iniciativa socialista de formar una comisión investigadora. Los hechos fueron investigados años después por Osvaldo Bayer y el resultado se publicó bajo el título Los vengadores de la Patagonia trágica. Fue llevado también al cine por Héctor Olivera (La Patagonia rebelde - recomiendo a mis improbables lectores esta excelente película).
El radicalismo duraría apenas 14 años en el poder. Ya en los años 20 “el Ejército empezó a considerarse a sí mismo como la esencia de la nacionalidad” y a considerar inminente la hora de la espada, que reemplazaría a la democracia. Esa hora llegó en 1930 cuando una revolución militar puso fin a la segunda presidencia de Yrigoyen, inaugurando la nefasta era de los golpes en nuestro país. El gobierno militar resultante utilizó la violencia en forma sistemática –y en una escala inédita– contra adversarios políticos, dirigentes obreros y periodistas. Tras dos años en el poder llamó a elecciones para restablecer una democracia formal pero fraudulenta, que permitió que los políticos conservadores recuperasen el poder. A este período, que duró hasta un nuevo golpe en 1943, se lo suele conocer como Década Infame. Desde 1930 hasta el restablecimiento de la democracia en 1983, sólo dos gobiernos surgidos del voto terminaron su mandato: el de Justo –elegido en forma fraudulenta– y el primero de Perón. En seis ocasiones, gobiernos civiles fueron derrocados por golpes militares.
Hemos recorrido entonces nuestra historia desde los albores de la organización nacional hasta llegar a las puertas del primer peronismo. Hemos encontrado maquinarias político-militares al servicio de una clase o de un partido, proscripciones y persecuciones a adversarios políticos, explotación y miseria, represión brutal y criminalización de la protesta obrera. ¿Dónde está, en que huecos se esconde el país avanzado y desarrollado que tantos añoran?
Creo que la respuesta es: en ninguna parte. Ese país es sólo un mito. La Argentina estuvo marcada por la violencia política y social a través de toda su historia y su figura verdadera es por lo tanto muy diferente a la del país desarrollado y civilizado que se dice añorar.
Esto no significa que no haya habido grandezas en la Argentina. Sin dudas las hubo. Por poner un solo ejemplo: el sistema de educación pública, puesto en marcha por los gobiernos conservadores de la segunda mitad del siglo XIX, que fue un verdadero modelo a nivel mundial. Sólo quise poner de relieve que hay claroscuros en nuestra historia, como en todas las demás. y que es mejor y más maduro entenderlo y aceptarlo que quedar atrapados en mitos simplistas que no ayudan en el complejo desafío de construir un país mejor.
viernes, 12 de noviembre de 2010
El mito de la Argentina próspera (1ra Parte)
Mario Vargas Llosa, reciente Premio Nobel de Literatura y escritor al que admiro mucho (ver mi entrada del 11/10 en este mismo blog), declaró recientemente que la Argentina “era un país desarrollado, próspero" que "se ha ido subdesarrollando por razones puramente políticas... y para mí eso tiene un nombre, que es el peronismo”. Se trata de una opinión bastante común entre los antiperonistas. La pregunta clave es: ¿se sostiene?
La lectura de Marcados a fuego – la violencia en la historia argentina de Marcelo Larraquy me hace pensar que no. El libro de Larraquy arranca en 1890. En ese entonces el régimen gobernante estaba sostenido “por una coalición de oligarquías provinciales y una autoridad centralizada —y militarizada, en caso de sediciones—, con un fuerte liderazgo presidencial que arbitraba en los conflictos de la elite y controlaba la vida política por medio de una maquinaria electoral que amedrentaba el acceso al voto de la oposición partidaria” (Marcelo Larraquy – Marcados a fuego. Las citas a partir de acá son todas del mismo libro). En otras palabras, la oligarquía se aseguraba la permanencia en el poder para defender sus intereses, y no excluía la violencia ante cualquier intento de limitar dicho poder. Un ejemplo: en 1893 los suizos de las colonias agrícolas de Santa Fe se sublevaron ante un nuevo impuesto al quintal de trigo fijado por el gobierno provincial para aliviar su déficit fiscal (cualquier semejanza con la actualidad no es pura coincidencia). La sublevación de los colonos suizos fue finalmente derrotada. La represión fue terrible: “el hotelero Antonio von Will, (fue) degollado por el comandante Benito Romero para vengar la pérdida de su hermano Camilo, también comandante, ultimado por los colonos. Romero ordenó que degollaran a Will ‘a lo chancho’, y que removieran el cuchillo en su garganta. Lo dejaron morir desangrado en un arroyo” Y más adelante: “Esto era apenas una muestra del terror paraoficial que sobrevendría en la campaña. Los colonos fueron detenidos, saqueados y ultrajado... No hubo distinciones en la persecución. Familias de inmigrantes alemanes e italianos, que tuvieron una participación acotada en los alzamientos, también fueron reprimidas con ferocidad”.
Entre 1887 y 1889 ingresaron al país 450,000 inmigrantes; en muchos casos fueron muy maltratados: “En una carta publicada en la prensa obrera en 1891, el inmigrante José Wanza explicó que había llegado a la Argentina impulsado por agentes argentinos en Viena, que le hablaron de la riqueza y el bienestar del país. Pero, una vez en Buenos Aires, vagó por la ciudad sin encontrar trabajo. Según su relato, alojado ‘en el hotel de Inmigrantes, una inmunda cueva sucia, los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos. Nos amenazaron a echarnos a la calle si no aceptábamos una oferta de ir como jornaleros para el trabajo en plantaciones a Tucumán con un salario de 20 pesos por mes...’. Finalmente, aceptó”.
Las condiciones de vida de los inmigrantes solían ser miserables: “Según el censo de 1904, en la ciudad había 2462 conventillos de construcción precaria y con deficiencias sanitarias que estaban habitados por más de 150.000 personas, la sexta parte de la población de Buenos Aires. En cada cuarto vivían hasta diez personas, que además lo utilizaban como cocina y taller de costura o planchado”.
En semejante situación, los trabajadores empezaron a luchar por mejores condiciones: fueron violentamente reprimidos. En 1902, se puso en vigencia la ley 4144 –Ley de Residencia– en virtud de la cual podía ordenarse la expulsión del país de todo extranjero que perturbara la paz pública, comprometiera la seguridad nacional o participara de "delitos comunes". En 1907 la Marina fusiló a obreros portuarios de Ing White, que reclamaban la reincorporación de trabajadores despedidos, aumentos salariales y jornadas de ocho horas. “La Marina admitió su responsabilidad en el hecho…. El presidente Figueroa Alcorta no se pronunció, pero hizo reforzar la custodia de los edificios públicos”.
En 1906 el coronel Falcón fue designado jefe de la Policía para enfrentar el crecimiento de los disturbios sociales. Inmediatamente se encargó de militarizar la fuerza: “Falcón convirtió la Policía en un cuartel de guerra, con un sistema comando especializado en tácticas y estrategias militares, a fin de que el Estado tuviera el control ideológico de la sociedad y estuviese preparado para la acción violenta frente a los nuevos desafíos políticos y sociales”. En 1909, en medio de un clima agitado por huelgas y reclamos, la nueva policía reprimió a balazos una manifestación obrera: “Los revólveres Colt y los sables se descargaron sobre la multitud. Entre gritos y corridas, la manifestación se desbandó. Se cruzaron disparos. Los cuerpos empezaron a caer. La sangre tiñó los charcos de agua. Los muertos superaban la docena. Había casi ochenta heridos. Eran de origen español, italiano y ruso. Por la noche, Falcón ordenó redadas en locales anarquistas y socialistas. Hubo casi mil detenidos, muchos de los cuales empezaron a ser sumariados por violar la Ley de Residencia. Los esperaba la deportación. Tenían tres días para salir del país”. Se inició así la llamada Semana Roja. Al día siguiente, en el funeral de las víctimas, la policía volvió a cargar violentamente sobre los trabajadores. “El anarquismo y el socialismo llamaron a una huelga por la libertad de los detenidos... También reclamaron la renuncia de Falcón. La huelga duró una semana. Participaron cerca de trescientos mil trabajadores. Pero Falcón no renunció. Su acción fue apoyada por Figueroa Alcorta”. La violencia social desatada iba a cobrarse de todos modos la vida del coronel Falcón. Un militante anarquista, Simón Radowitzky, lo mató ese mismo año para vengar a sus compañeros muertos en la represión.
La historia se está haciendo larga pero, la verdad, queda todavía bastante tela para cortar, de modo que propongo seguirla en otra nota posterior.
La lectura de Marcados a fuego – la violencia en la historia argentina de Marcelo Larraquy me hace pensar que no. El libro de Larraquy arranca en 1890. En ese entonces el régimen gobernante estaba sostenido “por una coalición de oligarquías provinciales y una autoridad centralizada —y militarizada, en caso de sediciones—, con un fuerte liderazgo presidencial que arbitraba en los conflictos de la elite y controlaba la vida política por medio de una maquinaria electoral que amedrentaba el acceso al voto de la oposición partidaria” (Marcelo Larraquy – Marcados a fuego. Las citas a partir de acá son todas del mismo libro). En otras palabras, la oligarquía se aseguraba la permanencia en el poder para defender sus intereses, y no excluía la violencia ante cualquier intento de limitar dicho poder. Un ejemplo: en 1893 los suizos de las colonias agrícolas de Santa Fe se sublevaron ante un nuevo impuesto al quintal de trigo fijado por el gobierno provincial para aliviar su déficit fiscal (cualquier semejanza con la actualidad no es pura coincidencia). La sublevación de los colonos suizos fue finalmente derrotada. La represión fue terrible: “el hotelero Antonio von Will, (fue) degollado por el comandante Benito Romero para vengar la pérdida de su hermano Camilo, también comandante, ultimado por los colonos. Romero ordenó que degollaran a Will ‘a lo chancho’, y que removieran el cuchillo en su garganta. Lo dejaron morir desangrado en un arroyo” Y más adelante: “Esto era apenas una muestra del terror paraoficial que sobrevendría en la campaña. Los colonos fueron detenidos, saqueados y ultrajado... No hubo distinciones en la persecución. Familias de inmigrantes alemanes e italianos, que tuvieron una participación acotada en los alzamientos, también fueron reprimidas con ferocidad”.
Entre 1887 y 1889 ingresaron al país 450,000 inmigrantes; en muchos casos fueron muy maltratados: “En una carta publicada en la prensa obrera en 1891, el inmigrante José Wanza explicó que había llegado a la Argentina impulsado por agentes argentinos en Viena, que le hablaron de la riqueza y el bienestar del país. Pero, una vez en Buenos Aires, vagó por la ciudad sin encontrar trabajo. Según su relato, alojado ‘en el hotel de Inmigrantes, una inmunda cueva sucia, los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos. Nos amenazaron a echarnos a la calle si no aceptábamos una oferta de ir como jornaleros para el trabajo en plantaciones a Tucumán con un salario de 20 pesos por mes...’. Finalmente, aceptó”.
Las condiciones de vida de los inmigrantes solían ser miserables: “Según el censo de 1904, en la ciudad había 2462 conventillos de construcción precaria y con deficiencias sanitarias que estaban habitados por más de 150.000 personas, la sexta parte de la población de Buenos Aires. En cada cuarto vivían hasta diez personas, que además lo utilizaban como cocina y taller de costura o planchado”.
En semejante situación, los trabajadores empezaron a luchar por mejores condiciones: fueron violentamente reprimidos. En 1902, se puso en vigencia la ley 4144 –Ley de Residencia– en virtud de la cual podía ordenarse la expulsión del país de todo extranjero que perturbara la paz pública, comprometiera la seguridad nacional o participara de "delitos comunes". En 1907 la Marina fusiló a obreros portuarios de Ing White, que reclamaban la reincorporación de trabajadores despedidos, aumentos salariales y jornadas de ocho horas. “La Marina admitió su responsabilidad en el hecho…. El presidente Figueroa Alcorta no se pronunció, pero hizo reforzar la custodia de los edificios públicos”.
En 1906 el coronel Falcón fue designado jefe de la Policía para enfrentar el crecimiento de los disturbios sociales. Inmediatamente se encargó de militarizar la fuerza: “Falcón convirtió la Policía en un cuartel de guerra, con un sistema comando especializado en tácticas y estrategias militares, a fin de que el Estado tuviera el control ideológico de la sociedad y estuviese preparado para la acción violenta frente a los nuevos desafíos políticos y sociales”. En 1909, en medio de un clima agitado por huelgas y reclamos, la nueva policía reprimió a balazos una manifestación obrera: “Los revólveres Colt y los sables se descargaron sobre la multitud. Entre gritos y corridas, la manifestación se desbandó. Se cruzaron disparos. Los cuerpos empezaron a caer. La sangre tiñó los charcos de agua. Los muertos superaban la docena. Había casi ochenta heridos. Eran de origen español, italiano y ruso. Por la noche, Falcón ordenó redadas en locales anarquistas y socialistas. Hubo casi mil detenidos, muchos de los cuales empezaron a ser sumariados por violar la Ley de Residencia. Los esperaba la deportación. Tenían tres días para salir del país”. Se inició así la llamada Semana Roja. Al día siguiente, en el funeral de las víctimas, la policía volvió a cargar violentamente sobre los trabajadores. “El anarquismo y el socialismo llamaron a una huelga por la libertad de los detenidos... También reclamaron la renuncia de Falcón. La huelga duró una semana. Participaron cerca de trescientos mil trabajadores. Pero Falcón no renunció. Su acción fue apoyada por Figueroa Alcorta”. La violencia social desatada iba a cobrarse de todos modos la vida del coronel Falcón. Un militante anarquista, Simón Radowitzky, lo mató ese mismo año para vengar a sus compañeros muertos en la represión.
La historia se está haciendo larga pero, la verdad, queda todavía bastante tela para cortar, de modo que propongo seguirla en otra nota posterior.
sábado, 23 de octubre de 2010
El eterno retorno de lo mismo
“Esta lenta araña arrastrándose a la luz de la luna, y esta misma luz de la luna, y tú y yo cuchicheando en el portón, cuchicheando de eternas cosas, ¿no hemos coincidido ya en el pasado? ¿Y no recurriremos otra vez el largo camino, en ese largo tembloroso camino, no recurriremos eternamente?” Con estas palabras expuso Friedrich Nietzsche en su Así habló Zarathustra la doctrina del eterno retorno de lo mismo. No fue Nietzsche el primero en exponerla; Pitágoras y sus seguidores sostuvieron la concepción cíclica del tiempo y también lo hicieron los estoicos en el siglo III AC, pero a pesar de estos ilustres antecedentes, suele asociarse el eterno retorno al nombre del genial pensador alemán.
Jorge Luis Borges en un ensayo llamado La doctrina de los ciclos, incluido en Historia de la Eternidad explica la doctrina en estos términos: “El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse”. Borges señala –acertadamente a mi juicio– el origen matemático de la teoría en Nietzsche, pero lo hace para demolerla, y recurre para ello a los números transfinitos de Georg Cantor. Dice Borges: “Cantor destruye el fundamento de la tesis de Nietzsche. Afirma la perfecta infinitud del número de puntos del universo, y hasta de un metro de universo, o de una fracción de ese metro… El roce del hermoso juego de Cantor con el hermoso juego de Zarathustra es mortal para Zarathustra. Si el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un número infinito de combinaciones –y la necesidad de un eterno retorno queda vencida. Queda su mera posibilidad, computable en cero”.
Con dudas, con temor, pienso que la refutación de Borges es inválida. Me hace recordar el argumento –también falaz– del biólogo francés Pierre Lecompte du Noüy en defensa del creacionismo. Sostenía este científico que “en toda la vida del Universo no se podría haber formado al azar ni una sola molécula de proteína reconocible a partir de los distintos átomos constituyentes, y por lo tanto era necesaria la presencia de un creador” (Isaac Asimov – El planeta que no estaba). “El primer fallo de este argumento” dice Asimov “es pensar que los átomos se unirán de manera totalmente aleatoria. Se olvida que existen leyes químicas muy precisas que dictan como se han de agrupar los distintos átomos para formar compuestos... Las restricciones que implican las leyes de la química limitan el número de combinaciones y fuerzan a que, empezando con los mismos constituyentes sometidos a las mismas condiciones, se termine con productos muy parecidos”. O sea, la evolución no se maneja con el puro azar, sino con un azar guiado por las leyes de la física y de la química. No puedo evitar pensar que lo mismo podría responderse al argumento de Borges contra Zarathustra.
Sin embargo, en el mismo ensayo, Borges expone un segundo argumento –metafísico este vez– contra el eterno retorno, que sí me parece válido. “Una incertidumbre final, esta vez de orden metafísico. Aceptada la tesis de Zarathustra, no acabo de entender cómo dos procesos idénticos dejan de aglomerarse en uno. ¿Basta la mera sucesión, no verificada por nadie? A falta de un arcángel especial que lleve la cuenta, ¿qué significa el hecho de que atravesamos el ciclo trece mil quinientos catorce, y no el primero de la serie o el número trescientos veintidós con el exponente en dos mil? Nada, para la práctica –lo cual no daña al pensador. Nada para la inteligencia –lo cual ya es grave”. Soy incapaz de imaginar una refutación para este nuevo argumento borgiano contra el eterno retorno.
Esto me trae a la mente la interpretación que el novelista checo Milan Kundera hace sobre este tema. Para Kundera el eterno retorno es una manera mítica de afirmar el peso, la densidad del ser. “El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan”. (Milan Kundera – La insoportable levedad del ser).
Tal vez algún improbable lector se esté preguntando qué pienso yo de todo esto. Tiempo atrás, ante la muerte de un amigo, escribí lo siguiente: “él y nosotros ya derrotamos a la muerte de una vez y para siempre. En la historia de ese todo que llamamos "el Ser" o "el Universo" hay algo que existió, que venció a la nada, y que se llama como cada uno de nosotros. Somos para siempre una de las posibilidades del Ser que se realizaron, que no quedaron en la nada”. En otras palabras, todo pasa pero, desde una perspectiva intemporal del universo, lo que es, es para siempre. Creo que el eterno retorno es una forma de expresar esta idea.
En la disyuntiva entre peso y levedad que Kundera plantea en su novela elijo entonces el peso. Pero es preciso convertirnos, como Nietzsche quería, en personas capaces de aguantar la inmortalidad. “No anhelar distantes venturas y favores y bendiciones, sino vivir de modo que queramos volver a vivir, y así por toda la eternidad” (Friedrich Nietzsche – Fragmentos póstumos)
Jorge Luis Borges en un ensayo llamado La doctrina de los ciclos, incluido en Historia de la Eternidad explica la doctrina en estos términos: “El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse”. Borges señala –acertadamente a mi juicio– el origen matemático de la teoría en Nietzsche, pero lo hace para demolerla, y recurre para ello a los números transfinitos de Georg Cantor. Dice Borges: “Cantor destruye el fundamento de la tesis de Nietzsche. Afirma la perfecta infinitud del número de puntos del universo, y hasta de un metro de universo, o de una fracción de ese metro… El roce del hermoso juego de Cantor con el hermoso juego de Zarathustra es mortal para Zarathustra. Si el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un número infinito de combinaciones –y la necesidad de un eterno retorno queda vencida. Queda su mera posibilidad, computable en cero”.
Con dudas, con temor, pienso que la refutación de Borges es inválida. Me hace recordar el argumento –también falaz– del biólogo francés Pierre Lecompte du Noüy en defensa del creacionismo. Sostenía este científico que “en toda la vida del Universo no se podría haber formado al azar ni una sola molécula de proteína reconocible a partir de los distintos átomos constituyentes, y por lo tanto era necesaria la presencia de un creador” (Isaac Asimov – El planeta que no estaba). “El primer fallo de este argumento” dice Asimov “es pensar que los átomos se unirán de manera totalmente aleatoria. Se olvida que existen leyes químicas muy precisas que dictan como se han de agrupar los distintos átomos para formar compuestos... Las restricciones que implican las leyes de la química limitan el número de combinaciones y fuerzan a que, empezando con los mismos constituyentes sometidos a las mismas condiciones, se termine con productos muy parecidos”. O sea, la evolución no se maneja con el puro azar, sino con un azar guiado por las leyes de la física y de la química. No puedo evitar pensar que lo mismo podría responderse al argumento de Borges contra Zarathustra.
Sin embargo, en el mismo ensayo, Borges expone un segundo argumento –metafísico este vez– contra el eterno retorno, que sí me parece válido. “Una incertidumbre final, esta vez de orden metafísico. Aceptada la tesis de Zarathustra, no acabo de entender cómo dos procesos idénticos dejan de aglomerarse en uno. ¿Basta la mera sucesión, no verificada por nadie? A falta de un arcángel especial que lleve la cuenta, ¿qué significa el hecho de que atravesamos el ciclo trece mil quinientos catorce, y no el primero de la serie o el número trescientos veintidós con el exponente en dos mil? Nada, para la práctica –lo cual no daña al pensador. Nada para la inteligencia –lo cual ya es grave”. Soy incapaz de imaginar una refutación para este nuevo argumento borgiano contra el eterno retorno.
Esto me trae a la mente la interpretación que el novelista checo Milan Kundera hace sobre este tema. Para Kundera el eterno retorno es una manera mítica de afirmar el peso, la densidad del ser. “El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan”. (Milan Kundera – La insoportable levedad del ser).
Tal vez algún improbable lector se esté preguntando qué pienso yo de todo esto. Tiempo atrás, ante la muerte de un amigo, escribí lo siguiente: “él y nosotros ya derrotamos a la muerte de una vez y para siempre. En la historia de ese todo que llamamos "el Ser" o "el Universo" hay algo que existió, que venció a la nada, y que se llama como cada uno de nosotros. Somos para siempre una de las posibilidades del Ser que se realizaron, que no quedaron en la nada”. En otras palabras, todo pasa pero, desde una perspectiva intemporal del universo, lo que es, es para siempre. Creo que el eterno retorno es una forma de expresar esta idea.
En la disyuntiva entre peso y levedad que Kundera plantea en su novela elijo entonces el peso. Pero es preciso convertirnos, como Nietzsche quería, en personas capaces de aguantar la inmortalidad. “No anhelar distantes venturas y favores y bendiciones, sino vivir de modo que queramos volver a vivir, y así por toda la eternidad” (Friedrich Nietzsche – Fragmentos póstumos)
sábado, 16 de octubre de 2010
Elogio de la lentitud
“La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre” dice el escritor checo Milan Kundera en su novela La lentitud. “Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser veloz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis”.
Es muy buena la observación de Kundera, sobre todo en tiempos como el que vivimos, en lo que todo parece que debe ser ya. Rapidez, agilidad, urgencia, son las palabras de hoy, las que están omnipresentes en la cantilena de los líderes empresarios. Klaus Schwab, fundador y presidente del Foro Económico Mundial, expuso la necesidad de correr, en los siguientes términos: “Estamos pasando de un mundo donde el grande se come al pequeño a un mundo donde los rápidos se comen a los lentos”. (En Carl Honoré – Elogio de la lentitud).
Y voy a traer a colación una modesta anécdota personal: hace unos años, estando yo de vacaciones, mi gerente de aquel entonces me llamó para pedirme que las interrumpiese por un par de días para hacerle una presentación a un cliente, presentación que, de más está aclararlo, era urgentísima, no podía esperar, tenía que ser ya. Lo hice (que remedio me quedaba). El cliente tomó finalmente la decisión de compra… un año después. ¿Dónde estaba entonces la urgencia? ¿En la realidad o sólo en la imaginación de aquel gerente, colonizada por la ansiedad?
Volvamos a Kundera: “Curiosa alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis. Recuerdo una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta… que hace treinta años me dio una lección (gélidamente teórica) sobre la liberación sexual; la palabra más recurrente en su discurso era la palabra «orgasmo»; conté las veces: cuarenta y tres. El culto al orgasmo: el utilitarismo puritano proyectado en la vida sexual; la eficacia contra la ociosidad; la reducción del coito a un obstáculo que hay que superar lo más rápidamente posible para alcanzar una explosión extática, única meta verdadera del amor y del universo”. Otra vez, tremendamente certero Kundera. La raíz de todo este asunto está en el utilitarismo puritano y su culto de la eficacia. Eso es lo que estaba en la cabeza del gerente de marras (sin que él lo sospechara, obviamente). Supongo que debe ser más divertido aplicarlo al sexo, como lo hacía la norteamericana de la historia, pero en el fondo lo mismo da.
Los idiomas conservan a veces una sabiduría escondida en sus rincones. En latín –y por derivación en nuestro castellano– la palabra para designar la ocupación es negocio que significa literalmente negación del ocio. Como si el ocio fuese el estado fundamental del hombre del que, esporádica y lamentablemente, cada tanto hay que salir para rebajarse a las actividades prácticas de la vida material. En contraposición, la palabra inglesa business proviene de busy, ocupado; es la condición de estar ocupado. La diferencia entre los lenguajes revela toda una diferencia entre las actitudes vitales, diferencia que el dominio económico que el mundo anglosajón ejerce va borrando de a poco.
Pero, ya que como hemos visto, esta obsesión por la velocidad es un tema cultural derivado del puritanismo utilitarista, podríamos preguntarnos: ¿es necesariamente válido? Dice Carl Honoré en la obra citada: “ha llegado el momento de poner en tela de juicio nuestra obsesión por hacerlo todo más rápido. Correr no es siempre la mejor manera de actuar. La evolución opera sobre el principio de la supervivencia de los más aptos, no de los más rápidos. No olvidemos quién ganó la carrera entre la tortuga y la liebre. A medida que nos apresuramos por la vida, cargando con más cosas hora tras hora, nos estiramos como una goma elástica hacia el punto de ruptura”. No se trata, claro está, de dejar de lado las responsabilidades para volcarnos a una fiaca improductiva, sino de recuperar la interioridad, el tiempo para volver a estar con nosotros mismos y con las personas amadas –que es la única forma de estar con uno mismo– escuchándose sin apuros, liberándose de esa necesidad de “tanto correr pa llegar a ningún lado” como dice la copla popular.
Que sea el maestro Kundera quien cierre esta nota: “¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren; son felices”.
Es muy buena la observación de Kundera, sobre todo en tiempos como el que vivimos, en lo que todo parece que debe ser ya. Rapidez, agilidad, urgencia, son las palabras de hoy, las que están omnipresentes en la cantilena de los líderes empresarios. Klaus Schwab, fundador y presidente del Foro Económico Mundial, expuso la necesidad de correr, en los siguientes términos: “Estamos pasando de un mundo donde el grande se come al pequeño a un mundo donde los rápidos se comen a los lentos”. (En Carl Honoré – Elogio de la lentitud).
Y voy a traer a colación una modesta anécdota personal: hace unos años, estando yo de vacaciones, mi gerente de aquel entonces me llamó para pedirme que las interrumpiese por un par de días para hacerle una presentación a un cliente, presentación que, de más está aclararlo, era urgentísima, no podía esperar, tenía que ser ya. Lo hice (que remedio me quedaba). El cliente tomó finalmente la decisión de compra… un año después. ¿Dónde estaba entonces la urgencia? ¿En la realidad o sólo en la imaginación de aquel gerente, colonizada por la ansiedad?
Volvamos a Kundera: “Curiosa alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis. Recuerdo una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta… que hace treinta años me dio una lección (gélidamente teórica) sobre la liberación sexual; la palabra más recurrente en su discurso era la palabra «orgasmo»; conté las veces: cuarenta y tres. El culto al orgasmo: el utilitarismo puritano proyectado en la vida sexual; la eficacia contra la ociosidad; la reducción del coito a un obstáculo que hay que superar lo más rápidamente posible para alcanzar una explosión extática, única meta verdadera del amor y del universo”. Otra vez, tremendamente certero Kundera. La raíz de todo este asunto está en el utilitarismo puritano y su culto de la eficacia. Eso es lo que estaba en la cabeza del gerente de marras (sin que él lo sospechara, obviamente). Supongo que debe ser más divertido aplicarlo al sexo, como lo hacía la norteamericana de la historia, pero en el fondo lo mismo da.
Los idiomas conservan a veces una sabiduría escondida en sus rincones. En latín –y por derivación en nuestro castellano– la palabra para designar la ocupación es negocio que significa literalmente negación del ocio. Como si el ocio fuese el estado fundamental del hombre del que, esporádica y lamentablemente, cada tanto hay que salir para rebajarse a las actividades prácticas de la vida material. En contraposición, la palabra inglesa business proviene de busy, ocupado; es la condición de estar ocupado. La diferencia entre los lenguajes revela toda una diferencia entre las actitudes vitales, diferencia que el dominio económico que el mundo anglosajón ejerce va borrando de a poco.
Pero, ya que como hemos visto, esta obsesión por la velocidad es un tema cultural derivado del puritanismo utilitarista, podríamos preguntarnos: ¿es necesariamente válido? Dice Carl Honoré en la obra citada: “ha llegado el momento de poner en tela de juicio nuestra obsesión por hacerlo todo más rápido. Correr no es siempre la mejor manera de actuar. La evolución opera sobre el principio de la supervivencia de los más aptos, no de los más rápidos. No olvidemos quién ganó la carrera entre la tortuga y la liebre. A medida que nos apresuramos por la vida, cargando con más cosas hora tras hora, nos estiramos como una goma elástica hacia el punto de ruptura”. No se trata, claro está, de dejar de lado las responsabilidades para volcarnos a una fiaca improductiva, sino de recuperar la interioridad, el tiempo para volver a estar con nosotros mismos y con las personas amadas –que es la única forma de estar con uno mismo– escuchándose sin apuros, liberándose de esa necesidad de “tanto correr pa llegar a ningún lado” como dice la copla popular.
Que sea el maestro Kundera quien cierre esta nota: “¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren; son felices”.
lunes, 11 de octubre de 2010
Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010
Soy definitivamente un borgeano. Si me viese forzado a elegir un solo escritor no lo dudaría un instante: Borges. Creo que es el escritor más importante del siglo XX en lengua castellana, y también que todos los escritores posteriores le deben algo; Borges cambió la forma de escribir en nuestro idioma.
Por eso seguramente mi improbable lector se sorprenderá por lo que voy a decir ahora: creo que la Academia Sueca tuvo razón en no otorgarle el Premio Nobel. Me explicaré: Alfred Nobel instituyó su premio para reconocer a “aquellos que durante el año precedente hayan realizado el mayor beneficio a la humanidad” (Alfred Nobel - Testamento). Y, el premio de Literatura es específicamente para “la persona que haya producido la obra más sobresaliente de tendencia idealista dentro del campo de la literatura” (Alfred Nobel - Testamento). En otras palabras, el ganador de un Premio Nobel debe ser una persona que encarne el ideal de servicio a la humanidad. Y Borges, cuando estaba maduro para ganar el premio, se mandó el macanón de alabar públicamente al indefendible tirano chileno Augusto Pinochet, y de aceptar un doctorado honoris causa en Chile. Es verdad que se arrepintió después, pero ya era tarde. También es verdad que muchas personas que no representan ni de cerca esos valores han ganado el famoso premio, pero ésa es otra cuestión. Borges perdió el Nobel y fue justo.
Si cuento esta historia es para contrastarla con la de Mario Vargas Llosa, reciente ganador del Premio Nobel de Literatura. Vargas Llosa viene defendiendo desde hace más de un cuarto de siglo una posición política de derecha. Es un liberal convencido. Pero su liberalismo no se limita al campo económico; es también, y sobre todo, un liberal en política. Como tal se ha opuesto siempre, en forma totalmente consecuente, a todos los regímenes dictatoriales, tanto de derecha como de izquierda. Entonces, uno puede estar o no estar de acuerdo con el liberalismo económico que Vargas Llosa defiende (yo en particular no lo estoy) pero se trata de una materia opinable; no es intrínsecamente contradictorio creer que ése es el mejor camino para llegar al mayor bienestar para todos. Y no hay dudas de que en el campo político Vargas Llosa defendió siempre los valores de la democracia y de la libertad.
En verdad me puso muy feliz este premio. No conozco la totalidad de la obra de Vargas Llosa pero sí la mayor parte. Creo que es un gran escritor –lo considero de hecho el escritor viviente más grande que yo haya leído– y además, por lo que dije antes, uno que representa perfectamente los ideales que el Premio Nobel promueve. Se trata entonces de un muy justo reconocimiento, que honra además a la Academia Sueca.
La obra de Vargas Llosa es política desde sus primeras novelas y cuentos. Pero lo es en el sentido profundo, no en el panfletario. Ya su primera novela, La ciudad y los perros, que transcurre en la Escuela Miltar Leoncio Prado, especie de microcosmos de la sociedad peruana, inicia una verdadera disección de esta sociedad –y por extensión de la latinoamericana– que va a continuar a lo largo de sus obras siguientes: Los cachorros, La casa verde y La conversación en la Catedral. Esta última es, de todas sus novelas, mi favorita. En palabras del crítico Alfredo Matilla Rivas la novela, de una tremenda complejidad estructural, “logra el análisis de la violencia en casi todos los niveles sociales, políticos y culturales del Perú urbano… universaliza la violencia, la convierte una vez más en el motor central del asunto”. La historia transcurre en la época de la dictadura de Odría; es, creo, uno de los intentos más logrados de contar una dictadura latinoamericana desde adentro. El hecho de que el personaje principal sea un funcionario relativamente menor –un secretario de estado– pero influyente, le otorga a mi juicio una particular eficacia.
Tal vez fue la densidad de estas novelas la que produjo el vuelco de su autor a dos novelas humorísticas memorables –Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor– seguidas por una monumental novela histórica, La guerra del fin del mundo, que narra la inverosímil, pero verdadera historia de Antonio Conselheiro, especie de santón y líder popular del nordeste brasileño a fines del siglo XIX. Esta novela implicó un enorme esfuerzo de investigación histórica por parte del escritor. Se trata de una novela clásica, escrita a la manera de las grandes novelas del siglo XIX a las que Vargas Llosa admira mucho.
Después vino Historia de Mayta, una novela relativamente menor pero que marca claramente el giro de su autor a la derecha. La novela cuenta la historia de un revolucionario marxista, Mayta, y su delirante intento de hacer una revolución socialista en el Perú. El tono es satírico y su blanco es claramente la izquierda latinoamericana. Por ejemplo, el grupo en el que milita Mayta, el POR (T) –escisión del Partido Obrero Revolucionario (la letra “T” es de “Trotskista")– tiene apenas cinco miembros. Antes califiqué a esta novela de menor, pero creo que lo es sólo por su extensión. A mi personalmente me gusta muchísimo y además se trata de una novela muy compleja. La historia, que transcurre en un apocalíptico Perú ficcional, se va construyendo con los testimonios –contradictorios a veces– de diferentes personajes. Al final el lector no está seguro de cual es el “verdadero” Mayta.
Para mi gusto el escritor entró a partir de ese momento en una especie de declinación, probablemente debida en parte a su mayor dedicación a la miltancia política. Publicó sin embargo un par de obras notables: la excelente novela breve Lituma en los Andes, con la que ganó el premio Planeta en 1993, y La fiesta del chivo, obra de denuncia, muy bien lograda, que transcurre durante la terrible dictadura de Trujillo en Santo Domingo.
Otro inmenso escritor contemporáneo, Abelardo Castillo, escribió este sábado en la revista Ñ: “En los mejores libros de Vargas Llosa no se va a encontrar nunca una idea reaccionaria… De Balzac podemos decir que era reaccionario, monárquico y católico. Sin embargo La comedia humana es la serie de libros más antimonárquica, más anticatólica y más progresista que se escribió en Francia. Es en ese sentido que se puede establecer una división muy clara entre el hombre en cuanto ideólogo y el hombre en cuanto escritor”. O sea, según Castillo, un gran escritor siempre va más allá de su ideología y puede ser disfrutado plenamente por quienes no la comparten. Creo que Castillo tiene toda la razón. Sólo me resta agregar “por suerte”.
Por eso seguramente mi improbable lector se sorprenderá por lo que voy a decir ahora: creo que la Academia Sueca tuvo razón en no otorgarle el Premio Nobel. Me explicaré: Alfred Nobel instituyó su premio para reconocer a “aquellos que durante el año precedente hayan realizado el mayor beneficio a la humanidad” (Alfred Nobel - Testamento). Y, el premio de Literatura es específicamente para “la persona que haya producido la obra más sobresaliente de tendencia idealista dentro del campo de la literatura” (Alfred Nobel - Testamento). En otras palabras, el ganador de un Premio Nobel debe ser una persona que encarne el ideal de servicio a la humanidad. Y Borges, cuando estaba maduro para ganar el premio, se mandó el macanón de alabar públicamente al indefendible tirano chileno Augusto Pinochet, y de aceptar un doctorado honoris causa en Chile. Es verdad que se arrepintió después, pero ya era tarde. También es verdad que muchas personas que no representan ni de cerca esos valores han ganado el famoso premio, pero ésa es otra cuestión. Borges perdió el Nobel y fue justo.
Si cuento esta historia es para contrastarla con la de Mario Vargas Llosa, reciente ganador del Premio Nobel de Literatura. Vargas Llosa viene defendiendo desde hace más de un cuarto de siglo una posición política de derecha. Es un liberal convencido. Pero su liberalismo no se limita al campo económico; es también, y sobre todo, un liberal en política. Como tal se ha opuesto siempre, en forma totalmente consecuente, a todos los regímenes dictatoriales, tanto de derecha como de izquierda. Entonces, uno puede estar o no estar de acuerdo con el liberalismo económico que Vargas Llosa defiende (yo en particular no lo estoy) pero se trata de una materia opinable; no es intrínsecamente contradictorio creer que ése es el mejor camino para llegar al mayor bienestar para todos. Y no hay dudas de que en el campo político Vargas Llosa defendió siempre los valores de la democracia y de la libertad.
En verdad me puso muy feliz este premio. No conozco la totalidad de la obra de Vargas Llosa pero sí la mayor parte. Creo que es un gran escritor –lo considero de hecho el escritor viviente más grande que yo haya leído– y además, por lo que dije antes, uno que representa perfectamente los ideales que el Premio Nobel promueve. Se trata entonces de un muy justo reconocimiento, que honra además a la Academia Sueca.
La obra de Vargas Llosa es política desde sus primeras novelas y cuentos. Pero lo es en el sentido profundo, no en el panfletario. Ya su primera novela, La ciudad y los perros, que transcurre en la Escuela Miltar Leoncio Prado, especie de microcosmos de la sociedad peruana, inicia una verdadera disección de esta sociedad –y por extensión de la latinoamericana– que va a continuar a lo largo de sus obras siguientes: Los cachorros, La casa verde y La conversación en la Catedral. Esta última es, de todas sus novelas, mi favorita. En palabras del crítico Alfredo Matilla Rivas la novela, de una tremenda complejidad estructural, “logra el análisis de la violencia en casi todos los niveles sociales, políticos y culturales del Perú urbano… universaliza la violencia, la convierte una vez más en el motor central del asunto”. La historia transcurre en la época de la dictadura de Odría; es, creo, uno de los intentos más logrados de contar una dictadura latinoamericana desde adentro. El hecho de que el personaje principal sea un funcionario relativamente menor –un secretario de estado– pero influyente, le otorga a mi juicio una particular eficacia.
Tal vez fue la densidad de estas novelas la que produjo el vuelco de su autor a dos novelas humorísticas memorables –Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor– seguidas por una monumental novela histórica, La guerra del fin del mundo, que narra la inverosímil, pero verdadera historia de Antonio Conselheiro, especie de santón y líder popular del nordeste brasileño a fines del siglo XIX. Esta novela implicó un enorme esfuerzo de investigación histórica por parte del escritor. Se trata de una novela clásica, escrita a la manera de las grandes novelas del siglo XIX a las que Vargas Llosa admira mucho.
Después vino Historia de Mayta, una novela relativamente menor pero que marca claramente el giro de su autor a la derecha. La novela cuenta la historia de un revolucionario marxista, Mayta, y su delirante intento de hacer una revolución socialista en el Perú. El tono es satírico y su blanco es claramente la izquierda latinoamericana. Por ejemplo, el grupo en el que milita Mayta, el POR (T) –escisión del Partido Obrero Revolucionario (la letra “T” es de “Trotskista")– tiene apenas cinco miembros. Antes califiqué a esta novela de menor, pero creo que lo es sólo por su extensión. A mi personalmente me gusta muchísimo y además se trata de una novela muy compleja. La historia, que transcurre en un apocalíptico Perú ficcional, se va construyendo con los testimonios –contradictorios a veces– de diferentes personajes. Al final el lector no está seguro de cual es el “verdadero” Mayta.
Para mi gusto el escritor entró a partir de ese momento en una especie de declinación, probablemente debida en parte a su mayor dedicación a la miltancia política. Publicó sin embargo un par de obras notables: la excelente novela breve Lituma en los Andes, con la que ganó el premio Planeta en 1993, y La fiesta del chivo, obra de denuncia, muy bien lograda, que transcurre durante la terrible dictadura de Trujillo en Santo Domingo.
Otro inmenso escritor contemporáneo, Abelardo Castillo, escribió este sábado en la revista Ñ: “En los mejores libros de Vargas Llosa no se va a encontrar nunca una idea reaccionaria… De Balzac podemos decir que era reaccionario, monárquico y católico. Sin embargo La comedia humana es la serie de libros más antimonárquica, más anticatólica y más progresista que se escribió en Francia. Es en ese sentido que se puede establecer una división muy clara entre el hombre en cuanto ideólogo y el hombre en cuanto escritor”. O sea, según Castillo, un gran escritor siempre va más allá de su ideología y puede ser disfrutado plenamente por quienes no la comparten. Creo que Castillo tiene toda la razón. Sólo me resta agregar “por suerte”.
lunes, 27 de septiembre de 2010
21 de septiembre - Día de... ¿quienes?
Hace años, el gerente general de la empresa de informática en la que trabajo solía decir: “vendedor es el que vende”. No es que a ese caballero, persona muy inteligente por otra parte, le agradaran las perogrulladas. Lo decía irónicamente para referirse a algunos que, buscando mejorar su status, lograban pasar al área de ventas. De más está aclarar que no hacían ni el más mínimo esfuerzo por entender algo de las complejas tecnologías que la empresa distribuía. Pero, claro, el problema era que, para poder venderlas, algo había que entender del tema y estos pobres chicos no entendían una pepa. Entonces sus tarjetas de negocios decían “representante de ventas” pero, lo que se dice vender, no vendían ni medio. La moraleja es que no importa lo que el pedacito de cartulina traiga impreso. Vendedor es sólo el que vende.
Traje esta historia a colación porque el espectáculo de esos miles de chicos el día de la primavera, emborrachándose con cerveza o vino barato en las plazas de Buenos Aires, me trajo a la mente una variante de la famosa frase: “estudiante es el que estudia”. No quien calienta una silla en alguna escuela o figura como tal en la planilla de algún burócrata. Estudiante es el que estudia. Y yo tengo la fuerte sospecha de que la enorme mayoría de esos jóvenes ni siquiera sospechan lo que es estudiar.
Lamentaría mucho estar equivocado pero muchísimo más lamento estar tan seguro de que no lo estoy. Disto mucho de ser un experto en el tema pero lo conozco bien, por mis hijos, por los hijos de mis amigos, por mis muchos amigos que trabajan como docentes. La educación está en una profundísima crisis que puede arrastrar consigo a toda la cultura occidental; así de grave es la cosa.
No se trata del problema de un gobierno, ni siquiera de la Argentina. Si bien es cierto que en la Argentina el problema adquiere una gravedad inusitada por el bajísimo porcentaje del ingreso que se asigna a educación –bajo incluso comparado con el de otros países latinoamericanos– la crisis es mundial. Yo sospecho que está relacionada con una crisis general de valores. Pero ya dije que no soy ningún experto, de modo que dejaré a hablar a alguien que sí lo es: “cuando nos manifestamos escandalizados al advertir… que casi el 70% de nuestros niños y jóvenes no comprende lo que lee, es preciso tener presente que posiblemente ellos no comprendan lo que leen en los libros, pero comprenden muy bien lo que leen en la sociedad… Con su olfato entrenado para detectar la hipocresía, los jóvenes leen con gran agudeza las señales que envía el mundo en el que deberán vivir. Siguen con gran dedicación las enseñanzas de sus maestros en ese mundo, los verdaderos pedagogos nacionales: la televisión, la publicidad, el cine, el deporte, la música popular, la política y todo lo que entra en los espacios de celebridad que ellos definen” (Guillermo Jaim Etcheverry – La tragedia educativa).
Por si alguien no lo ubica bien, el autor del párrafo anterior es ex-rector de la Universidad de Buenos Aires, investigador científico y experto en temas de educación. La obra citada es un libro de lectura imprescindible para entender la gravedad de la situación; su mismo título lo dice todo.
¿Cuáles son esas señales que según Jaim Etcheverry reciben nuestros jóvenes de los medios? “Nuestra sociedad, que honra la ambición descontrolada, recompensa la codicia, celebra el materialismo, tolera la corrupción, cultiva la superficialidad, desprecia el intelecto y adora el poder adquisitivo, pretende luego dirigirse a los jóvenes para convencerlos, con la palabra, de la fuerza del conocimiento, de las bondades de la cultura y de la supremacía del espíritu”. Y no es una afirmación hecha a la ligera sino que está respaldada por sólidos estudios: “Una investigación realizada no hace mucho entre estudiantes secundarios de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires por Eduardo D’Alessio muestra que el 52% de los jóvenes considera que tener éxito en la vida es hacer lo que les gusta, mientras que el 46% reparte sus respuestas entre ganar mucho dinero, lograr estabilidad económica, ser profesional reconocido, ser famoso y ganar dinero sin trabajar” (Guillermo Jaim Etcheverry – obra citada).
Uno de los resultados inmediatos de esta verdadera banalización de la vida es la desvalorización del lenguaje y su reemplazo por la imagen, con el consiguiente empobrecimiento del lenguaje, que alcanza en la juventud actual niveles verdaderamente patéticos. Puede ser cierto que una imagen diga más que mil palabras, pero en todo caso lo que dice es otra cosa. La verdad es que la mayor parte del conocimiento, tanto en las ciencias duras como en las disciplinas humanísticas, requiere del lenguaje –y de la lectura– para su expresión y difusión. La pobreza en el manejo del lenguaje condena a esos jóvenes a quedarse definitivamente fuera del mundo del conocimiento.
El libro de Jaim Etcheverry es de 1999. El fin de semana pasado, el escritor peruano Mario Vargas Llosa publicó en La Nación un artículo titulado sugestivamente La era del bufón. Cito uno de sus párrafos: “Divertirse a como dé lugar, aun cuando ello conlleve transgredir las más elementales normas de urbanidad, ética, estética y el mero buen gusto, es el mandamiento primero de la cultura de nuestro tiempo. La libertad, privilegio de que gozan los países occidentales y hoy, por fortuna, un buen número de países del resto del mundo, a la vez que garantiza la convivencia, el derecho de crítica, la competencia, la alternancia en el poder, permite también excesos que van socavando los fundamentos de la legalidad, ensanchando ésta a extremos en que ella misma resulta negada. Lo peor es que para ese mal no hay remedio, pues mediatizar o suprimir la libertad tendría, en todos los casos, consecuencias todavía más nefastas para la información que su trivialización”. En otras palabras, es la propia dinámica del sistema democrático-liberal la que lleva a la degradación de la cultura, situación de la que no parece posible salir ya que los remedios serían peores todavía que la enfermedad.
¿Entonces? Confieso que no lo sé. No querría hacer futurología pero me siento poco optimista. No puedo dejar de recordar que las culturas parecen eternas para quienes nacemos y nos nutrimos de ellas, pero lo real es que nacen, se desarrollan, y también mueren. Y nuestra cultura parece haber entrado en una decadencia que no imagino cómo revertir. Termino estas modestas reflexiones con los versos del poeta japonés Matsuo Basho:
“Las patrias se derrumban,
ríos y montañas permanecen;
sobre las ruinas del castillo
verdea la hierba, es primavera”
Traje esta historia a colación porque el espectáculo de esos miles de chicos el día de la primavera, emborrachándose con cerveza o vino barato en las plazas de Buenos Aires, me trajo a la mente una variante de la famosa frase: “estudiante es el que estudia”. No quien calienta una silla en alguna escuela o figura como tal en la planilla de algún burócrata. Estudiante es el que estudia. Y yo tengo la fuerte sospecha de que la enorme mayoría de esos jóvenes ni siquiera sospechan lo que es estudiar.
Lamentaría mucho estar equivocado pero muchísimo más lamento estar tan seguro de que no lo estoy. Disto mucho de ser un experto en el tema pero lo conozco bien, por mis hijos, por los hijos de mis amigos, por mis muchos amigos que trabajan como docentes. La educación está en una profundísima crisis que puede arrastrar consigo a toda la cultura occidental; así de grave es la cosa.
No se trata del problema de un gobierno, ni siquiera de la Argentina. Si bien es cierto que en la Argentina el problema adquiere una gravedad inusitada por el bajísimo porcentaje del ingreso que se asigna a educación –bajo incluso comparado con el de otros países latinoamericanos– la crisis es mundial. Yo sospecho que está relacionada con una crisis general de valores. Pero ya dije que no soy ningún experto, de modo que dejaré a hablar a alguien que sí lo es: “cuando nos manifestamos escandalizados al advertir… que casi el 70% de nuestros niños y jóvenes no comprende lo que lee, es preciso tener presente que posiblemente ellos no comprendan lo que leen en los libros, pero comprenden muy bien lo que leen en la sociedad… Con su olfato entrenado para detectar la hipocresía, los jóvenes leen con gran agudeza las señales que envía el mundo en el que deberán vivir. Siguen con gran dedicación las enseñanzas de sus maestros en ese mundo, los verdaderos pedagogos nacionales: la televisión, la publicidad, el cine, el deporte, la música popular, la política y todo lo que entra en los espacios de celebridad que ellos definen” (Guillermo Jaim Etcheverry – La tragedia educativa).
Por si alguien no lo ubica bien, el autor del párrafo anterior es ex-rector de la Universidad de Buenos Aires, investigador científico y experto en temas de educación. La obra citada es un libro de lectura imprescindible para entender la gravedad de la situación; su mismo título lo dice todo.
¿Cuáles son esas señales que según Jaim Etcheverry reciben nuestros jóvenes de los medios? “Nuestra sociedad, que honra la ambición descontrolada, recompensa la codicia, celebra el materialismo, tolera la corrupción, cultiva la superficialidad, desprecia el intelecto y adora el poder adquisitivo, pretende luego dirigirse a los jóvenes para convencerlos, con la palabra, de la fuerza del conocimiento, de las bondades de la cultura y de la supremacía del espíritu”. Y no es una afirmación hecha a la ligera sino que está respaldada por sólidos estudios: “Una investigación realizada no hace mucho entre estudiantes secundarios de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires por Eduardo D’Alessio muestra que el 52% de los jóvenes considera que tener éxito en la vida es hacer lo que les gusta, mientras que el 46% reparte sus respuestas entre ganar mucho dinero, lograr estabilidad económica, ser profesional reconocido, ser famoso y ganar dinero sin trabajar” (Guillermo Jaim Etcheverry – obra citada).
Uno de los resultados inmediatos de esta verdadera banalización de la vida es la desvalorización del lenguaje y su reemplazo por la imagen, con el consiguiente empobrecimiento del lenguaje, que alcanza en la juventud actual niveles verdaderamente patéticos. Puede ser cierto que una imagen diga más que mil palabras, pero en todo caso lo que dice es otra cosa. La verdad es que la mayor parte del conocimiento, tanto en las ciencias duras como en las disciplinas humanísticas, requiere del lenguaje –y de la lectura– para su expresión y difusión. La pobreza en el manejo del lenguaje condena a esos jóvenes a quedarse definitivamente fuera del mundo del conocimiento.
El libro de Jaim Etcheverry es de 1999. El fin de semana pasado, el escritor peruano Mario Vargas Llosa publicó en La Nación un artículo titulado sugestivamente La era del bufón. Cito uno de sus párrafos: “Divertirse a como dé lugar, aun cuando ello conlleve transgredir las más elementales normas de urbanidad, ética, estética y el mero buen gusto, es el mandamiento primero de la cultura de nuestro tiempo. La libertad, privilegio de que gozan los países occidentales y hoy, por fortuna, un buen número de países del resto del mundo, a la vez que garantiza la convivencia, el derecho de crítica, la competencia, la alternancia en el poder, permite también excesos que van socavando los fundamentos de la legalidad, ensanchando ésta a extremos en que ella misma resulta negada. Lo peor es que para ese mal no hay remedio, pues mediatizar o suprimir la libertad tendría, en todos los casos, consecuencias todavía más nefastas para la información que su trivialización”. En otras palabras, es la propia dinámica del sistema democrático-liberal la que lleva a la degradación de la cultura, situación de la que no parece posible salir ya que los remedios serían peores todavía que la enfermedad.
¿Entonces? Confieso que no lo sé. No querría hacer futurología pero me siento poco optimista. No puedo dejar de recordar que las culturas parecen eternas para quienes nacemos y nos nutrimos de ellas, pero lo real es que nacen, se desarrollan, y también mueren. Y nuestra cultura parece haber entrado en una decadencia que no imagino cómo revertir. Termino estas modestas reflexiones con los versos del poeta japonés Matsuo Basho:
“Las patrias se derrumban,
ríos y montañas permanecen;
sobre las ruinas del castillo
verdea la hierba, es primavera”
viernes, 17 de septiembre de 2010
Sobre Luis Alberto Romero, el gobierno y los derechos humanos
El prestigioso historiador Luis Alberto Romero, hombre de ideas socialdemócratas, escribió esta semana en Clarín un artículo titulado El gobierno decidió reescribir el Nunca Más. El artículo, que puede encontrarse en http://www.clarin.com/opinion/Gobierno-decidio-reescribir_0_336566400.html, me dio la oportunidad de polemizar con algunos amigos que son bastante más pro-K que yo. Me pareció útil publicar aquí parte de lo que escribí sobre el tema.
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En primer lugar, y para dejar las cosas bien claras desde un principio, yo abomino de la dictadura militar y de sus siniestros procederes. Apoyé (apoyo todavía) al gobierno de Alfonsín sin reservas por haber juzgado a esos genocidas. Sigo creyendo que el hecho sin precedentes de que un gobierno civil haya juzgado y condenado a los dictadores militares que lo precedieron es una gesta histórica heroica, mucho más teniendo en cuenta el gran poder con el que los militares contaban todavía en aquel momento (y que se manifestó años después en los lamentables sucesos de Semana Santa). Apoyo también al actual gobierno en su esfuerzo por seguir haciendo que los genocidas paguen sus crímenes. Por mi todos los represores pueden pudrirse en la cárcel; no les deseo mejor destino.
En segundo lugar, no estoy –y nunca estuve– de acuerdo con la llamada “teoría de los dos demonios”. Pero acá hay que matizar un poco: estoy de acuerdo en que dicha teoría sirve más que nada para que buena parte de la sociedad se haga la inocente (“nosotros éramos tan buenos y vinieron dos demonios malvados a destrozarse frente a nuestros ojos”). También concuerdo en que no hay simetría entre los grupos guerrilleros y el Estado. A pesar de que estoy convencido que había que combatir a la guerrilla, ese combate debió haberse mantenido siempre dentro de los márgenes de la ley. Y es una flagrante mentira que esto no se podía hacer. Una demostración es que Italia lo hizo. Pero todo esto no exime de ninguna manera a los grupos de la izquierda radicalizada de los 70s de su enorme responsabilidad histórica. Y creo que muchos de esos militantes nos deben todavía su autocrítica. Sin duda muchos conocerán la carta de Oscar Del Barco, ex militante en los 60s del llamado Ejército Guerrillero del Pueblo. Si no la conocen búsquenla; es un ejercicio de esa autocrítica que creo que hace falta en forma más generalizada. Transcribo uno de sus párrafos: “Ningun justificativo nos vuelve inocentes. No hay "causas" ni "ideales" que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano. Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar "absolutamente otro". Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás. Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás”.
Como dije en otra cocasión, fui estudiante universitario en los 70s y conocí en forma directa a muchos militantes de esos grupos. Más tarde leí, charlé y medité mucho sobre el tema. Creo entender bastante bien algunas de las razones que llevaron a una radicalización tan extrema, pero sigo pensando que fue un delirio. Martín Caparrós, de quien leí con verdadero apasionamiento su monumental obra La Voluntad, escrita en colaboración con Eduardo Anguita, expresa muy bien ese carácter delirante en un párrafo de su novela A quien corresponda que ya cité en una entrada anterior: “Hace cuarenta años, cuando teníamos quince o veinte y empezamos a meternos en política, la Argentina era un país bastante próspero. Todos lo sabemos, pero últimamente estuve mirando algunos números para ver si no nos equivocábamos, si no era otro de esos recuerdos que uno se fabrica. No era: la desocupación no era importante, la desigualdad no era tan bruta, había pobreza pero no miseria, las escuelas y los hospitales públicos funcionaban bien, había jubilaciones decentes, hasta había un futuro… Teníamos industrias en serio, fabricábamos coches, heladeras, aviones, había trenes que iban a todos lados, una flota mercante, las mejores editoriales en castellano… Entonces apareció nuestra famosa generación y decidió que ese país era un desastre”. O sea, no fue un análisis de la realidad objetiva lo que llevó a esos grupos a radicalizarse así. Siempre he creído que fueron herederos del espíritu rebelde de la generación beatnik, de las andanzas de Jack Kerouac, sólo que en nuestro caso mediatizadas por el Che y su teoría manifiestamente incorrecta del foquismo revolucionario. Pero el espíritu de rebelión romántica fue el mismo.
Ese espíritu de los tiempos –zeitgeist– fue el que hizo que en los 70 se volviese chic ser peronista de izquierda. Comparto la preocupación de Romero acerca de la situación de hoy; creo que está pasando algo parecido. Mientras que es un mérito indudable de este gobierno el haber vuelto a politizar a la juventud, creo que esto se está haciendo de modo muy unilateral y poco reflexivo, con una lógica amigo-enemigo que lleva, naturalmente, a la justificación de la violencia. Si yo percibo a mi adversario como enemigo de lo nacional por definición, entonces es lógico que quiera eliminarlo, no escucharlo o polemizar con él. Ojo, no estoy diciendo que las cosas hayan llegado, o vayan necesariamente a llegar, tan lejos. Espero lo mismo que Romero que esta vez la historia se repita en tono de farsa.
Este asunto de la lógica amigo-enemigo tiene mucho que ver con la apropiación que hace el gobierno de la lucha por la memoria y por la vigencia de los derechos (comentario marginal: lo que dice Romero sobre el nulo respeto que tenían las organizaciones de izquierda en los 70s por los derechos humanos, es absolutamente correcto. Todas ellas los consideraban, al igual que la democracia, como parte de la superestructura burguesa que sería barrida por la revolución). Cuando Alfonsín, con todas las inevitables limitaciones que se quieran señalar, llevó adelante los juicios, no hubo ni el más mínimo intento del gobierno de apropiarse de esa gesta. Me parece que la actitud del gobierno actual es muy diferente. Las Madres –organización que se ganó un justificado respeto mundial por su heroica lucha– son hoy en día casi un apéndice del partido gobernante –hecho casi patético si uno recuerda que fue un presidente de ese mismo partido, que en aquel entonces gozaba además de las simpatías de Néstor Kirchner, quien indultó a los comandantes del genocidio.
En el fondo se trata de una expresión más de uno de los temas que siempre me han alejado del peronismo: me refiero a la confusión constante que hay en este movimiento entre partido, gobierno y Estado. Otra manifestación de lo mismo es lo que pasa hoy en el canal estatal; hay programas de buena calidad, sin duda, pero los programas políticos son monótonamente oficialistas. Esto no es inevitable en modo alguno; en la RAI, por ejemplo, está lleno de programas donde le pegan a Berlusconi como en bolsa. Pero, ¿por qué irnos a Europa? En la época de Alfonsín los canales de TV eran todos estatales y en muchos programas políticos le pegaban al gobierno, en muchos casos con saña, sin que haya existido ningún intento de hacerlos callar o de censurarlos. Creo honestamente que esta diferencia en el trato a la prensa, por mal intencionada que ésta pueda ser a veces, es una verdadera divisioria de aguas entre peronistas y radicales. ¿Necesito decir para cual de los dos lados creo que debe inclinarse el pensamiento progresista?
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En primer lugar, y para dejar las cosas bien claras desde un principio, yo abomino de la dictadura militar y de sus siniestros procederes. Apoyé (apoyo todavía) al gobierno de Alfonsín sin reservas por haber juzgado a esos genocidas. Sigo creyendo que el hecho sin precedentes de que un gobierno civil haya juzgado y condenado a los dictadores militares que lo precedieron es una gesta histórica heroica, mucho más teniendo en cuenta el gran poder con el que los militares contaban todavía en aquel momento (y que se manifestó años después en los lamentables sucesos de Semana Santa). Apoyo también al actual gobierno en su esfuerzo por seguir haciendo que los genocidas paguen sus crímenes. Por mi todos los represores pueden pudrirse en la cárcel; no les deseo mejor destino.
En segundo lugar, no estoy –y nunca estuve– de acuerdo con la llamada “teoría de los dos demonios”. Pero acá hay que matizar un poco: estoy de acuerdo en que dicha teoría sirve más que nada para que buena parte de la sociedad se haga la inocente (“nosotros éramos tan buenos y vinieron dos demonios malvados a destrozarse frente a nuestros ojos”). También concuerdo en que no hay simetría entre los grupos guerrilleros y el Estado. A pesar de que estoy convencido que había que combatir a la guerrilla, ese combate debió haberse mantenido siempre dentro de los márgenes de la ley. Y es una flagrante mentira que esto no se podía hacer. Una demostración es que Italia lo hizo. Pero todo esto no exime de ninguna manera a los grupos de la izquierda radicalizada de los 70s de su enorme responsabilidad histórica. Y creo que muchos de esos militantes nos deben todavía su autocrítica. Sin duda muchos conocerán la carta de Oscar Del Barco, ex militante en los 60s del llamado Ejército Guerrillero del Pueblo. Si no la conocen búsquenla; es un ejercicio de esa autocrítica que creo que hace falta en forma más generalizada. Transcribo uno de sus párrafos: “Ningun justificativo nos vuelve inocentes. No hay "causas" ni "ideales" que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano. Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar "absolutamente otro". Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás. Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás”.
Como dije en otra cocasión, fui estudiante universitario en los 70s y conocí en forma directa a muchos militantes de esos grupos. Más tarde leí, charlé y medité mucho sobre el tema. Creo entender bastante bien algunas de las razones que llevaron a una radicalización tan extrema, pero sigo pensando que fue un delirio. Martín Caparrós, de quien leí con verdadero apasionamiento su monumental obra La Voluntad, escrita en colaboración con Eduardo Anguita, expresa muy bien ese carácter delirante en un párrafo de su novela A quien corresponda que ya cité en una entrada anterior: “Hace cuarenta años, cuando teníamos quince o veinte y empezamos a meternos en política, la Argentina era un país bastante próspero. Todos lo sabemos, pero últimamente estuve mirando algunos números para ver si no nos equivocábamos, si no era otro de esos recuerdos que uno se fabrica. No era: la desocupación no era importante, la desigualdad no era tan bruta, había pobreza pero no miseria, las escuelas y los hospitales públicos funcionaban bien, había jubilaciones decentes, hasta había un futuro… Teníamos industrias en serio, fabricábamos coches, heladeras, aviones, había trenes que iban a todos lados, una flota mercante, las mejores editoriales en castellano… Entonces apareció nuestra famosa generación y decidió que ese país era un desastre”. O sea, no fue un análisis de la realidad objetiva lo que llevó a esos grupos a radicalizarse así. Siempre he creído que fueron herederos del espíritu rebelde de la generación beatnik, de las andanzas de Jack Kerouac, sólo que en nuestro caso mediatizadas por el Che y su teoría manifiestamente incorrecta del foquismo revolucionario. Pero el espíritu de rebelión romántica fue el mismo.
Ese espíritu de los tiempos –zeitgeist– fue el que hizo que en los 70 se volviese chic ser peronista de izquierda. Comparto la preocupación de Romero acerca de la situación de hoy; creo que está pasando algo parecido. Mientras que es un mérito indudable de este gobierno el haber vuelto a politizar a la juventud, creo que esto se está haciendo de modo muy unilateral y poco reflexivo, con una lógica amigo-enemigo que lleva, naturalmente, a la justificación de la violencia. Si yo percibo a mi adversario como enemigo de lo nacional por definición, entonces es lógico que quiera eliminarlo, no escucharlo o polemizar con él. Ojo, no estoy diciendo que las cosas hayan llegado, o vayan necesariamente a llegar, tan lejos. Espero lo mismo que Romero que esta vez la historia se repita en tono de farsa.
Este asunto de la lógica amigo-enemigo tiene mucho que ver con la apropiación que hace el gobierno de la lucha por la memoria y por la vigencia de los derechos (comentario marginal: lo que dice Romero sobre el nulo respeto que tenían las organizaciones de izquierda en los 70s por los derechos humanos, es absolutamente correcto. Todas ellas los consideraban, al igual que la democracia, como parte de la superestructura burguesa que sería barrida por la revolución). Cuando Alfonsín, con todas las inevitables limitaciones que se quieran señalar, llevó adelante los juicios, no hubo ni el más mínimo intento del gobierno de apropiarse de esa gesta. Me parece que la actitud del gobierno actual es muy diferente. Las Madres –organización que se ganó un justificado respeto mundial por su heroica lucha– son hoy en día casi un apéndice del partido gobernante –hecho casi patético si uno recuerda que fue un presidente de ese mismo partido, que en aquel entonces gozaba además de las simpatías de Néstor Kirchner, quien indultó a los comandantes del genocidio.
En el fondo se trata de una expresión más de uno de los temas que siempre me han alejado del peronismo: me refiero a la confusión constante que hay en este movimiento entre partido, gobierno y Estado. Otra manifestación de lo mismo es lo que pasa hoy en el canal estatal; hay programas de buena calidad, sin duda, pero los programas políticos son monótonamente oficialistas. Esto no es inevitable en modo alguno; en la RAI, por ejemplo, está lleno de programas donde le pegan a Berlusconi como en bolsa. Pero, ¿por qué irnos a Europa? En la época de Alfonsín los canales de TV eran todos estatales y en muchos programas políticos le pegaban al gobierno, en muchos casos con saña, sin que haya existido ningún intento de hacerlos callar o de censurarlos. Creo honestamente que esta diferencia en el trato a la prensa, por mal intencionada que ésta pueda ser a veces, es una verdadera divisioria de aguas entre peronistas y radicales. ¿Necesito decir para cual de los dos lados creo que debe inclinarse el pensamiento progresista?
domingo, 12 de septiembre de 2010
El Jesús de la fe
La concepción iluminista de la historia, a la que hice referencia en la entrada anterior, dominó completamente el mundo occidental durante el siglo XIX y comienzos del XX. Hubo en la primera mitad del siglo XX un pensador, el sociólogo francés Lucien Levy-Bruhl, que se propuso estudiar la manera precisa en la que se había producido el pasaje de la mentalidad primitiva a la mentalidad racional moderna. Fracasó totalmente. Finalmente tuvo que reconocer que los rasgos que el iluminismo consideraba primitivos coexisten con los modernos en los seres humanos de todas las épocas. El progreso, tal como lo concebía el iluminismo, simplemente no existe.
Es por lo tanto presuntuoso –y hasta riesgoso– dejar de lado la opinión de las generaciones anteriores, eso que suele llamarse la tradición. Y no se trata de conservadurismo; por el contrario, creo que la tradición debe ser reinterpretada según las formas de ver y sentir el mundo propias de cada tiempo. Pero que nuestra ciencia y nuestra tecnología sean superiores a las de la antigüedad o el medioevo no implica que nuestra concepción general del mundo también lo sea. Y si no me creen pregúntenle a Levy-Bruhl.
Por esta razón es que, para reflexionar acerca de quien fue Jesús realmente, prefiero partir de la tradición, de las definiciones de los concilios en definitiva, ya que fueron los concilios quienes estuvieron en las mejores condiciones para encontrar una respuesta a esa espinosa cuestión.
La respuesta que los concilios encontraron se apoya en los conceptos de naturaleza y persona. Y es que, como es natural, los obispos utilizaron los conceptos filosóficos vigentes en su tiempo. En otras palabras, hicieron exactamente lo que yo propuse más arrriba: reinterpretaron la tradición a partir de la concepción del mundo propia de su época.
En la filosofía neoplatónica en boga durante los primeros siglos de nuestra era, el concepto de naturaleza responde a la pregunta de qué es algo. El concepto de persona por su parte responde a la pregunta de quien es alguien. Está claro que, según esta filosofía, todos los seres del universo poseen una naturaleza pero no todos son personas. Sólo lo son los seres de naturaleza espiritual.
Utilizando estos conceptos, y no sin grandes discusiones, el Concilio de Calcedonia llegó finalmente en el siglo V a la siguiente definición: Jesús es una única persona, pero tiene dos naturalezas, una humana y otra divina. A la pregunta “¿quién sos?”, Jesús respondería, según el concilio, con una respuesta única; pero a la pregunta “¿qué sos?”, por el contrario, respondería dos cosas: soy plenamente hombre y soy plenamente Dios.
Esta es la posición de la ortodoxia cristiana, aceptada tanto por católicos, ortodoxos y protestantes. La pregunta que cabe hacer es, ¿nos sirve todavía?
La duda es pertinente ya que hoy en día no concebimos el mundo en los términos del siglo V. Si tenemos que responder qué es una cosa pensamos más bien en su estructura molecular. Si se trata de seres vivos pensaríamos en genotipos y fenotipos en continua evolución, no en su naturaleza inmutable. Y nuestra concepción de persona también ha cambiado. Para nosotros no tiene sentido hablar de una persona en sí misma sino sólo como parte de un contexto sociocultural y en relación con otras personas. Dicha red de relaciones forma parte de la esencia misma de lo que una persona es.
Acerca de Dios también pensamos muy diferente; baste considerar la difusión que el ateísmo tiene en nuestro mundo. En una entrada anterior intenté sin embargo mostrar que un Dios "dentro" de los seres puede resultar mucho más aceptable para la mentalidad contemporánea que el Dios “arriba” o “en los cielos” . En esta concepción, lo divino es una dimensión del ser y sólo puede encontrarse a Dios en la propia interioridad. Soy conciente de que estoy reemplazando un conjunto de metáforas por otro, pero para referirnos a la Realidad Última sólo contamos con metáforas, y tenemos que usar las que más nos sirven.
Creo que utilizando esta concepción de Dios, y la forma de pensar hoy en el universo personal, podemos dar un nuevo sentido a la respuesta ortodoxa sobre Jesús. Dejemos que sea un muy distinguido teólogo quien nos lo explique: “Sin lugar a dudas, pues, Jesús es el público abogado de la causa de Dios. Y no en el simple sentido jurídico-externo, como mero delegado, plenipotenciario o defensor de Dios. Lo es también en el sentido existencial íntimo más profundo… Ante Jesús, el hombre, sin coacción de ninguna clase, es cierto, pero de una manera directa e inexorable, se ve confrontado con la realidad última… Esa realidad última es la que mueve a Jesús en todo su vivir y en todo su obrar” (Hans Kung, El desafío cristiano).
Voy a atreverme a parafrasear este párrafo del siguiente modo: una persona es, de algún modo, su proyecto de vida. Jesús, más que ningún otro hombre antes y después que él, puso su proyecto de vida en la profundización de la dimensión divina en él; en esa realidad última que es el fundamento de todos los seres y que llamamos Dios. Por eso puede ser llamado legítimamente Hijo de Dios, a pesar de haber sido íntegralmente un hombre.
Una respuesta conjetural por cierto, y una que no todos aceptarán. Pero, ¿qué otra cosa más que conjeturas podemos hacer en este terreno? Orar, claro, con las palabras que la misma tradición nos legó: In te Domine speravi, non confundar in aeternum –en ti Señor espero, no me veré confundido para siempre.
Es por lo tanto presuntuoso –y hasta riesgoso– dejar de lado la opinión de las generaciones anteriores, eso que suele llamarse la tradición. Y no se trata de conservadurismo; por el contrario, creo que la tradición debe ser reinterpretada según las formas de ver y sentir el mundo propias de cada tiempo. Pero que nuestra ciencia y nuestra tecnología sean superiores a las de la antigüedad o el medioevo no implica que nuestra concepción general del mundo también lo sea. Y si no me creen pregúntenle a Levy-Bruhl.
Por esta razón es que, para reflexionar acerca de quien fue Jesús realmente, prefiero partir de la tradición, de las definiciones de los concilios en definitiva, ya que fueron los concilios quienes estuvieron en las mejores condiciones para encontrar una respuesta a esa espinosa cuestión.
La respuesta que los concilios encontraron se apoya en los conceptos de naturaleza y persona. Y es que, como es natural, los obispos utilizaron los conceptos filosóficos vigentes en su tiempo. En otras palabras, hicieron exactamente lo que yo propuse más arrriba: reinterpretaron la tradición a partir de la concepción del mundo propia de su época.
En la filosofía neoplatónica en boga durante los primeros siglos de nuestra era, el concepto de naturaleza responde a la pregunta de qué es algo. El concepto de persona por su parte responde a la pregunta de quien es alguien. Está claro que, según esta filosofía, todos los seres del universo poseen una naturaleza pero no todos son personas. Sólo lo son los seres de naturaleza espiritual.
Utilizando estos conceptos, y no sin grandes discusiones, el Concilio de Calcedonia llegó finalmente en el siglo V a la siguiente definición: Jesús es una única persona, pero tiene dos naturalezas, una humana y otra divina. A la pregunta “¿quién sos?”, Jesús respondería, según el concilio, con una respuesta única; pero a la pregunta “¿qué sos?”, por el contrario, respondería dos cosas: soy plenamente hombre y soy plenamente Dios.
Esta es la posición de la ortodoxia cristiana, aceptada tanto por católicos, ortodoxos y protestantes. La pregunta que cabe hacer es, ¿nos sirve todavía?
La duda es pertinente ya que hoy en día no concebimos el mundo en los términos del siglo V. Si tenemos que responder qué es una cosa pensamos más bien en su estructura molecular. Si se trata de seres vivos pensaríamos en genotipos y fenotipos en continua evolución, no en su naturaleza inmutable. Y nuestra concepción de persona también ha cambiado. Para nosotros no tiene sentido hablar de una persona en sí misma sino sólo como parte de un contexto sociocultural y en relación con otras personas. Dicha red de relaciones forma parte de la esencia misma de lo que una persona es.
Acerca de Dios también pensamos muy diferente; baste considerar la difusión que el ateísmo tiene en nuestro mundo. En una entrada anterior intenté sin embargo mostrar que un Dios "dentro" de los seres puede resultar mucho más aceptable para la mentalidad contemporánea que el Dios “arriba” o “en los cielos” . En esta concepción, lo divino es una dimensión del ser y sólo puede encontrarse a Dios en la propia interioridad. Soy conciente de que estoy reemplazando un conjunto de metáforas por otro, pero para referirnos a la Realidad Última sólo contamos con metáforas, y tenemos que usar las que más nos sirven.
Creo que utilizando esta concepción de Dios, y la forma de pensar hoy en el universo personal, podemos dar un nuevo sentido a la respuesta ortodoxa sobre Jesús. Dejemos que sea un muy distinguido teólogo quien nos lo explique: “Sin lugar a dudas, pues, Jesús es el público abogado de la causa de Dios. Y no en el simple sentido jurídico-externo, como mero delegado, plenipotenciario o defensor de Dios. Lo es también en el sentido existencial íntimo más profundo… Ante Jesús, el hombre, sin coacción de ninguna clase, es cierto, pero de una manera directa e inexorable, se ve confrontado con la realidad última… Esa realidad última es la que mueve a Jesús en todo su vivir y en todo su obrar” (Hans Kung, El desafío cristiano).
Voy a atreverme a parafrasear este párrafo del siguiente modo: una persona es, de algún modo, su proyecto de vida. Jesús, más que ningún otro hombre antes y después que él, puso su proyecto de vida en la profundización de la dimensión divina en él; en esa realidad última que es el fundamento de todos los seres y que llamamos Dios. Por eso puede ser llamado legítimamente Hijo de Dios, a pesar de haber sido íntegralmente un hombre.
Una respuesta conjetural por cierto, y una que no todos aceptarán. Pero, ¿qué otra cosa más que conjeturas podemos hacer en este terreno? Orar, claro, con las palabras que la misma tradición nos legó: In te Domine speravi, non confundar in aeternum –en ti Señor espero, no me veré confundido para siempre.
jueves, 2 de septiembre de 2010
El posmodernismo y el fin de los grandes relatos
Algún improbable lector de este blog tal vez leyó por ahí que estamos viviendo la era del posmodernismo. Quizás hasta haya escuchado decir que el posmodernismo implica el fin de los grandes relatos. ¿Qué significa esto?
Empecemos considerando los diversos sistemas de pensamiento que a lo largo del tiempo pretendieron brindar una visión totalizadora –y supuestamente verdadera– de la historia humana. El cristianismo, por ejemplo, fue un sistema de este tipo. La historia para el cristianismo responde al esquema: creación – caída – antigua alianza – venida de Cristo y nueva alianza – segunda venida de Cristo y Apocalipsis. A grandes rasgos esa fue la cosmovisión dominante en Europa durante siglos.
A partir del Renacimiento empieza a tomar auge otra concepción diferente de la historia: el Iluminismo. En la visión iluminista la humanidad ha pasado por una etapa mágica, luego por otra metafísico/religiosa y finalmente llegará a la adultez en la etapa científica, en la que la razón le permitirá resolver todos los problemas. El Iluminismo fue la filosofía detrás de las revoluciones democráticas como la francesa o la estadounidense. Nuestros hombres de mayo también estuvieron muy influídos por él.
El marxismo, último gran sistema totalizador, no fue del todo hostil al Iluminismo, pero le agregó la idea de la lucha de clases: cada etapa de la historia está determinada por la formas que asume la explotación del hombre por el hombre. Al final del proceso histórico aguarda el socialismo, en el que todas las desigualdades quedarán abolidas.
A estos sistemas, que tratan de explicar la historia a partir de los postulados de un sistema, se los llama grandes relatos. Y es que todos ellos están estructurados como narraciones: tienen un comienzo, un desarrollo y un final. Para todos ellos la historia humana marcha en determinada dirección, tiene en definitiva un sentido.
Pero los siglos pasaron y la segunda venida de Cristo no se produjo. El siglo XX vio el surgimiento de los irracionalismos más diversos en la filosofía, el arte y la política. Y el socialismo, lejos de liberar a los hombres de sus cadenas, desembocó en el estalinismo, en un imperialismo desembozado y finalmente en un estrepitoso derrumbe.
El desencanto entonces hace que los grandes relatos caigan en el descrédito. A partir de la segunda mitad del siglo XX muchos pensadores empezaron a abandonarlos y a concebir la historia como algo esencialmente imprevisible, que se ramifica por caminos azarosos y sin finalidad. Una muestra de esta forma típicamente posmoderna de pensar la dio recientemente la filósofa húngara Agnes Heller, antiguamente defensora del marxismo, que en un reportaje publicado por Ñ dijo: “Hay muchos hechos contingentes que definen el futuro. Diez días antes de la Segunda Guerra Mundial nadie pensaba que iba a haber una guerra mundial. Un año antes del colapso de la Unión Soviética nadie pensaba que iba a pasar. Fueron cosas imprevisibles”.
A algunos todo esto le desagrada y hasta lo consideran una suerte de catástrofe del pensamiento. Yo no. El fin de los grandes relatos abolió sin duda la Historia con mayúsculas. Pero nada nos impide intentar comprender la historia, la verdadera, la muchas veces tortuosa pero siempre apasionante historia humana. Ni intervenir en la parte de ella que nos toca. Es más: al no tener ningún gran relato que nos apoye con su autoridad deberemos basarnos inevitablemente en conjeturas, que competirán con las conjeturas, los ideales y los intereses de otros grupos. Y todos tendrán el mismo status y el mismo derecho a confrontar. Me parece que esto no está muy lejos del ideal democrático. El fin de los grandes relatos corresponde en el terreno de las ideas al giro democrático en el terreno político.
El posmodernismo tiene otros aspectos que me parecen más controvertibles de los que no me he ocupado aquí. Pero el fin de los grandes relatos es uno de los más característicos y también uno de los que mayor influencia ha tenido entre los intelectuales. “No pienso en términos de la historia con mayúsculas” dice Agnes Heller en el reportaje citado. “No creo que haya una tendencia de progreso o de regresión en la historia. No estamos ni mejor ni peor que nuestros antepasados sino en un lugar diferente. Lo más interesante está en entender la especificidad y la particularidad de nuestra edad o época. Y sólo lo podemos hacer para mejorar la vida humana en el tiempo presente”.
Empecemos considerando los diversos sistemas de pensamiento que a lo largo del tiempo pretendieron brindar una visión totalizadora –y supuestamente verdadera– de la historia humana. El cristianismo, por ejemplo, fue un sistema de este tipo. La historia para el cristianismo responde al esquema: creación – caída – antigua alianza – venida de Cristo y nueva alianza – segunda venida de Cristo y Apocalipsis. A grandes rasgos esa fue la cosmovisión dominante en Europa durante siglos.
A partir del Renacimiento empieza a tomar auge otra concepción diferente de la historia: el Iluminismo. En la visión iluminista la humanidad ha pasado por una etapa mágica, luego por otra metafísico/religiosa y finalmente llegará a la adultez en la etapa científica, en la que la razón le permitirá resolver todos los problemas. El Iluminismo fue la filosofía detrás de las revoluciones democráticas como la francesa o la estadounidense. Nuestros hombres de mayo también estuvieron muy influídos por él.
El marxismo, último gran sistema totalizador, no fue del todo hostil al Iluminismo, pero le agregó la idea de la lucha de clases: cada etapa de la historia está determinada por la formas que asume la explotación del hombre por el hombre. Al final del proceso histórico aguarda el socialismo, en el que todas las desigualdades quedarán abolidas.
A estos sistemas, que tratan de explicar la historia a partir de los postulados de un sistema, se los llama grandes relatos. Y es que todos ellos están estructurados como narraciones: tienen un comienzo, un desarrollo y un final. Para todos ellos la historia humana marcha en determinada dirección, tiene en definitiva un sentido.
Pero los siglos pasaron y la segunda venida de Cristo no se produjo. El siglo XX vio el surgimiento de los irracionalismos más diversos en la filosofía, el arte y la política. Y el socialismo, lejos de liberar a los hombres de sus cadenas, desembocó en el estalinismo, en un imperialismo desembozado y finalmente en un estrepitoso derrumbe.
El desencanto entonces hace que los grandes relatos caigan en el descrédito. A partir de la segunda mitad del siglo XX muchos pensadores empezaron a abandonarlos y a concebir la historia como algo esencialmente imprevisible, que se ramifica por caminos azarosos y sin finalidad. Una muestra de esta forma típicamente posmoderna de pensar la dio recientemente la filósofa húngara Agnes Heller, antiguamente defensora del marxismo, que en un reportaje publicado por Ñ dijo: “Hay muchos hechos contingentes que definen el futuro. Diez días antes de la Segunda Guerra Mundial nadie pensaba que iba a haber una guerra mundial. Un año antes del colapso de la Unión Soviética nadie pensaba que iba a pasar. Fueron cosas imprevisibles”.
A algunos todo esto le desagrada y hasta lo consideran una suerte de catástrofe del pensamiento. Yo no. El fin de los grandes relatos abolió sin duda la Historia con mayúsculas. Pero nada nos impide intentar comprender la historia, la verdadera, la muchas veces tortuosa pero siempre apasionante historia humana. Ni intervenir en la parte de ella que nos toca. Es más: al no tener ningún gran relato que nos apoye con su autoridad deberemos basarnos inevitablemente en conjeturas, que competirán con las conjeturas, los ideales y los intereses de otros grupos. Y todos tendrán el mismo status y el mismo derecho a confrontar. Me parece que esto no está muy lejos del ideal democrático. El fin de los grandes relatos corresponde en el terreno de las ideas al giro democrático en el terreno político.
El posmodernismo tiene otros aspectos que me parecen más controvertibles de los que no me he ocupado aquí. Pero el fin de los grandes relatos es uno de los más característicos y también uno de los que mayor influencia ha tenido entre los intelectuales. “No pienso en términos de la historia con mayúsculas” dice Agnes Heller en el reportaje citado. “No creo que haya una tendencia de progreso o de regresión en la historia. No estamos ni mejor ni peor que nuestros antepasados sino en un lugar diferente. Lo más interesante está en entender la especificidad y la particularidad de nuestra edad o época. Y sólo lo podemos hacer para mejorar la vida humana en el tiempo presente”.
domingo, 29 de agosto de 2010
Sobre el Jesús histórico
Me cuesta imaginar a alguien, creyente o no creyente, que no se haya preguntado alguna vez acerca del hombre Jesús de Nazaret. ¿Qué sabemos realmente acerca de ese hombre, del Jesús histórico?
Poco, muy poco. Como todos saben, la vida de Jesús es narrada en cuatro evangelios. Como tal vez no todos sepan, además de esos cuatro evangelios canónicos existe un gran número de evangelios apócrifos. Los evangelios canónicos son más creíbles. Son bastante más antiguos -más cercanos por lo tanto al Jesús histórico- y menos contaminados de doctrinas esotéricas posteriores. La Iglesia hizo un buen trabajo de selección al incluír en el canon bíblico sólo a los cuatro evangelios que todos conocemos.
Los evangelios sin embargo, no son (no pretenden ser) libros históricos. O sea, no se refieren al Jesús histórico sino a lo que los estudiosos llaman el Jesús pospascual, un Jesús reinterpretado por sus discípulos a partir de los acontecimientos de su crucifixión, su muerte y su supuesta resurrección. Son obras doctrinarias, cuyo objeto es llamar a la conversión, no presentar una historia fidedigna de la vida de Jesús.
Fuentes independientes casi no existen. La más importante es el historiador judío del siglo I Flavio Josefo, quien en su libro Antigüedades judías menciona en un par de ocasiones a Jesús. Las obras de Flavio Josefo sufrieron interpolaciones posteriores por parte de escritores cristianos y muchos especialistas dudan de la autenticidad de los párrafos en cuestión. Sea como sea, lo que dicen sobre Jesús es muy poco. Otras fuentes posteriores, como los historiadores romanos Tácito o Suetonio, se refieren más a los grupos cristianos del siglo II que al propio Jesús, al que sólo nombran indirectamente.
Hay entonces quien ha considerado a Jesús como una figura mítica y se trata de una postura posible. A mi sin embargo me cuesta creer que Jesús no haya existido realmente. Los estudiosos del Nuevo Testamento coinciden en que los primeros escritos cristianos (se trata de cartas del apóstol Pablo) son de alrededor del año 50, cuando a lo sumo habían pasado veinte años de la crucifixión. Los primeros evangelios son de alrededor del 70 y parece claro que se basan en fuentes anteriores. Me parece poco creible que que en tan poco tiempo se haya creado un mito con tanto arraigo.
De todos modos, aun aceptando que el Jesús histórico sea una figura real y no mítica, es muy difícil llegar a él. Muchos estudiosos que aceptaron la existencia real de Jesús, se limitaron a aportar datos históricos, arqueológicos, geográficos, etc de índole complementaria. Y a lo sumo intentaron también compaginar y ordenar las historias de los evangelios. Tales fueron los casos, entre muchísimos otros, del sacerdote italiano Giuseppe Ricciotti y del agnóstico francés Ernest Renan. Más recientemente , bajo la influencia del protestante alemán Rudolf Bultmann, muchos estudiosos han sostenido que el Jesús histórico estará para siempre fuera de nuestro alcance. Si uno quita de los evangelios las historias legendarias y milagrosa, y todo lo que es interpretación pospascual, no queda nada, o prácticamente nada.
Es inevitable referirse aquí a algunos intentos recientes de reconstrucción radical de la vida de Jesús que se han hecho muy populares a partir del éxito descomunal del libro El código Da Vinci de Dan Brown, pero que tuvieron una expresión más académica en la obra de la teóloga australiana Barbara Thiering. Ésta sostuvo que en los rollos del Mar Muerto descubiertos en 1947 hay oculta una historia desconocida de Jesús. En su libro Jesus, the man, Thiering afirma que los evangelios fueron escritos en dos niveles diferentes: uno, superficial, accesible a todos, otro, profundo, sólo para los iniciados; únicamente mediante la técnica de interpretación llamada pesher en hebreo es posible desentrañar el sentido oculto. Así Thiering construye una historia de Jesús expurgada de todo elemento sobrenatural, en la que no faltan el casamiento con María Magdalena –y el divorcio posterior- con los correspondientes hijos de Jesús. Según Thiering, Jesús no murió en la cruz sino que fue bajado vivo y reanimado por terapeutas egipcios. Su vida continuó, viajó por el Mediterráneo, tuvo un encuentro real y no místico con Pablo, al que ganó para su causa, y llegó hasta Roma, donde convenció a Pedro de que debía aceptar el martirio (la famosa leyenda del “Quo Vadis” que para Thiering sería un hecho histórico).
La versión de Thiering tiene un atractivo similar al de las teorías conspirativas, pero no se sostiene. La mayor parte de los expertos coincide en que los rollos del Mar Muerto son, como mínimo, un siglo anteriores a la época de Jesús. La técnica pesher es una técnica de interpretación y no de escritura de textos. Además no hay en los rollos del Mar Muerto (ni en ninguna otra fuente) indicio alguno del casamiento de Jesús con María Magdalena ni, menos aun, de que Jesús haya tenido descendientes. Thiering llenó demasiados huecos con la pura imaginación.
Lo único que puede decirse a favor de Thiering es que percibió con claridad la importancia que los rollos del Mar Muerto tienen para entender al Jesús histórico y al cristianismo primitivo. A partir de la segunda mitad del siglo XX hubo un gran número de descubrimientos arqueológicos que aportaron nuevos datos sobre el mundo judío del siglo I. Es así como en 1985, un conjunto de expertos forma el grupo de estudios conocido como Jesus Seminar, cuyo objetivo es renovar los estudios sobre el Jesús histórico en base a la nueva información. El más conocido de los miembros de este grupo es el biblista irlandés John Dominic Crossan, quien en varios libros, y utilizando una impresionante multitud de fuentes, expuso su particular visión del tema. Según Crossan, Jesús fue “un campesino revolucionario, un tipo de cínico judío. Su invocación del Reino de Dios no es un suceso apocalíptico en el futuro inminente sino un modo de vida en el presente, un programa social que ataca el sistema de patrocinio, de honor y deshonra que eran la base de la sociedad mediterránea. Tanto las curaciones y los exorcismos como los banquetes con personas marginadas eran demostraciones de cómo se ve el Reino de Dios al nivel de la realidad política. Al fin y al cabo, Jesús proclama el Reino de unos don nadie” (J.D.Crossan, Jesús, vida de un campesino judío).
Crossan es un investigador mucho más serio que Thiering, sin duda, pero no todos aceptan sus conclusiones. La pregunta sigue por lo tanto en pie. Se trata en definitiva de la misma pregunta que el propio Jesús formuló hace más de dos mil años: “¿Quién dicen ustedes que soy yo?” (Marcos 8:23). Este humilde alpedornauta confiesa no tener la respuesta. Cada lector deberá por lo tanto encontrar la suya.
Poco, muy poco. Como todos saben, la vida de Jesús es narrada en cuatro evangelios. Como tal vez no todos sepan, además de esos cuatro evangelios canónicos existe un gran número de evangelios apócrifos. Los evangelios canónicos son más creíbles. Son bastante más antiguos -más cercanos por lo tanto al Jesús histórico- y menos contaminados de doctrinas esotéricas posteriores. La Iglesia hizo un buen trabajo de selección al incluír en el canon bíblico sólo a los cuatro evangelios que todos conocemos.
Los evangelios sin embargo, no son (no pretenden ser) libros históricos. O sea, no se refieren al Jesús histórico sino a lo que los estudiosos llaman el Jesús pospascual, un Jesús reinterpretado por sus discípulos a partir de los acontecimientos de su crucifixión, su muerte y su supuesta resurrección. Son obras doctrinarias, cuyo objeto es llamar a la conversión, no presentar una historia fidedigna de la vida de Jesús.
Fuentes independientes casi no existen. La más importante es el historiador judío del siglo I Flavio Josefo, quien en su libro Antigüedades judías menciona en un par de ocasiones a Jesús. Las obras de Flavio Josefo sufrieron interpolaciones posteriores por parte de escritores cristianos y muchos especialistas dudan de la autenticidad de los párrafos en cuestión. Sea como sea, lo que dicen sobre Jesús es muy poco. Otras fuentes posteriores, como los historiadores romanos Tácito o Suetonio, se refieren más a los grupos cristianos del siglo II que al propio Jesús, al que sólo nombran indirectamente.
Hay entonces quien ha considerado a Jesús como una figura mítica y se trata de una postura posible. A mi sin embargo me cuesta creer que Jesús no haya existido realmente. Los estudiosos del Nuevo Testamento coinciden en que los primeros escritos cristianos (se trata de cartas del apóstol Pablo) son de alrededor del año 50, cuando a lo sumo habían pasado veinte años de la crucifixión. Los primeros evangelios son de alrededor del 70 y parece claro que se basan en fuentes anteriores. Me parece poco creible que que en tan poco tiempo se haya creado un mito con tanto arraigo.
De todos modos, aun aceptando que el Jesús histórico sea una figura real y no mítica, es muy difícil llegar a él. Muchos estudiosos que aceptaron la existencia real de Jesús, se limitaron a aportar datos históricos, arqueológicos, geográficos, etc de índole complementaria. Y a lo sumo intentaron también compaginar y ordenar las historias de los evangelios. Tales fueron los casos, entre muchísimos otros, del sacerdote italiano Giuseppe Ricciotti y del agnóstico francés Ernest Renan. Más recientemente , bajo la influencia del protestante alemán Rudolf Bultmann, muchos estudiosos han sostenido que el Jesús histórico estará para siempre fuera de nuestro alcance. Si uno quita de los evangelios las historias legendarias y milagrosa, y todo lo que es interpretación pospascual, no queda nada, o prácticamente nada.
Es inevitable referirse aquí a algunos intentos recientes de reconstrucción radical de la vida de Jesús que se han hecho muy populares a partir del éxito descomunal del libro El código Da Vinci de Dan Brown, pero que tuvieron una expresión más académica en la obra de la teóloga australiana Barbara Thiering. Ésta sostuvo que en los rollos del Mar Muerto descubiertos en 1947 hay oculta una historia desconocida de Jesús. En su libro Jesus, the man, Thiering afirma que los evangelios fueron escritos en dos niveles diferentes: uno, superficial, accesible a todos, otro, profundo, sólo para los iniciados; únicamente mediante la técnica de interpretación llamada pesher en hebreo es posible desentrañar el sentido oculto. Así Thiering construye una historia de Jesús expurgada de todo elemento sobrenatural, en la que no faltan el casamiento con María Magdalena –y el divorcio posterior- con los correspondientes hijos de Jesús. Según Thiering, Jesús no murió en la cruz sino que fue bajado vivo y reanimado por terapeutas egipcios. Su vida continuó, viajó por el Mediterráneo, tuvo un encuentro real y no místico con Pablo, al que ganó para su causa, y llegó hasta Roma, donde convenció a Pedro de que debía aceptar el martirio (la famosa leyenda del “Quo Vadis” que para Thiering sería un hecho histórico).
La versión de Thiering tiene un atractivo similar al de las teorías conspirativas, pero no se sostiene. La mayor parte de los expertos coincide en que los rollos del Mar Muerto son, como mínimo, un siglo anteriores a la época de Jesús. La técnica pesher es una técnica de interpretación y no de escritura de textos. Además no hay en los rollos del Mar Muerto (ni en ninguna otra fuente) indicio alguno del casamiento de Jesús con María Magdalena ni, menos aun, de que Jesús haya tenido descendientes. Thiering llenó demasiados huecos con la pura imaginación.
Lo único que puede decirse a favor de Thiering es que percibió con claridad la importancia que los rollos del Mar Muerto tienen para entender al Jesús histórico y al cristianismo primitivo. A partir de la segunda mitad del siglo XX hubo un gran número de descubrimientos arqueológicos que aportaron nuevos datos sobre el mundo judío del siglo I. Es así como en 1985, un conjunto de expertos forma el grupo de estudios conocido como Jesus Seminar, cuyo objetivo es renovar los estudios sobre el Jesús histórico en base a la nueva información. El más conocido de los miembros de este grupo es el biblista irlandés John Dominic Crossan, quien en varios libros, y utilizando una impresionante multitud de fuentes, expuso su particular visión del tema. Según Crossan, Jesús fue “un campesino revolucionario, un tipo de cínico judío. Su invocación del Reino de Dios no es un suceso apocalíptico en el futuro inminente sino un modo de vida en el presente, un programa social que ataca el sistema de patrocinio, de honor y deshonra que eran la base de la sociedad mediterránea. Tanto las curaciones y los exorcismos como los banquetes con personas marginadas eran demostraciones de cómo se ve el Reino de Dios al nivel de la realidad política. Al fin y al cabo, Jesús proclama el Reino de unos don nadie” (J.D.Crossan, Jesús, vida de un campesino judío).
Crossan es un investigador mucho más serio que Thiering, sin duda, pero no todos aceptan sus conclusiones. La pregunta sigue por lo tanto en pie. Se trata en definitiva de la misma pregunta que el propio Jesús formuló hace más de dos mil años: “¿Quién dicen ustedes que soy yo?” (Marcos 8:23). Este humilde alpedornauta confiesa no tener la respuesta. Cada lector deberá por lo tanto encontrar la suya.
jueves, 19 de agosto de 2010
Sobre Dios (¿que menos?)
El filósofo griego Epicuro en el siglo III AC formuló una objeción contra Dios que todavía hoy sigue teniendo un peso tremendo. Dice así: “¿Dios está dispuesto a prevenir la maldad pero no puede? Entonces no es omnipotente. ¿No está dispuesto a prevenir la maldad, aunque podría hacerlo? Entonces es perverso. ¿Está dispuesto a prevenirla y además puede hacerlo? Si es así, ¿por qué hay maldad en el mundo? ¿No será que no está dispuesto a prevenirla ni tampoco puede hacerlo? Entonces, ¿para qué lo llamamos Dios?”. El argumento de Epicuro en rigor no demuestra que Dios no exista, pero sí que se trata de un Dios inoperante (y en tal caso de poco nos sirve), o (lo que es mucho peor aun) que es un Dios malvado.
La mejor respuesta a este argumento aparentemente irrefutable la dio el filósofo alemán Gottfried Leibniz. En ella Leibniz utiliza el interesante concepto de mundo posible. Un mundo posible es un universo que podría haber existido porque no viola las leyes de la lógica. Dios, en la visión de Leibniz, eligió de entre todos los mundos posibles darle la existencia a éste en el que nosotros habitamos, porque es el que tiene el mejor balance entre el bien y el mal que contiene. Es el mejor de los mundos posibles.
Es fácil ridiculizar a Leibniz, y de hecho es lo que hizo el escritor francés Voltaire en su divertida novela Candide. Y es que la idea de que este mundo, con su cúmulo de atrocidades cotidianas, pueda ser el mejor mundo posible es una píldora difícil de tragar. Sin embargo creo que la postura de Leibniz puede ser defendida. Reformulémosla de este modo: tal vez sea imposible que el agua posea las propiedades que tiene para la salud y la vida sin que a la vez tenga el potencial de ahogarnos. Del mismo modo, quizás sea imposible crear seres libres, capaces de conocer y de amar, sin que esos mismos seres tengan también la posibilidad de hacer el mal. No se puede tener todo.
Leibniz salva entonces la posibilidad de que Dios sea bueno y omnipotente con el sencillo expediente de someterlo a la lógica. Ni siquiera Dios puede crear un universo ilógico. Un universo en el que los círculos sean cuadrados no sería un mundo posible porque no es lógico. Tampoco lo sería un universo que sólo contenga cosas buenas.
Ahora bien, Leibniz no demuestra que ese Dios bueno y omnipotente exista. Sólo provee un argumento para mostrar que, contrariamente a lo que Epicuro había afirmado, podría existir. Yo no creo realmente que pueda demostrarse la existencia o la inexistencia de Dios. Ya en el siglo XVIII el filósofo alemán Immanuel Kant demolió todas las supuestas demostraciones, en mi opinión en forma irrebatible. No voy a meterme en esas honduras de todos modos; me voy a limitar al sentido común. Si uno considera que los filósofos han propuesto por años pruebas de la existencia de Dios y sin embargo muchas personas reconocidamente inteligentes han sido y son ateas, eso solo basta para saber que dichas pruebas no fueron concluyentes.
Creer o no creer en Dios es entonces algo que pasa por otro lado, no por la razón. Pasa por lo existencial, las vivencias, los sentimientos. La fe en suma. Y la fe se tiene o no se tiene. Después de todo las religiones tradicionalmente la han considerado como un don, una gracia.
Se puede ser ateo. No hay nada ilógico en serlo y no creo que haya manera de demostrarle a un ateo que Dios existe, del mismo modo que no es posible demostrarle a alguien sin sensibilidad musical que la música de Bach es bella. Pero tampoco hay nada ilógico en ser creyente. El argumento de Leibniz muestra, como vimos, que Dios, con sus atributos tradicionales de omnipotencia y bondad podría existir. Ahora bien, si Dios existe, ¿cómo es?
Digamos ante todo que si Dios existiese su ser tendría que ser más incompresible para nosotros que nuestro ser para una hormiga. Teniendo eso en cuenta hay algunas cosas que podemos plantearnos de todas maneras. Por ejemplo, ¿es Dios un ente separado, independiente del resto de las cosas del universo? ¿O es más bien algo que existe de algún modo en las propias cosas (mejor aun, las cosas existen en Él)?
A la primera de esas dos posturas se la suele llamar teísmo y ha sido la creencia tradicional de las grandes religiones en occidente. La segunda se llama panteísmo y ha sido típica de religiones orientales como el hinduísmo y el taoísmo, de muchos místicos tanto orientales como occidentales, y de algunos movimientos New Age (dejo de lado el panenteísmo al que muchos ven como una tercera alternativa porque la considero un tecnicismo de teólogos, sin mayor interés para nuestra discusión).
El problema del teísmo es que corre el riesgo de poner a Dios al mismo nivel que el resto de las cosas. Teólogos sutiles como Tomás de Aquino se esforzaron por sortear dicho riesgo, pero al menos a mi no me terminan de convencer. No puedo digerir la idea de un Dios que sea un ente más, por supremo que sea.
El panteísmo por su parte pareciera que, al poner a Dios “dentro” de los entes, termina diluyéndolo tanto que el resultado final es casi idéntico al ateísmo. El científico inglés Richard Dawkins en The god delusion, libro en el que defiende un ateísmo muy radical, lo dice ingeniosamente: “El panteísmo es un ateísmo sexy”.
Creo sin embargo que no es así. El filósofo Baruch Spinoza, uno de los más célebres defensores del panteísmo, afirmaba que Dios o la Naturaleza (que para él eran la misma cosa) tienen infinitos atributos, de los cuales nosotros conocemos tan sólo dos: el pensamiento y la extensión. O, dicho con otras palabras, lo mental y lo material. Los entes individuales son manifestaciones de Dios pero éste las trasciende infinitamente.
Una última cuestión: ¿puede el Dios del panteísmo satisfacer la necesidad espiritual de una persona de fe? ¿Podemos por ejemplo dirigirle nuestras oraciones? Indudablemente se trata de un Dios del que no se pueden esperar milagros. No es un Dios que domina las leyes de la naturaleza; se estaría más cerca de la verdad diciendo que las leyes de la naturaleza son parte de lo que Él es. Pero me parece que es un Dios al que se le puede orar a pesar de todo, sólo que entendiendo que las peticiones en este caso sólo serían útiles para preparar al espíritu para formas más perfectas de oración como la contemplación y la oración unitiva. No me parece que esto sea una limitación. De hecho si no me equivoco, con el Dios del teísmo pasa exactamente lo mismo.
La mejor respuesta a este argumento aparentemente irrefutable la dio el filósofo alemán Gottfried Leibniz. En ella Leibniz utiliza el interesante concepto de mundo posible. Un mundo posible es un universo que podría haber existido porque no viola las leyes de la lógica. Dios, en la visión de Leibniz, eligió de entre todos los mundos posibles darle la existencia a éste en el que nosotros habitamos, porque es el que tiene el mejor balance entre el bien y el mal que contiene. Es el mejor de los mundos posibles.
Es fácil ridiculizar a Leibniz, y de hecho es lo que hizo el escritor francés Voltaire en su divertida novela Candide. Y es que la idea de que este mundo, con su cúmulo de atrocidades cotidianas, pueda ser el mejor mundo posible es una píldora difícil de tragar. Sin embargo creo que la postura de Leibniz puede ser defendida. Reformulémosla de este modo: tal vez sea imposible que el agua posea las propiedades que tiene para la salud y la vida sin que a la vez tenga el potencial de ahogarnos. Del mismo modo, quizás sea imposible crear seres libres, capaces de conocer y de amar, sin que esos mismos seres tengan también la posibilidad de hacer el mal. No se puede tener todo.
Leibniz salva entonces la posibilidad de que Dios sea bueno y omnipotente con el sencillo expediente de someterlo a la lógica. Ni siquiera Dios puede crear un universo ilógico. Un universo en el que los círculos sean cuadrados no sería un mundo posible porque no es lógico. Tampoco lo sería un universo que sólo contenga cosas buenas.
Ahora bien, Leibniz no demuestra que ese Dios bueno y omnipotente exista. Sólo provee un argumento para mostrar que, contrariamente a lo que Epicuro había afirmado, podría existir. Yo no creo realmente que pueda demostrarse la existencia o la inexistencia de Dios. Ya en el siglo XVIII el filósofo alemán Immanuel Kant demolió todas las supuestas demostraciones, en mi opinión en forma irrebatible. No voy a meterme en esas honduras de todos modos; me voy a limitar al sentido común. Si uno considera que los filósofos han propuesto por años pruebas de la existencia de Dios y sin embargo muchas personas reconocidamente inteligentes han sido y son ateas, eso solo basta para saber que dichas pruebas no fueron concluyentes.
Creer o no creer en Dios es entonces algo que pasa por otro lado, no por la razón. Pasa por lo existencial, las vivencias, los sentimientos. La fe en suma. Y la fe se tiene o no se tiene. Después de todo las religiones tradicionalmente la han considerado como un don, una gracia.
Se puede ser ateo. No hay nada ilógico en serlo y no creo que haya manera de demostrarle a un ateo que Dios existe, del mismo modo que no es posible demostrarle a alguien sin sensibilidad musical que la música de Bach es bella. Pero tampoco hay nada ilógico en ser creyente. El argumento de Leibniz muestra, como vimos, que Dios, con sus atributos tradicionales de omnipotencia y bondad podría existir. Ahora bien, si Dios existe, ¿cómo es?
Digamos ante todo que si Dios existiese su ser tendría que ser más incompresible para nosotros que nuestro ser para una hormiga. Teniendo eso en cuenta hay algunas cosas que podemos plantearnos de todas maneras. Por ejemplo, ¿es Dios un ente separado, independiente del resto de las cosas del universo? ¿O es más bien algo que existe de algún modo en las propias cosas (mejor aun, las cosas existen en Él)?
A la primera de esas dos posturas se la suele llamar teísmo y ha sido la creencia tradicional de las grandes religiones en occidente. La segunda se llama panteísmo y ha sido típica de religiones orientales como el hinduísmo y el taoísmo, de muchos místicos tanto orientales como occidentales, y de algunos movimientos New Age (dejo de lado el panenteísmo al que muchos ven como una tercera alternativa porque la considero un tecnicismo de teólogos, sin mayor interés para nuestra discusión).
El problema del teísmo es que corre el riesgo de poner a Dios al mismo nivel que el resto de las cosas. Teólogos sutiles como Tomás de Aquino se esforzaron por sortear dicho riesgo, pero al menos a mi no me terminan de convencer. No puedo digerir la idea de un Dios que sea un ente más, por supremo que sea.
El panteísmo por su parte pareciera que, al poner a Dios “dentro” de los entes, termina diluyéndolo tanto que el resultado final es casi idéntico al ateísmo. El científico inglés Richard Dawkins en The god delusion, libro en el que defiende un ateísmo muy radical, lo dice ingeniosamente: “El panteísmo es un ateísmo sexy”.
Creo sin embargo que no es así. El filósofo Baruch Spinoza, uno de los más célebres defensores del panteísmo, afirmaba que Dios o la Naturaleza (que para él eran la misma cosa) tienen infinitos atributos, de los cuales nosotros conocemos tan sólo dos: el pensamiento y la extensión. O, dicho con otras palabras, lo mental y lo material. Los entes individuales son manifestaciones de Dios pero éste las trasciende infinitamente.
Una última cuestión: ¿puede el Dios del panteísmo satisfacer la necesidad espiritual de una persona de fe? ¿Podemos por ejemplo dirigirle nuestras oraciones? Indudablemente se trata de un Dios del que no se pueden esperar milagros. No es un Dios que domina las leyes de la naturaleza; se estaría más cerca de la verdad diciendo que las leyes de la naturaleza son parte de lo que Él es. Pero me parece que es un Dios al que se le puede orar a pesar de todo, sólo que entendiendo que las peticiones en este caso sólo serían útiles para preparar al espíritu para formas más perfectas de oración como la contemplación y la oración unitiva. No me parece que esto sea una limitación. De hecho si no me equivoco, con el Dios del teísmo pasa exactamente lo mismo.
lunes, 16 de agosto de 2010
Sobre Onetti
Hacía tiempo que me debía una lectura a fondo de la obra de Juan Carlos Onetti (1909 – 1994). Este escritor rioplatense, nacido en Montevideo pero que vivió muchos años en Buenos Aires, es como Horacio Quiroga y Florencio Sánchez uno de los tantos uruguayos esenciales para la literatura argentina. Y no sólo la argentina; puede ser que Onetti no sea tan famoso como Vargas Llosa, como García Márquez, como Cortázar, pero es tan grande como cualquiera de ellos. Analizar su obra es una tarea que me queda demasiado grande; voy a detenerme sólo en unos pocos aspectos.
Buena parte de la obra de Onetti puede ser leída como una extensa reflexión sobre la ficción. No casualmente el libro de Vargas Llosa sobre Onetti se llama El viaje a la ficción. En una de sus novelas fundamentales, La vida breve, su personaje principal, José María Brausen, pierde a la vez su trabajo y a su mujer. Huye entonces de la realidad viviendo una triple ficción: (a) alquila una oficina en la que instala la Brausen Publicidad, donde su única actividad real es ir retirando de la caja fuerte el dinero de su indemnización, cambiándolo por tuercas y bulones que recoge por las calles; (b) se presenta como Arce a su vecina, la prostituta Queca, y vive la fantasía de convertirse en su macró (o cafishio, como prefieran decirlo); (c) empieza a escribir un guion cinematográfico ambientado en una ciudad ficcional llamada Santa María, ciudad que va a tener una larga carrera dentro de la obra de Onetti. Esta historia es una verdadera novela dentro de la novela.
Hay en La vida breve varias cosas características de la forma en que Onetti concibe la relación entre ficción y realidad. El hombre que le alquila la oficina a Brausen se llama Onetti. Cuando hacia el final de la novela su historia con Queca y con el verdadero macró de ésta se complica con un crimen, Brausen huye a Santa María. Hay por lo tanto un continuo entre los diferentes planos de realidad/ficción.
A partir de La vida breve, las novelas y cuentos de Onetti transcurrirán en Santa María, ciudad a la que no le faltará el monumento a su fundador, Brausen. El ciclo de Santa María incluye novelas como Juntacadáveres, Para una tumba sin nombre y El astillero, y cuentos como El album, La casa en la arena, Jacob y el otro, El infierno tan temido, y muchos otros. Hay permanentes referencias cruzadas entre ellos. Por ejemplo, La casa en la arena, uno de los más celebrados cuentos de Onetti, es prácticamente un capítulo de La vida breve que adquirió vida propia. La misma relación existe entre El album y Juntacadáveres. Esta parte de la obra de Onetti, que es la más extensa y madura, requiere entonces una lectura completa para captar todo su sentido.
El tema del macró o cafishio es muy frecuente en Onetti. Ya lo vimos en La vida breve. Juntacadáveres es esencialmente la historia de un macró, Larsen, que va a intentar sin éxito llevar a cabo en Santa María la ambición de su vida: instalar un prostíbulo perfecto. El propio Onetti en un reportaje, comparó este intento de Larsen con el del literato que quiere crear la novela perfecta y total. En Para una tumba sin nombre, uno de los personajes de la novela anterior, el joven estudiante Jorge Malabia, vive por un año la fantasía de convertirse también en cafishio. El lector podría llegar a pensar leyendo Juntacadáveres que se trata sólo de una literatura de la sordidez; cuando lee Para una tumba sin nombre, se da cuenta de que sumergirse en esa sordidez es una condición para el conocimiento y, por paradójico que pueda sonar, también para la purificación.
El astillero, considerada por muchos como la mejor novela de Onetti, deja esto completamente claro. En ella, Larsen, que había sido expulsado de Santa María por orden del gobernador, retorna cinco años más tarde, ya no como cafishio (aunque no faltan las relaciones ambiguas con un par de mujeres) sino para hacerse cargo de la gerencia general de un astillero en ruinas. La empresa está claramente destinada al fracaso pero el antiguo macró, que adquiere en esta novela una verdadera estatura heroica, persiste en su lucha hasta el final. De esta novela se han hecho interpretaciones de todo tipo, incluso hasta teológicas. Mi modesta opinión es que el Larsen de El astillero es un arquetipo universal, prácticamente idéntico al héroe absurdo de Camus, aplicable por lo tanto a una infinidad de situaciones existenciales concretas.
La ambigüedad es otro de los elementos que caracteriza a muchas de las ficciones de Onetti. En la novela breve Los adioses, indudablemente una de sus obras maestras, un hombre enfermo de tuberculosis llega a un pueblo de Córdoba. Dos mujeres diferentes, una acompañada por un chico, la otra mucho más joven que la anterior, vienen a visitarlo. La historia está contada por el puestero del almacén que está a la entrada del pueblo, y que sólo ve al hombre de tanto en tanto. La historia vista por él desde lejos parece tener algo de escandaloso. Al final resulta que la mujer joven es la hija del enfermo. El lector nunca sabrá exactamente lo que pasó, ni cuales eran realmente las relaciones entre el hombre y las dos mujeres. Queda flotando una sospecha de incesto. Creo que la genialidad de Onetti reside aquí en que él nunca lo dice y, por lo tanto, la sospecha nace realmente de lo que está dentro del propio lector. Sospechamos esa sordidez porque la tenemos dentro, aunque sea en potencia. Uno de los críticos que estudió la obra de Onetti dijo que es imposible leerla sin terminar identificándose con alguno de sus personajes.
El cuento Mascarada lleva la técnica de la ambigüedad a su mayor expresión. En él una chica muy joven, excesivamente maquillada, atraviesa de noche un parque en el que hay espectáculos de tipo circense. La joven carga una culpa, o un hecho traumático reciente, del que no se nos brinda ningún detalle. Termina sentándose a la mesa donde un hombre gordo y maduro toma cerveza. Hay ciertamente algo ominoso en el ambiente del relato. El cuento ha merecido las interpretaciones más diversas, desde la que lo ve como una alegoría política de la farsa y la corrupción de la Argentina de la llamada Década Infame (el cuento es de 1943), hasta la que afirma que es una especie de reescritura de la Divina Comedia (interpretación que fue rechazada de plano por el autor). Respecto de la protagonista, Mario Benedetti escribió que es tratada en el cuento como un objeto; el crítico Moisés Elías Fuentes dice por el contrario que se trata de la única persona de la historia. Muchos creen que la chica está ejerciendo la prostitución. Todas estas intepretaciones contradictorias las suscita un cuento de apenas cuatro páginas. El lector se queda inevitablemente con la sensación de que algo ha ocurrido, algo probablemente siniestro, pero no entiende exactamente de que se trató. Igual que en la vida, en definitiva.
Buena parte de la obra de Onetti puede ser leída como una extensa reflexión sobre la ficción. No casualmente el libro de Vargas Llosa sobre Onetti se llama El viaje a la ficción. En una de sus novelas fundamentales, La vida breve, su personaje principal, José María Brausen, pierde a la vez su trabajo y a su mujer. Huye entonces de la realidad viviendo una triple ficción: (a) alquila una oficina en la que instala la Brausen Publicidad, donde su única actividad real es ir retirando de la caja fuerte el dinero de su indemnización, cambiándolo por tuercas y bulones que recoge por las calles; (b) se presenta como Arce a su vecina, la prostituta Queca, y vive la fantasía de convertirse en su macró (o cafishio, como prefieran decirlo); (c) empieza a escribir un guion cinematográfico ambientado en una ciudad ficcional llamada Santa María, ciudad que va a tener una larga carrera dentro de la obra de Onetti. Esta historia es una verdadera novela dentro de la novela.
Hay en La vida breve varias cosas características de la forma en que Onetti concibe la relación entre ficción y realidad. El hombre que le alquila la oficina a Brausen se llama Onetti. Cuando hacia el final de la novela su historia con Queca y con el verdadero macró de ésta se complica con un crimen, Brausen huye a Santa María. Hay por lo tanto un continuo entre los diferentes planos de realidad/ficción.
A partir de La vida breve, las novelas y cuentos de Onetti transcurrirán en Santa María, ciudad a la que no le faltará el monumento a su fundador, Brausen. El ciclo de Santa María incluye novelas como Juntacadáveres, Para una tumba sin nombre y El astillero, y cuentos como El album, La casa en la arena, Jacob y el otro, El infierno tan temido, y muchos otros. Hay permanentes referencias cruzadas entre ellos. Por ejemplo, La casa en la arena, uno de los más celebrados cuentos de Onetti, es prácticamente un capítulo de La vida breve que adquirió vida propia. La misma relación existe entre El album y Juntacadáveres. Esta parte de la obra de Onetti, que es la más extensa y madura, requiere entonces una lectura completa para captar todo su sentido.
El tema del macró o cafishio es muy frecuente en Onetti. Ya lo vimos en La vida breve. Juntacadáveres es esencialmente la historia de un macró, Larsen, que va a intentar sin éxito llevar a cabo en Santa María la ambición de su vida: instalar un prostíbulo perfecto. El propio Onetti en un reportaje, comparó este intento de Larsen con el del literato que quiere crear la novela perfecta y total. En Para una tumba sin nombre, uno de los personajes de la novela anterior, el joven estudiante Jorge Malabia, vive por un año la fantasía de convertirse también en cafishio. El lector podría llegar a pensar leyendo Juntacadáveres que se trata sólo de una literatura de la sordidez; cuando lee Para una tumba sin nombre, se da cuenta de que sumergirse en esa sordidez es una condición para el conocimiento y, por paradójico que pueda sonar, también para la purificación.
El astillero, considerada por muchos como la mejor novela de Onetti, deja esto completamente claro. En ella, Larsen, que había sido expulsado de Santa María por orden del gobernador, retorna cinco años más tarde, ya no como cafishio (aunque no faltan las relaciones ambiguas con un par de mujeres) sino para hacerse cargo de la gerencia general de un astillero en ruinas. La empresa está claramente destinada al fracaso pero el antiguo macró, que adquiere en esta novela una verdadera estatura heroica, persiste en su lucha hasta el final. De esta novela se han hecho interpretaciones de todo tipo, incluso hasta teológicas. Mi modesta opinión es que el Larsen de El astillero es un arquetipo universal, prácticamente idéntico al héroe absurdo de Camus, aplicable por lo tanto a una infinidad de situaciones existenciales concretas.
La ambigüedad es otro de los elementos que caracteriza a muchas de las ficciones de Onetti. En la novela breve Los adioses, indudablemente una de sus obras maestras, un hombre enfermo de tuberculosis llega a un pueblo de Córdoba. Dos mujeres diferentes, una acompañada por un chico, la otra mucho más joven que la anterior, vienen a visitarlo. La historia está contada por el puestero del almacén que está a la entrada del pueblo, y que sólo ve al hombre de tanto en tanto. La historia vista por él desde lejos parece tener algo de escandaloso. Al final resulta que la mujer joven es la hija del enfermo. El lector nunca sabrá exactamente lo que pasó, ni cuales eran realmente las relaciones entre el hombre y las dos mujeres. Queda flotando una sospecha de incesto. Creo que la genialidad de Onetti reside aquí en que él nunca lo dice y, por lo tanto, la sospecha nace realmente de lo que está dentro del propio lector. Sospechamos esa sordidez porque la tenemos dentro, aunque sea en potencia. Uno de los críticos que estudió la obra de Onetti dijo que es imposible leerla sin terminar identificándose con alguno de sus personajes.
El cuento Mascarada lleva la técnica de la ambigüedad a su mayor expresión. En él una chica muy joven, excesivamente maquillada, atraviesa de noche un parque en el que hay espectáculos de tipo circense. La joven carga una culpa, o un hecho traumático reciente, del que no se nos brinda ningún detalle. Termina sentándose a la mesa donde un hombre gordo y maduro toma cerveza. Hay ciertamente algo ominoso en el ambiente del relato. El cuento ha merecido las interpretaciones más diversas, desde la que lo ve como una alegoría política de la farsa y la corrupción de la Argentina de la llamada Década Infame (el cuento es de 1943), hasta la que afirma que es una especie de reescritura de la Divina Comedia (interpretación que fue rechazada de plano por el autor). Respecto de la protagonista, Mario Benedetti escribió que es tratada en el cuento como un objeto; el crítico Moisés Elías Fuentes dice por el contrario que se trata de la única persona de la historia. Muchos creen que la chica está ejerciendo la prostitución. Todas estas intepretaciones contradictorias las suscita un cuento de apenas cuatro páginas. El lector se queda inevitablemente con la sensación de que algo ha ocurrido, algo probablemente siniestro, pero no entiende exactamente de que se trató. Igual que en la vida, en definitiva.
jueves, 12 de agosto de 2010
Literatura, ¿para qué?
En noviembre de 2009, en un reportaje publicado por ADN Cultura, el escritor argentino César Aira afirmó lo siguiente: “Creo que la literatura no tiene una función importante en la sociedad. Por otro lado, pienso que la literatura siempre ha sido, es y va a seguir siendo minoritaria”. ¿Qué puedo decir de esto? Que me encanta, eso puedo decir. Creo que es exactamente así. Ahora bien, Aira es un apasionado de los libros. Yo también. Y sin embargo ambos pensamos que la literatura no es tan importante. ¿Cómo es esto?
Aventuro una hipótesis: lo que sí es importante es la ficción. Y es que, por aventurera y rica que sea una vida, de todas formas siempre es limitada. La ficción nos permite superar esa limitación, viviendo en forma vicaria centenares de vidas diferentes y conociendo personas, lugares y épocas que en la vida real jamás conoceríamos. Según Aristóteles, esas “vidas virtuales” de la ficción purgan nuestro espíritu de sentimientos que de lo contrario no tendríamos oportunidad de experimentar, pero que necesitamos purgar por eso de que "nada de lo humano nos es ajeno". La palabra griega para purga es catarsis. La ficción cumpliría entonces una función catártica.
La necesidad de la ficción parece ser una constante en todas las culturas y es claramente anterior al libro. En las culturas antiguas las ficciones se transmitían en forma oral. En nuestros días es clarísimo que mucha más gente satisface su necesidad de ficción a través del cine o de la TV que de la literatura. La gran pregunta entonces es, ¿terminarán reemplazándola?
Me parece que la respuesta es no. Comparemos por ejemplo a la literatura con el cine. Tomemos un caso: la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco. De ella se hizo una buena adaptación cinematográfica. En la película, sin embargo, se pierde una parte importante de la substancia misma de la novela: las discusiones teológicas, la historia de las luchas entre el Papa y el Emperador, los delirantes movimientos heréticos del siglo XIV. La película se limita a los hechos y se queda meramente en una película de acción, buena sin duda, pero muy diferente a la compleja y riquísima novela original. Tal vez es lo mejor que podía hacerse; el cine no es un vehículo apropiado para esa clase de disquisiciones, el libro sí.
Se me ocurre otro caso: el Ulises de Joyce. La novela relata un día en la vida de un tal Leopold Bloom. La magistral técnica narrativa de Joyce es esencial en esta obra. De hecho usa una técnica diferente en cada capítulo, y esto tiene que ver con cada momento del día. Por ejemplo, el penúltimo capítulo, en el que Bloom está regresando a su casa de noche, está escrito a la manera de un catecismo, con preguntas y respuestas. El capítulo que le sigue es un largo monólogo sin signos de puntuación, que reproduce el flujo de la conciencia de la esposa de Bloom, semidormida, donde el pasado y el presente, lo imaginario y lo real se mezclan y se confunden. ¿Cómo trasladar esta novela al cine sin que todo lo esencial se pierda?
Como contrapartida pienso en una excelente película danesa que vi recién hace un par de semanas, aunque ya tiene muchos años: La fiesta de Babette. La película, cuyos protagonistas principales son un pastor luterano y sus dos hijas. transcurre en una aldea costera de Jutlandia. La escena, a la vez desolada y grandiosa, se une perfectamente con la fe simple y puritana del pastor y sus fieles, y con los himnos, sencillos y conmovedores que entonan en la capilla. Viendo esta película sentí como pocas veces que el paisaje puede ser un estado de ánimo. Para expresar lo que esas imágenes son capaces de expresar un escritor tendría que escribir páginas y más páginas… y fracasaría, porque el paisaje se capta de una ojeada mientras que el lenguaje es sucesivo. Y ni hablar de la música, a la que no hay palabras que la puedan reemplazar.
En definitiva, la literatura y el cine son dos instrumentos de la ficción pero muy diferentes entre sí, de modo que creo que no hay riesgos de que uno reemplace al otro. Son, por así decirlo, complementarios. El cine tiene a su favor varias cosas: la unión de la trama con la belleza pictórica de las imágenes y la emoción de la música, el hecho de que ver una película pueda ser un acto social, el hecho para mi evidente de que exige menos esfuerzo que la lectura. Pero la literatura tiene a su vez esa cosa que no sé describir, y que es el arte de crear una realidad contando apenas con eso tan precario que es la palabra, pero que es a la vez lo que más nos identifica como seres humanos, como personas.
Que sea César Aira quien cierre este artículo: “Que lea el que quiera. El que quiera leer va a tener mucha felicidad en su vida, pero si no quiere leer, también puede ser muy feliz. No soy un evangelista de la lectura. Ahora se ha puesto de moda eso, promover la lectura…. Yo sospecho que todos los que hacen ese trabajo, y cobran muy buenos sueldos por hacerlo no leen nunca. Los que sí leemos no somos tan proclives a promover la lectura. Quizá porque hemos aprendido que es la actividad más libre que uno puede hacer”.
Aventuro una hipótesis: lo que sí es importante es la ficción. Y es que, por aventurera y rica que sea una vida, de todas formas siempre es limitada. La ficción nos permite superar esa limitación, viviendo en forma vicaria centenares de vidas diferentes y conociendo personas, lugares y épocas que en la vida real jamás conoceríamos. Según Aristóteles, esas “vidas virtuales” de la ficción purgan nuestro espíritu de sentimientos que de lo contrario no tendríamos oportunidad de experimentar, pero que necesitamos purgar por eso de que "nada de lo humano nos es ajeno". La palabra griega para purga es catarsis. La ficción cumpliría entonces una función catártica.
La necesidad de la ficción parece ser una constante en todas las culturas y es claramente anterior al libro. En las culturas antiguas las ficciones se transmitían en forma oral. En nuestros días es clarísimo que mucha más gente satisface su necesidad de ficción a través del cine o de la TV que de la literatura. La gran pregunta entonces es, ¿terminarán reemplazándola?
Me parece que la respuesta es no. Comparemos por ejemplo a la literatura con el cine. Tomemos un caso: la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco. De ella se hizo una buena adaptación cinematográfica. En la película, sin embargo, se pierde una parte importante de la substancia misma de la novela: las discusiones teológicas, la historia de las luchas entre el Papa y el Emperador, los delirantes movimientos heréticos del siglo XIV. La película se limita a los hechos y se queda meramente en una película de acción, buena sin duda, pero muy diferente a la compleja y riquísima novela original. Tal vez es lo mejor que podía hacerse; el cine no es un vehículo apropiado para esa clase de disquisiciones, el libro sí.
Se me ocurre otro caso: el Ulises de Joyce. La novela relata un día en la vida de un tal Leopold Bloom. La magistral técnica narrativa de Joyce es esencial en esta obra. De hecho usa una técnica diferente en cada capítulo, y esto tiene que ver con cada momento del día. Por ejemplo, el penúltimo capítulo, en el que Bloom está regresando a su casa de noche, está escrito a la manera de un catecismo, con preguntas y respuestas. El capítulo que le sigue es un largo monólogo sin signos de puntuación, que reproduce el flujo de la conciencia de la esposa de Bloom, semidormida, donde el pasado y el presente, lo imaginario y lo real se mezclan y se confunden. ¿Cómo trasladar esta novela al cine sin que todo lo esencial se pierda?
Como contrapartida pienso en una excelente película danesa que vi recién hace un par de semanas, aunque ya tiene muchos años: La fiesta de Babette. La película, cuyos protagonistas principales son un pastor luterano y sus dos hijas. transcurre en una aldea costera de Jutlandia. La escena, a la vez desolada y grandiosa, se une perfectamente con la fe simple y puritana del pastor y sus fieles, y con los himnos, sencillos y conmovedores que entonan en la capilla. Viendo esta película sentí como pocas veces que el paisaje puede ser un estado de ánimo. Para expresar lo que esas imágenes son capaces de expresar un escritor tendría que escribir páginas y más páginas… y fracasaría, porque el paisaje se capta de una ojeada mientras que el lenguaje es sucesivo. Y ni hablar de la música, a la que no hay palabras que la puedan reemplazar.
En definitiva, la literatura y el cine son dos instrumentos de la ficción pero muy diferentes entre sí, de modo que creo que no hay riesgos de que uno reemplace al otro. Son, por así decirlo, complementarios. El cine tiene a su favor varias cosas: la unión de la trama con la belleza pictórica de las imágenes y la emoción de la música, el hecho de que ver una película pueda ser un acto social, el hecho para mi evidente de que exige menos esfuerzo que la lectura. Pero la literatura tiene a su vez esa cosa que no sé describir, y que es el arte de crear una realidad contando apenas con eso tan precario que es la palabra, pero que es a la vez lo que más nos identifica como seres humanos, como personas.
Que sea César Aira quien cierre este artículo: “Que lea el que quiera. El que quiera leer va a tener mucha felicidad en su vida, pero si no quiere leer, también puede ser muy feliz. No soy un evangelista de la lectura. Ahora se ha puesto de moda eso, promover la lectura…. Yo sospecho que todos los que hacen ese trabajo, y cobran muy buenos sueldos por hacerlo no leen nunca. Los que sí leemos no somos tan proclives a promover la lectura. Quizá porque hemos aprendido que es la actividad más libre que uno puede hacer”.
sábado, 7 de agosto de 2010
La generación setentista
Me fastidian mucho los fanáticos. Y voy a ilustrar con una pequeña historia lo que entiendo aquí por fanático. Tuve un compañero en la secundaria, un gordo atorrante, muy simpático. Un buen día, inesperadamente, el gordo se convirtió al evangelismo. A partir de ese momento, cada vez que nos encontrábamos yo me daba cuenta de que el pibe estaba sólo esperando el momento para meter en la conversación el tema de la religión y su eterno “date una vuelta por la iglesita”. El gordo se había vuelto unidimensional.
Las personas normales, a diferencia de mi amigo, tienen por el contrario múltiples dimensiones, a veces incluso medio contradictorias, lo cual lejos de restar, suma. Suma profundidad, hondura. Y esto se manifiesta de un modo muy especial en esas charlas aparentemente triviales entre amigos, en las que se habla de fútbol, de política, del trabajo o de minas. Es decir, en la superficie se habla de eso. En el fondo, lo que cada uno está poniendo sobre la mesa es mucho más que el tema en cuestión; está poniendo de algún modo su ser entero, su persona, que se expresa a través de esa conversación en apariencia insubstancial. Lo dice muy bien Ernesto Sábato en una de sus novelas: “Su pudor le impedía hablar de hechos tan significativos como el tiempo y la muerte. Pero Bruno podía adivinarlos porque aquel muchacho (¿aquel hombre?) era como su propio pasado y podía descifrar sus pensamientos más recónditos a través de palabras tan triviales como caramba, que lástima, esos bancos de cemento, esos caminitos de asfalto, no sé, yo creo, mientras abría y cerraba su cortaplumas de una manera que parecía destinada a controlar el estado de su funcionamiento” (Ernesto Sábato, Abbadon el exterminador).
Y es que la capacidad de diálogo está en la esencia misma de lo que somos. En el diálogo están las relaciones “yo-tu” que, según el filósofo judío Martin Buber, son constitutivas de la persona. Implícitas en el diálogo están la libertad, la capacidad de disenso, el respeto por la opinión ajena.
Llego así a mi tesis: eso que suele denominarse "juventud idealista de los 70s" fue en realidad un grupo de fanáticos. Yo los conocí, no estoy hablando de cosas leídas sino de cosas vividas. Me acuerdo por ejemplo de la noche en que cayó el gobierno de Cámpora. Yo salía a las once de la noche de la facultad con un santiagueño compañero de estudios cuando fuimos interceptados en la puerta por otro compañero. “¡De aquí no sale nadie, carajo!” nos gritó “¡La facultad está tomada!”. Ni siquiera sabíamos que militaba en la JP. Nosotros habíamos estado unas 15 horas en la facultad; queríamos irnos a casa. “Dejá de joder chango” le dice el santiagueño, con su tono provinciano, tomándoselo medio a la chacota. “¡Dije que no se va nadie!” repitió el otro, y desefundó un arma muy grande. Yo no entiendo nada de armas pero era un arma de guerra, estoy seguro. Veinte años tenía el pendejo. Lo que más me impactó, y más recuerdo de la historia es la mirada que tenía ese chico cuando nos amenazaba. Era la mirada de un fanático. Un año antes ese pibe era uno más del grupo de primer año. Ya no lo era. Como el gordo de la historia anterior éste se había convertido en un evangelista del socialismo nacional. Otro ser unidimensional.
Obviamente después me cansé de ver personajes como este. Fanáticos, obsesionados con la revolución… y con la muerte. No me acuerdo donde fue que leí que, cuando los militantes de JP cantaban el himno, el canto les salía medio anodino hasta que llegaban a la parte que dice “o juremos con gloria morir”. Esa la gritaban. Porque era lo que anhelaban en el fondo: matar y morir con gloria. El grito franquista de “¡viva la muerte!” les habría calzado muy bien. No casualmente muchos de ellos venían del nacionalismo católico.
Algún improbable lector podrá objetar en este punto que, para hacer una revolución, hay que volverse unidimensional. Un revolucionario sólo piensa en la revolución. Puede ser. Pero cabe preguntar entonces, ¿era tan necesaria una revolución social en la Argentina de los 70? Dejemos que conteste un ex militante de la ficción: “Hace cuarenta años, cuando teníamos quince o veinte y empezamos a meternos en política, la Argentina era un país bastante próspero. Todos lo sabemos, pero últimamente estuve mirando algunos números para ver si no nos equivocábamos, si no era otro de esos recuerdos que uno se fabrica. No era: la desocupación no era importante, la desigualdad no era tan bruta, había pobreza pero no miseria, las escuelas y los hospitales públicos funcionaban bien, había jubilaciones decentes, hasta había un futuro… Teníamos industrias en serio, fabricábamos coches, heladeras, aviones, había trenes que iban a todos lados, una flota mercante, las mejores editoriales en castellano… Entonces apareció nuestra famosa generación y decidió que ese país era un desastre” (Martín Caparrós, A quien corresponda).
Conclusión: no me hablen de la juventud idealista de los 70s. No me parece maravillosa en lo más mínimo. Y más que idealistas los veo como fanáticos. Denme para admirar más bien a gente común, con ideales pero capaz de disfrutar a la vez de las cosas aparentemente triviales de la vida. Y sobre todo, capaz de algo que para esos militantes de los 70s era impensable: dialogar. De gentes como esta puedo llegar en ocasiones a ser un adversario; un enemigo, nunca.
Las personas normales, a diferencia de mi amigo, tienen por el contrario múltiples dimensiones, a veces incluso medio contradictorias, lo cual lejos de restar, suma. Suma profundidad, hondura. Y esto se manifiesta de un modo muy especial en esas charlas aparentemente triviales entre amigos, en las que se habla de fútbol, de política, del trabajo o de minas. Es decir, en la superficie se habla de eso. En el fondo, lo que cada uno está poniendo sobre la mesa es mucho más que el tema en cuestión; está poniendo de algún modo su ser entero, su persona, que se expresa a través de esa conversación en apariencia insubstancial. Lo dice muy bien Ernesto Sábato en una de sus novelas: “Su pudor le impedía hablar de hechos tan significativos como el tiempo y la muerte. Pero Bruno podía adivinarlos porque aquel muchacho (¿aquel hombre?) era como su propio pasado y podía descifrar sus pensamientos más recónditos a través de palabras tan triviales como caramba, que lástima, esos bancos de cemento, esos caminitos de asfalto, no sé, yo creo, mientras abría y cerraba su cortaplumas de una manera que parecía destinada a controlar el estado de su funcionamiento” (Ernesto Sábato, Abbadon el exterminador).
Y es que la capacidad de diálogo está en la esencia misma de lo que somos. En el diálogo están las relaciones “yo-tu” que, según el filósofo judío Martin Buber, son constitutivas de la persona. Implícitas en el diálogo están la libertad, la capacidad de disenso, el respeto por la opinión ajena.
Llego así a mi tesis: eso que suele denominarse "juventud idealista de los 70s" fue en realidad un grupo de fanáticos. Yo los conocí, no estoy hablando de cosas leídas sino de cosas vividas. Me acuerdo por ejemplo de la noche en que cayó el gobierno de Cámpora. Yo salía a las once de la noche de la facultad con un santiagueño compañero de estudios cuando fuimos interceptados en la puerta por otro compañero. “¡De aquí no sale nadie, carajo!” nos gritó “¡La facultad está tomada!”. Ni siquiera sabíamos que militaba en la JP. Nosotros habíamos estado unas 15 horas en la facultad; queríamos irnos a casa. “Dejá de joder chango” le dice el santiagueño, con su tono provinciano, tomándoselo medio a la chacota. “¡Dije que no se va nadie!” repitió el otro, y desefundó un arma muy grande. Yo no entiendo nada de armas pero era un arma de guerra, estoy seguro. Veinte años tenía el pendejo. Lo que más me impactó, y más recuerdo de la historia es la mirada que tenía ese chico cuando nos amenazaba. Era la mirada de un fanático. Un año antes ese pibe era uno más del grupo de primer año. Ya no lo era. Como el gordo de la historia anterior éste se había convertido en un evangelista del socialismo nacional. Otro ser unidimensional.
Obviamente después me cansé de ver personajes como este. Fanáticos, obsesionados con la revolución… y con la muerte. No me acuerdo donde fue que leí que, cuando los militantes de JP cantaban el himno, el canto les salía medio anodino hasta que llegaban a la parte que dice “o juremos con gloria morir”. Esa la gritaban. Porque era lo que anhelaban en el fondo: matar y morir con gloria. El grito franquista de “¡viva la muerte!” les habría calzado muy bien. No casualmente muchos de ellos venían del nacionalismo católico.
Algún improbable lector podrá objetar en este punto que, para hacer una revolución, hay que volverse unidimensional. Un revolucionario sólo piensa en la revolución. Puede ser. Pero cabe preguntar entonces, ¿era tan necesaria una revolución social en la Argentina de los 70? Dejemos que conteste un ex militante de la ficción: “Hace cuarenta años, cuando teníamos quince o veinte y empezamos a meternos en política, la Argentina era un país bastante próspero. Todos lo sabemos, pero últimamente estuve mirando algunos números para ver si no nos equivocábamos, si no era otro de esos recuerdos que uno se fabrica. No era: la desocupación no era importante, la desigualdad no era tan bruta, había pobreza pero no miseria, las escuelas y los hospitales públicos funcionaban bien, había jubilaciones decentes, hasta había un futuro… Teníamos industrias en serio, fabricábamos coches, heladeras, aviones, había trenes que iban a todos lados, una flota mercante, las mejores editoriales en castellano… Entonces apareció nuestra famosa generación y decidió que ese país era un desastre” (Martín Caparrós, A quien corresponda).
Conclusión: no me hablen de la juventud idealista de los 70s. No me parece maravillosa en lo más mínimo. Y más que idealistas los veo como fanáticos. Denme para admirar más bien a gente común, con ideales pero capaz de disfrutar a la vez de las cosas aparentemente triviales de la vida. Y sobre todo, capaz de algo que para esos militantes de los 70s era impensable: dialogar. De gentes como esta puedo llegar en ocasiones a ser un adversario; un enemigo, nunca.
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