“Esta lenta araña arrastrándose a la luz de la luna, y esta misma luz de la luna, y tú y yo cuchicheando en el portón, cuchicheando de eternas cosas, ¿no hemos coincidido ya en el pasado? ¿Y no recurriremos otra vez el largo camino, en ese largo tembloroso camino, no recurriremos eternamente?” Con estas palabras expuso Friedrich Nietzsche en su Así habló Zarathustra la doctrina del eterno retorno de lo mismo. No fue Nietzsche el primero en exponerla; Pitágoras y sus seguidores sostuvieron la concepción cíclica del tiempo y también lo hicieron los estoicos en el siglo III AC, pero a pesar de estos ilustres antecedentes, suele asociarse el eterno retorno al nombre del genial pensador alemán.
Jorge Luis Borges en un ensayo llamado La doctrina de los ciclos, incluido en Historia de la Eternidad explica la doctrina en estos términos: “El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse”. Borges señala –acertadamente a mi juicio– el origen matemático de la teoría en Nietzsche, pero lo hace para demolerla, y recurre para ello a los números transfinitos de Georg Cantor. Dice Borges: “Cantor destruye el fundamento de la tesis de Nietzsche. Afirma la perfecta infinitud del número de puntos del universo, y hasta de un metro de universo, o de una fracción de ese metro… El roce del hermoso juego de Cantor con el hermoso juego de Zarathustra es mortal para Zarathustra. Si el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un número infinito de combinaciones –y la necesidad de un eterno retorno queda vencida. Queda su mera posibilidad, computable en cero”.
Con dudas, con temor, pienso que la refutación de Borges es inválida. Me hace recordar el argumento –también falaz– del biólogo francés Pierre Lecompte du Noüy en defensa del creacionismo. Sostenía este científico que “en toda la vida del Universo no se podría haber formado al azar ni una sola molécula de proteína reconocible a partir de los distintos átomos constituyentes, y por lo tanto era necesaria la presencia de un creador” (Isaac Asimov – El planeta que no estaba). “El primer fallo de este argumento” dice Asimov “es pensar que los átomos se unirán de manera totalmente aleatoria. Se olvida que existen leyes químicas muy precisas que dictan como se han de agrupar los distintos átomos para formar compuestos... Las restricciones que implican las leyes de la química limitan el número de combinaciones y fuerzan a que, empezando con los mismos constituyentes sometidos a las mismas condiciones, se termine con productos muy parecidos”. O sea, la evolución no se maneja con el puro azar, sino con un azar guiado por las leyes de la física y de la química. No puedo evitar pensar que lo mismo podría responderse al argumento de Borges contra Zarathustra.
Sin embargo, en el mismo ensayo, Borges expone un segundo argumento –metafísico este vez– contra el eterno retorno, que sí me parece válido. “Una incertidumbre final, esta vez de orden metafísico. Aceptada la tesis de Zarathustra, no acabo de entender cómo dos procesos idénticos dejan de aglomerarse en uno. ¿Basta la mera sucesión, no verificada por nadie? A falta de un arcángel especial que lleve la cuenta, ¿qué significa el hecho de que atravesamos el ciclo trece mil quinientos catorce, y no el primero de la serie o el número trescientos veintidós con el exponente en dos mil? Nada, para la práctica –lo cual no daña al pensador. Nada para la inteligencia –lo cual ya es grave”. Soy incapaz de imaginar una refutación para este nuevo argumento borgiano contra el eterno retorno.
Esto me trae a la mente la interpretación que el novelista checo Milan Kundera hace sobre este tema. Para Kundera el eterno retorno es una manera mítica de afirmar el peso, la densidad del ser. “El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan”. (Milan Kundera – La insoportable levedad del ser).
Tal vez algún improbable lector se esté preguntando qué pienso yo de todo esto. Tiempo atrás, ante la muerte de un amigo, escribí lo siguiente: “él y nosotros ya derrotamos a la muerte de una vez y para siempre. En la historia de ese todo que llamamos "el Ser" o "el Universo" hay algo que existió, que venció a la nada, y que se llama como cada uno de nosotros. Somos para siempre una de las posibilidades del Ser que se realizaron, que no quedaron en la nada”. En otras palabras, todo pasa pero, desde una perspectiva intemporal del universo, lo que es, es para siempre. Creo que el eterno retorno es una forma de expresar esta idea.
En la disyuntiva entre peso y levedad que Kundera plantea en su novela elijo entonces el peso. Pero es preciso convertirnos, como Nietzsche quería, en personas capaces de aguantar la inmortalidad. “No anhelar distantes venturas y favores y bendiciones, sino vivir de modo que queramos volver a vivir, y así por toda la eternidad” (Friedrich Nietzsche – Fragmentos póstumos)
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