martes, 6 de marzo de 2012

Sábato, una visión crítica

Tuve una época en la que Sábato fue mi escritor favorito. Fue, más o menos, entre mis 19 y mis 23 años. Mi cultura literaria era muy incompleta y la filosófica lo era aun más. Ambas lo siguen siendo.

Pero no fue un amor a primera vista lo mio con Sábato. El primer texto suyo que cayó en mis manos cuando estaba todavía en el secundario –el Informe sobre ciegos– no me gustó ni medio. La prosa límpida de los cuentos de Borges y de Cortázar definía por aquellos años mi ortodoxia literaria, y el barroquismo obscuro de Sábato me pareció insufrible. Algo parecido me sucedió poco después con El túnel. Volví a leer esta novela años más tarde y me gustó bastante más, sobre todo a la luz del pensamiento de Sábato que para ese entonces ya conocía a través de sus ensayos. Siguió a pesar de todo sin estar entre mis favoritas.

¿Cómo fue entonces que me hice sabatiano? Fue más que nada por esos ensayos que mencioné antes. El primero fue Uno y el universo, y este libro sí que me fascinó. Hablaba sobre tantos temas que yo ni sospechaba… algo llamado entropía, que tenía la propiedad de aumentar siempre en un sistema cerrado (¡y el universo lo era!), el Principio de Incertidumbre, geodésicas y tensores, epistemología. Sobre este último tema citaba mucho a Sir Arthur Eddington; tanto que, años después, descubrí que uno de los párrafos que más me gustaban del libro de Sábato está tomado literalmente del segundo capítulo de The Philosophy of Physical Science del filósofo inglés. (1)

Una fascinación aun mayor me produjo Hombre y engranajes. Por primera vez la historia tenía un sentido, esa historia que recorría un arco que iba del despertar humanista y naturalista del Renacimiento, a la deshumanización y el maquinismo del capitalismo y el comunismo soviético. Muchos años más tarde me sorprendió la similitud de las ideas de este libro con las de Adorno y Horkheimer en Dialéctica del Iluminismo, sólo que el libro de Sábato es de lectura mucho más grata. No creo que Sábato conociese esta obra cuando escribió su ensayo. Creo más bien que, al igual que los dos filósofos frankfurtianos, Sábato “se salió” de Marx a través de Heidegger, conservando lo suficiente del primero como para que su pensamiento final resultase una mezcla de ambos. De ahí el parecido.

Sigo creyendo que Hombres y engranajes es un buen libro, aunque hoy me siento muy lejos de él. Por ejemplo: el ensayo presupone una vinculación necesaria entre capitalismo, ciencia y técnica. Si bien es verdad que la ciencia y la tecnología modernas llegaron de la mano del capitalismo, son cosas diferentes, y es perfectamente concebible que existan en una sociedad con otro régimen de propiedad de los medios de producción. El ensayo de Sábato diagnostica un mal pero no propone ninguna solución, y no explica en particular cómo podrían vivir miles de millones de personas sobre la Tierra sin tecnología. El irracionalismo sabatiano, en fin, lo lleva a sugerir una suerte de “salvación por el arte”, pero sin explicar nunca cómo operaría esa salvación para la gente común.

Yendo a sus novelas, Sobre héroes y tumbas me impresionó mucho en su momento. Como dice Juan Martini, “a la novela no le faltaba casi nada: una pasión incestuosa y gótica, una geografía porteña, una relectura del asesinato del unitario Juan Lavalle y un Informe sobre ciegos que advertía sobre el carácter demoníaco de una secta”. Todo esto hizo que muchos la leyéramos con apasionamiento, sin prestarle atención a sus defectos obvios. El más notorio: lo poco creíble de sus personajes. A veces hablan como profesores de Puan (" También Faulkner leyó a Joyce y a Huxley, a Dostoievsky y a Proust. ¿Qué, quieren una originalidad total y absoluta? No existe. En el arte ni en nada. Todo se construye sobre lo anterior."). En un reportaje en el que se refiere a la novela de Sábato en términos bastante elogiosos, Fogwill señala acertadamente su carácter de “tributaria de una literatura semifolletinesca que es bastante argentina… Esos diálogos solamente tienen espacio allí. Los personajes hablan redactando". En el mismo reportaje, Fogwill observa que los personajes de clase alta de Sábato hablan como las señoras de Barrio Norte imaginadas por Landrú (los de clase obrera están tan mal logrados –tan malogrados– que hasta yo me di cuenta cuando la leí por primera vez). (2)

Sobre héroes… es de 1961. La mayor parte de los críticos afirma que Sábato no escribió nada valioso a partir de esa fecha. Respecto de sus ensayos estoy bastante de acuerdo. Es discutible en cambio si es justo incluir en ese juicio a su última novela, Abaddón el exterminador. Hay que reconocer que muchos han opinado muy mal sobre ella (Martini la califica de "mamotreto insostenible"). Incluso se ha dicho que se trata en realidad de un conjunto de borradores que la esposa de Sábato compaginó como pudo, pero que no estaban todavía listos para publicar. Puede ser, y de hecho eso es lo que parecen. Hay en esa novela, sin embargo, muchas páginas memorables: por ejemplo, aquellas en las que Palito describe la muerte del Che, las terribles de las torturas en la Penitenciería, la que comienza diciendo “Una especie de inmortalidad del alma”. (3)

Sobre su contradictoria vida política no voy a hablar acá, primero porque no quiero que esta nota se convierta en un mamotreto insostenible, pero fundamentalmente porque escribo acá sobre mi relación con Sábato y, lo confieso, ese aspecto de su obra y de su vida jamás me interesó, ni siquiera cuando escribió el famoso (y hoy discutido) prólogo al Nunca más.

En síntesis, después de haberlo puesto en un injustificable pedestal, y frente a tantas despiadadas críticas igualmente injustificadas que hoy se le hacen, mi balance es que Sábato fue simplemente un escritor que escribió un par de buenos ensayos y de buenas novelas, que disfrutó de su momento de gloria cuando publicó Sobre héroes… y que dijo casi todo lo que tenía para decir en la primera mitad de su larga vida. Lo suficiente, en suma, para asegurarle una posteridad módica. Es más de lo que tendrá la mayor parte de quienes hoy lo fustigan.

Notas

(1) Creo que fui injusto con Uno y el universo. El libro está escrito con un humor ácido que después Sábato lamentablemente abandonó. Hay análisis muy agudos sobre el cuento La muerte y la brújula, de Borges, y sobre la novela La invención de Morel, de Bioy Casares. Hay un artículo llamado "Porvenir de la ignorancia", muy bien argumentado aunque discutible, que anticipa las ideas que muchos años después popularizó el periodista científico John Horgan en El fin de la ciencia, un libro también muy polémico.

(2) Me parece que también fui poco equilibrado con Sobre héroes... Se trata de una gran novela, sin dudas. Algunas de sus partes son realmente memorables; el Informe sobre ciegos, por ejemplo, o la historia de la muerte de Lavalle. En mi opinión el personaje mejor trabajado es Bruno, una especie de alter ego del autor, cuyas reflexiones toman un lugar central en la cuarta y última parte de la novela y son realmente muy interesante. Una de las opiniones más justas sobre esta novela la dio Abelardo Castillo, que la consideró "una novela infernal, a veces intratable", pero a la vez "uno de los grandes momentos de nuestra literatura".

(3a) Algunos críticos han elogiado el ensayo Heterodoxia, anterior de todos modos a Sobre héroes... ya que es de 1953. Mi modesta opinión es que ese ensayo no agrega nada nuevo a lo que Sábato ya había dicho en sus dos ensayos anteriores.

(3b) En Abbaddón... hay una escena en la que Sábato es invitado por un grupo de universitarios a discutir sobre marxismo. El grupo, liderado por un tal Araujo, lo invita sólo con la intención de provocarlo. Esta escena revela muy claramente un aspecto de la personalidad de Sábato a la que no me referí antes: su narcisismo. La verdad es que, en los 70s, los jóvenes universitarios que militaban en los grupos marxistas o en la JP ignoraban a Sábato por completo. La discusión incurre en lo que en lógica se suele llamar straw-man argument, o sea, discutir contra un espantapájaros. Esto consiste en hacer una caricatura de los argumentos del rival y, demoliéndola, pretender que se refutó al rival. La discusión de la novela muestra en verdad que Sábato no tenía ni idea de cómo eran los debates dentro del marxismo en esa década. Y diría más: yo sospecho que la formación filosófica de Sábato quedó congelada en el existencialismo de los 40s; ignoró al estructuralismo, a la hermenéutica, al giro lingüístico y, en general, a todos los movimientos filosóficos relevantes de la segunda mitad del siglo XX.
Una muestra más de esto último la da el siguiente hecho: en una publicación de Ediciones Culturales Argentinas dedicada a su obra (1973), afirma que la lógica y la matemática son idénticas, ya que se basan en los mismos principios. Cualquier estudiante de lógica matemática podría haberle replicado que el logicismo era una "flor agónica" (para usar la pintoresca expresión de Tomás Moro Simpson, y lo fue ya a partir de la década del 30, después de que Gödel demostrara sus famosos teoremas.

domingo, 30 de octubre de 2011

BARUCH SPINOZA: UNA ANTOLOGÍA

En El informe de Brodie, de Jorge Luis Borges, hay un cuento muy notable llamado El indigno. Este cuento, como lo han puesto de manifiesto Ricardo Piglia y Fernando Sorrentino, tiene evidentes paralelismos con un episodio de El juguete rabioso, de Roberto Arlt. Como además uno de los personajes del cuento se llama Alt, parece evidente que Borges quiso homenajear en este relato al otro gran escritor.

No es sin embargo de esto de lo que quiero hablar sino de otro detalle del cuento borgeano. En él se dice que el protagonista principal del cuento, el librero Santiago Fischbein, “estaba compilando… una copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo ese aparato euclidiano que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio”. Siempre me gustó mucho esa idea, la de armar un libro más legible recombinando fragmentos de distintas obras de un escritor.

Es fácil entonces imaginar mi emoción cuando, hace pocos días, descubrí que el libro imaginado por Borges existe de verdad. Ignoro si Borges lo conocía. Se trata de una antología de Spinoza compilada por Joseph Ratner, organizada en torno a tres grandes ejes temáticos que constituyen las tres partes en las que se divide el libro: Dios, el hombre y el bienestar humano. El libro está disponible (sólo en inglés) en forma gratuita en el sitio del proyecto Gutenberg (www.gutenberg.org)

El placer que me ha deparado la lectura de este libro es inmenso. Es imposible leer la prosa clara y serena de Spinoza sin quedarse con la sensación de que fue uno de los más grandes hombres que han existido. “Spinoza es el más grande de todos los filósofos modernos, pues ha sido él, el primero en considerar el cuerpo y el espíritu, no como dos cosas separadas, sino como una sola cosa” escribió Albert Einstein. No es casual que un libro reciente del gran neurocientífico Antonio Damasio se llame En busca de Spinoza.

No puedo dejar de reconocer que buena parte del placer que la lectura de Spinoza me ha proporcionado proviene del hecho de que mis propias especulaciones hayan discurrido por los mismos caminos que los del filósofo holandés (si bien, como es natural, las mias fueron considerablemente más modestas). Hoy en día no entiendo como no llegué antes a la conclusión, que es una las piedras angulares del sistema spinoziano, de que Dios es idéntico a la Naturaleza. Hoy en día estoy firmemente convencido de su verdad; si no llegué antes, supongo, fue porque la idea choca con las enseñanzas de la tradición judeo-cristiana en las que me formé desde la infancia.

Ratner justifica su trabajo de antólogo con las siguientes palabras: “El lector lego está interesado mayormente, si no totalmente, en captar el punto de vista de una filosofía. No en detalles altamente meticulosos, y menos aun en verificar la consistencia del autor consigo mismo... Omitiendo muchas demostraciones y casi todas las referencias cruzadas; agrupando secciones interrelacionadas de la Etica con selecciones de las Cartas y de la Reforma del entendimiento, el texto se ha vuelto más continuo. Es probablemente la única vez en la que desmembrar un tratado realmente le dio mayor unidad”. Los lectores legos no podemos menos que sentirnos muy agradecidos.

domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Materia pensante? Comentarios adicionales

Aunque probablemente no se haya notado demasiado, hace bastante tiempo que leo y medito sobre el problema mente-cerebro; es uno de los problemas filosóficos que más me han apasionado a lo largo de toda mi vida. Y hay algo de lo que he llegado a estar absolutamente convencido, al igual que la mayor parte de los investigadores: todos los hechos mentales son procesos que ocurren en un cerebro vivo. Dicho en otras palabras, no creo en la existencia independiente de espíritus. El espíritu –o la mente– no son cosas; son funciones del sistema nervioso central.
La verdadera divisoria de aguas en el debate contemporáneo no está allí, sino en el énfasis que se pone –o no– en el carácter privado de la experiencia subjetiva. Hay investigadores que defienden el monismo psicofísico pero creen a la vez en lo que suele denominarse la teoría del doble aspecto, según la cual cada hecho mental tiene dos aspectos: uno físico, que es el que estudian las neurociencias, y otro propiamente mental, subjetivo.
En el artículo anterior mencioné a Thomas Nagel como uno de los filósofos más notables que creen esto último. El fisiólogo mexicano Arturo Rosenblueth fue otro investigador que adhirió a la teoría del doble aspecto. En su libro Cerebro y mente la explica en estos términos: “Los postulados que he propuesto conducen a considerar que un proceso mental y los fenómenos neurofisiológicos que le están correlacionados representan dos aspectos de un solo y mismo evento. El aspecto mental es el que percibimos directamente; el neurofisiológico es el que adquiere el evento cuando lo interpretamos como un proceso que se desarrolla en el universo material”. La mayoría de estos pensadores e investigadores están convencidos de que la conciencia debe estudiarse como cualquier otro fenómeno, mediante los métodos de la ciencia; lo único que discuten es cuan completo puede llegar a ser el conocimiento de la conciencia adquirido de este modo.
Está claro que el monismo psicofísico es una forma de materialismo y, como tal, afecta a temas tales como la existencia de Dios –o al menos su naturaleza– y el libre albedrío. Respecto del primero de los dos temas, dije antes que no creo en la existencia independiente de espíritus. Dado que la ortodoxia de muchas religiones –la cristiana entre ellas– sostiene que Dios es un espíritu puro, es obvio que no puedo adherir a dicha ortodoxia. En un artículo publicado el 19 de agosto de este año en este mismo blog, defendí una visión panteísta, según la cual Dios sería igual a la Naturaleza. En realidad el panteísmo es un poco más sutil: distingue entre la Naturaleza como proceso creador (natura naturans) y la Naturaleza como el conjunto de objetos creados por dicho proceso (natura naturata). Ambos son inseparables, obviamente, pero el Dios del panteísmo –que es un Dios que opera “desde adentro de las cosas mismas” – se identifica con la natura naturans.
A algunas personas les resulta chocante esta “materialización” de Dios. A mi no. No creo que haya nada desagradable ni sucio en la materia, salvo los prejuicios que durante siglos se acumularon en su contra. Uno de los más extendidos es el de considerarla inerte, cuando ya desde Newton se conoce por el contrario su carácter extraordinariamente dinámico, que todas las teorías científicas posteriores no han hecho más que reforzar.
En cuanto al libre albedrío, el tema es tan obscuro que resulta difícil hablar de él. Si por libre albedrío se entiende que hay actos de los seres humanos que no guardan ningún tipo de relación con ningún hecho previo, la noción es tan absurda que nadie puede creer en ella. Un dualista –esto es, un defensor de la existencia del espíritu como entidad separada– diría que no se trata de eso; libre albedrío significaría para él que el espíritu, tal vez condicionado pero no determinado por el cuerpo, podría decidir libremente las acciones de las personas. Ahora, esto, de ser cierto, violaría el principio de conservación de la energía. Como dice el gran filósofo argentino Mario Bunge, puestos a elegir entre los viejos prejuicios de origen religioso y las ciencias más duras, elegimos sin dudarlo a estas últimas.
¿Significa esto que tenemos que abandonar la noción de libre albedrío? De ningún modo. Para explicarlo mejor recurriré a un ejemplo: un programa de computadora que juega al ajedrez. Si el juego es considerado por un ajedrecista, éste va a explicar las jugadas del programa de acuerdo con las leyes del juego. Si por el contrario, quien lo considera es un programador, va a explicar las mismas jugadas en función de cómo ha sido programado el software. Exactamente lo mismo ocurre con las personas; cuando las consideramos como agentes morales, entendemos sus acciones como surgidas del libre albedrío. Cuando son estudiadas por un neurocientífico, sus acciones intentarán ser explicadas como respuestas determinadas por el estado del cerebro y los estímulos que éste recibe. Así como el programa de computadora tiene las reglas del ajedrez incorporadas en su naturaleza, el ser humano tiene la libertad de elección incorporada en su sistema nervioso central. No creo que sea necesario recurrir a ninguna propiedad misteriosa o fantasmal para explicarlo.

sábado, 27 de noviembre de 2010

¿Materia pensante?

Según Aristóteles, el asombro es la principal fuente de la filosofía. Conviene entonces –al menos a aquellos que tengan inclinaciones filosóficas– considerar al mundo con el debido asombro. Y, la verdad, razones no faltan; por el contrario, el universo es pródigo en hechos sorprendentes. Pero tal vez ninguno lo sea tanto como nuestros propios cerebros que, a pesar de estar hechos con los mismos materiales con los que se construyen mesas, palos de escoba o pelotas de fútbol, se las arreglan para pensar, sentir y generar eso que llamamos conciencia. Una parte muy pequeñita del universo es conciente de todo el resto. ¿Cómo puede ser esto posible?
El hecho es tan sorprendente cuando nos paramos a pensar en él (¡usando nuestro cerebro, claro!) que dio origen a una concepción del mundo que todavía tiene una gran influencia: el dualismo psicofísico. Según esta concepción, el universo está compuesto por dos tipos de substancias: una extensa –la materia– y otra pensante –el espíritu. El espíritu sería quien realmente piensa, siente, recuerda; el cerebro, meramente un instrumento. Descartes, que fue uno de los más notables defensores del dualismo, sostenía que el espíritu reside en una parte específica del cerebro: la glándula pineal. Allí, utilizando los nervios como campanillas, envía sus órdenes al resto del cuerpo.
La idea de Descartes puede sonar risible hoy en día. Sin embargo hace poco más de 30 años, dos pensadores de gran prestigio –el filósofo Karl Popper y el premio Nobel de medicina John Eccles– publicaron un libro muy influyente llamado El yo y su cerebro, en el que defendieron una concepción dualista o, para ser más rigurosos, triádica. Según Popper y Eccles, todos los entes del universo están dispuestos en tres niveles: el Mundo 1 –las cosas materiales, incluyendo los cerebros humanos; el Mundo 2 –los estados mentales; y el Mundo 3 –los productos de la actividad mental tales como teorías, sinfonías, poemas, etc. Para explicar cómo interactúa la mente inmaterial (Mundo 2) con el cerebro (Mundo 1), Eccles utiliza una metáfora: la mente sería como un músico virtuoso, que toca la corteza cerebral como si fuese un instrumento de inusual complejidad. Está claro que esto no está demasiado lejos de Descartes y sus campanillas.
El mayor problema del dualismo es justamente ése: cómo explicar la interacción entre la mente inmaterial y el cerebro. La ciencia sólo reconoce interacciones entre entes materiales, de modo que el dualismo psicofísico se coloca de entrada al margen de ella. La interacción entre una mente inmaterial y un cerebro material violaría por otra parte uno de los principios mejor establecidos de la física: el de la conservación de la energía.
Por estas y otras razones, la inmensa mayoría de los investigadores que trabajan hoy en este tema han adoptado el monismo psicofísico. Esta concepción sostiene que hay una única substancia en el universo –la materia– y que la mente consiste en funciones o procesos materiales.
Para explicar de qué modo ocurre esto, los monistas psicofísicos suelen recurrir a la noción de emergencia. En el transcurso de la evolución –dicen– los objetos materiales se van ensamblando en estructuras cada vez más complejas, y en este proceso emergen nuevas propiedades de las que los componentes individuales carecen.
Un ejemplo de propiedad emergente sería el estado de agregación: una molécula aislada no es un gas, ni un líquido, ni un sólido, pero al ensamblarse con otros trillones de moléculas similares emerge el estado de agregación correspondiente, con su comportamiento específico. Con la mente –dicen los materialistas– ocurre en esencia lo mismo.
Esto, sin embargo, no resuelve todos los problemas. Los físicos pueden explicar, por ejemplo, el comportamiento de un gas a partir de las propiedades de las moléculas individuales. La teoría cinética de los gases brinda una explicación de ese tipo. No se puede decir lo mismo de las propiedades mentales. Lo que los neurofisiólogos pueden hacer a lo sumo es correlacionar. Por ejemplo, correlacionar las sensaciones visuales con la activación de un grupo X de neuronas. Pero esto claramente no explica la experiencia subjetiva de ver el bellísimo rojo de un cielo de verano al atardecer.
Un pensador que ha insistido en esta limitación del monismo psicofísico es el filósofo estadounidense Thomas Nagel. En un famoso artículo llamado What is it like to be a bat y en un libro posterior llamado The view from nowhere, Nagel sostiene que la ciencia presupone una descripción objetiva del mundo, en tercera persona. Deja por lo tanto afuera -por método- a la descripción subjetiva, o en primera persona. El problema –dice Nagel– es que en el estudio de la conciencia, dejar afuera a la perspectiva de primera persona es dejar afuera todo lo importante.
El tema es sumamente controversial y la postura de Nagel es criticada por otro notable filósofo estadounidense, Daniel Dennett, quien en su libro Consciousness explained niega que las experiencias subjetivas sean privadas e inaccesibles como Nagel las describe. Hay una novela, absolutamente deliciosa, del inglés David Lodge, basada en esta controversia. El protagonista de la novela –un doctor Messenger, inspirado explícitamente en Daniel Dennett- se enfrenta a una novelista de formación católica, aunque no practicante, que defiende el carácter eminentemente subjetivo de la conciencia. La novela, que se llama Pensamientos secretos, es divertidísima y, a la vez, muy aleccionadora. Se la recomiendo mucho a mis improbables lectores.
¿Qué pienso yo? La verdad es que carece de importancia; no soy más que un dilettante, un amateur que se pasea con ávido interés por temas que no domina. Confieso sin embargo que mis simpatías se inclinan hacia el lado de Nagel. Indudablemente la ciencia ha avanzado, y puede avanzar muchísimo más, en su entendimiento del cerebro humano. Pero creo que siempre quedará un residuo de subjetividad inaccesible a sus métodos, que deberá ser explorado a través de las relaciones interpersonales. O de la literatura, que es el “registro de la consciencia humana… más rico y exhaustivo que poseemos” (David Lodge – La conciencia y la novela).

miércoles, 17 de noviembre de 2010

El mito de la Argentina próspera (2da Parte)

“En febrero de 1912, el Parlamento aprobó el proyecto de ley electoral enviado por el presidente Roque Sáenz Peña y estableció el voto universal, secreto y obligatorio para los varones mayores de 18 años… Hasta 1910, sólo el nueve por ciento de la población masculina habilitada para votar concurría a las urnas. La debilidad del rendimiento cívico era una pieza central de la hegemonía política del Régimen para conservar el poder”. (todas las citas de esta nota son del libro Marcados a fuego de Marcelo Larraquy). Esta ley posibilitó que el radical Hipólito Yrigoyen alcanzase la presidencia de la Nación en las primeras elecciones democráticas de nuestra historia.
Los conflictos obreros estuvieron lamentablemente lejos de solucionarse. Yrigoyen privilegió a los gremios de la corriente sindicalista –a cambio de sus votos– restándole todo apoyo a los gremios anarquistas o socialistas, que fueron por el contrario reprimidos. En una huelga de los basureros municipales en 1917, “el gobierno ejerció la represión y el reemplazo de trabajadores extranjeros por nativos reclutados de los comités de la UCR. Lo mismo sucedió en el conflicto de los ferroviarios de 1917, que afectó la exportación durante dos meses, en reclamo de una jornada de ocho horas y de la reglamentación laboral por sanción legislativa: Yrigoyen ordenó la vuelta al trabajo por decreto y, tras la desobediencia obrera, convocó a las tropas del Ejército, que dejaron dos muertos en los talleres ferroviarios”.
Pero lo peor estaba todavía por llegar: la Semana Trágica de 1919, que dejó entre 700 y 1,300 muertos. “La matanza descubriría la faceta más lúgubre de la política "obrerista" de Yrigoyen. Se inició con un conflicto metalúrgico no muy diferente de los habituales. Lo distintivo fue que, tras la tardía intervención conciliatoria del Ejecutivo, el Presidente cedió la represión y el control de Buenos Aires a las Fuerzas Armadas. Yrigoyen tampoco desarticularía los ‘batallones de civiles’ que se crearon durante la huelga y fueron a la caza de anarquistas, obreros y judíos para darles muerte o detenerlos ilegalmente y trasladarlos a las comisarías para aplicar las primeras torturas policiales del Estado”.
Otro hecho gravísimo fue la masacre de los peones rurales de la Patagonia que se levantaron en 1920 en demanda de mejores condiciones laborales. “En Santa Cruz, los peones trabajaban veintisiete días al mes en jornadas de dieciséis horas. De día arreaban las majadas de ovejas a dieciocho grados bajo cero. A la noche dormían apilados sobre cueros. Vivían agotados, sin familia, dinero ni destino”. Yrigoyen “comisionó al teniente coronel Varela, al mando del Regimiento 10° de Caballería, a una expedición al sur. La instrucción que recibió Varela en su reunión con el Presidente fue ‘ver bien lo que ocurría y cumplir con su deber’". Varela “cumplió con su deber” reduciendo “a la prisión y a la muerte a aproximadamente tres mil hombres… Los cuerpos de los huelguistas terminaron dispersos en el campo patagónico, fusilados, estaqueados, torturados, incendiados. Nadie los contó. Se cree que los muertos fueron mil o mil quinientos”. No hubo en el bando contrario ningún estanciero o administrador herido o muerto.
Yrigoyen nunca se hizo responsable por los hechos; la bancada de diputados de la UCR frenó la iniciativa socialista de formar una comisión investigadora. Los hechos fueron investigados años después por Osvaldo Bayer y el resultado se publicó bajo el título Los vengadores de la Patagonia trágica. Fue llevado también al cine por Héctor Olivera (La Patagonia rebelde - recomiendo a mis improbables lectores esta excelente película).
El radicalismo duraría apenas 14 años en el poder. Ya en los años 20 “el Ejército empezó a considerarse a sí mismo como la esencia de la nacionalidad” y a considerar inminente la hora de la espada, que reemplazaría a la democracia. Esa hora llegó en 1930 cuando una revolución militar puso fin a la segunda presidencia de Yrigoyen, inaugurando la nefasta era de los golpes en nuestro país. El gobierno militar resultante utilizó la violencia en forma sistemática –y en una escala inédita– contra adversarios políticos, dirigentes obreros y periodistas. Tras dos años en el poder llamó a elecciones para restablecer una democracia formal pero fraudulenta, que permitió que los políticos conservadores recuperasen el poder. A este período, que duró hasta un nuevo golpe en 1943, se lo suele conocer como Década Infame. Desde 1930 hasta el restablecimiento de la democracia en 1983, sólo dos gobiernos surgidos del voto terminaron su mandato: el de Justo –elegido en forma fraudulenta– y el primero de Perón. En seis ocasiones, gobiernos civiles fueron derrocados por golpes militares.
Hemos recorrido entonces nuestra historia desde los albores de la organización nacional hasta llegar a las puertas del primer peronismo. Hemos encontrado maquinarias político-militares al servicio de una clase o de un partido, proscripciones y persecuciones a adversarios políticos, explotación y miseria, represión brutal y criminalización de la protesta obrera. ¿Dónde está, en que huecos se esconde el país avanzado y desarrollado que tantos añoran?
Creo que la respuesta es: en ninguna parte. Ese país es sólo un mito. La Argentina estuvo marcada por la violencia política y social a través de toda su historia y su figura verdadera es por lo tanto muy diferente a la del país desarrollado y civilizado que se dice añorar.
Esto no significa que no haya habido grandezas en la Argentina. Sin dudas las hubo. Por poner un solo ejemplo: el sistema de educación pública, puesto en marcha por los gobiernos conservadores de la segunda mitad del siglo XIX, que fue un verdadero modelo a nivel mundial. Sólo quise poner de relieve que hay claroscuros en nuestra historia, como en todas las demás. y que es mejor y más maduro entenderlo y aceptarlo que quedar atrapados en mitos simplistas que no ayudan en el complejo desafío de construir un país mejor.

viernes, 12 de noviembre de 2010

El mito de la Argentina próspera (1ra Parte)

Mario Vargas Llosa, reciente Premio Nobel de Literatura y escritor al que admiro mucho (ver mi entrada del 11/10 en este mismo blog), declaró recientemente que la Argentina “era un país desarrollado, próspero" que "se ha ido subdesarrollando por razones puramente políticas... y para mí eso tiene un nombre, que es el peronismo”. Se trata de una opinión bastante común entre los antiperonistas. La pregunta clave es: ¿se sostiene?
La lectura de Marcados a fuego – la violencia en la historia argentina de Marcelo Larraquy me hace pensar que no. El libro de Larraquy arranca en 1890. En ese entonces el régimen gobernante estaba sostenido “por una coalición de oligarquías provinciales y una autoridad centralizada —y militarizada, en caso de sediciones—, con un fuerte liderazgo presidencial que arbitraba en los conflictos de la elite y controlaba la vida política por medio de una maquinaria electoral que amedrentaba el acceso al voto de la oposición partidaria” (Marcelo Larraquy – Marcados a fuego. Las citas a partir de acá son todas del mismo libro). En otras palabras, la oligarquía se aseguraba la permanencia en el poder para defender sus intereses, y no excluía la violencia ante cualquier intento de limitar dicho poder. Un ejemplo: en 1893 los suizos de las colonias agrícolas de Santa Fe se sublevaron ante un nuevo impuesto al quintal de trigo fijado por el gobierno provincial para aliviar su déficit fiscal (cualquier semejanza con la actualidad no es pura coincidencia). La sublevación de los colonos suizos fue finalmente derrotada. La represión fue terrible: “el hotelero Antonio von Will, (fue) degollado por el comandante Benito Romero para vengar la pérdida de su hermano Camilo, también comandante, ultimado por los colonos. Romero ordenó que degollaran a Will ‘a lo chancho’, y que removieran el cuchillo en su garganta. Lo dejaron morir desangrado en un arroyo” Y más adelante: “Esto era apenas una muestra del terror paraoficial que sobrevendría en la campaña. Los colonos fueron detenidos, saqueados y ultrajado... No hubo distinciones en la persecución. Familias de inmigrantes alemanes e italianos, que tuvieron una participación acotada en los alzamientos, también fueron reprimidas con ferocidad”.
Entre 1887 y 1889 ingresaron al país 450,000 inmigrantes; en muchos casos fueron muy maltratados: “En una carta publicada en la prensa obrera en 1891, el inmigrante José Wanza explicó que había llegado a la Argentina impulsado por agentes argentinos en Viena, que le hablaron de la riqueza y el bienestar del país. Pero, una vez en Buenos Aires, vagó por la ciudad sin encontrar trabajo. Según su relato, alojado ‘en el hotel de Inmigrantes, una inmunda cueva sucia, los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos. Nos amenazaron a echarnos a la calle si no aceptábamos una oferta de ir como jornaleros para el trabajo en plantaciones a Tucumán con un salario de 20 pesos por mes...’. Finalmente, aceptó”.
Las condiciones de vida de los inmigrantes solían ser miserables: “Según el censo de 1904, en la ciudad había 2462 conventillos de construcción precaria y con deficiencias sanitarias que estaban habitados por más de 150.000 personas, la sexta parte de la población de Buenos Aires. En cada cuarto vivían hasta diez personas, que además lo utilizaban como cocina y taller de costura o planchado”.
En semejante situación, los trabajadores empezaron a luchar por mejores condiciones: fueron violentamente reprimidos. En 1902, se puso en vigencia la ley 4144 –Ley de Residencia– en virtud de la cual podía ordenarse la expulsión del país de todo extranjero que perturbara la paz pública, comprometiera la seguridad nacional o participara de "delitos comunes". En 1907 la Marina fusiló a obreros portuarios de Ing White, que reclamaban la reincorporación de trabajadores despedidos, aumentos salariales y jornadas de ocho horas. “La Marina admitió su responsabilidad en el hecho…. El presidente Figueroa Alcorta no se pronunció, pero hizo reforzar la custodia de los edificios públicos”.
En 1906 el coronel Falcón fue designado jefe de la Policía para enfrentar el crecimiento de los disturbios sociales. Inmediatamente se encargó de militarizar la fuerza: “Falcón convirtió la Policía en un cuartel de guerra, con un sistema comando especializado en tácticas y estrategias militares, a fin de que el Estado tuviera el control ideológico de la sociedad y estuviese preparado para la acción violenta frente a los nuevos desafíos políticos y sociales”. En 1909, en medio de un clima agitado por huelgas y reclamos, la nueva policía reprimió a balazos una manifestación obrera: “Los revólveres Colt y los sables se descargaron sobre la multitud. Entre gritos y corridas, la manifestación se desbandó. Se cruzaron disparos. Los cuerpos empezaron a caer. La sangre tiñó los charcos de agua. Los muertos superaban la docena. Había casi ochenta heridos. Eran de origen español, italiano y ruso. Por la noche, Falcón ordenó redadas en locales anarquistas y socialistas. Hubo casi mil detenidos, muchos de los cuales empezaron a ser sumariados por violar la Ley de Residencia. Los esperaba la deportación. Tenían tres días para salir del país”. Se inició así la llamada Semana Roja. Al día siguiente, en el funeral de las víctimas, la policía volvió a cargar violentamente sobre los trabajadores. “El anarquismo y el socialismo llamaron a una huelga por la libertad de los detenidos... También reclamaron la renuncia de Falcón. La huelga duró una semana. Participaron cerca de trescientos mil trabajadores. Pero Falcón no renunció. Su acción fue apoyada por Figueroa Alcorta”. La violencia social desatada iba a cobrarse de todos modos la vida del coronel Falcón. Un militante anarquista, Simón Radowitzky, lo mató ese mismo año para vengar a sus compañeros muertos en la represión.
La historia se está haciendo larga pero, la verdad, queda todavía bastante tela para cortar, de modo que propongo seguirla en otra nota posterior.

sábado, 23 de octubre de 2010

El eterno retorno de lo mismo

“Esta lenta araña arrastrándose a la luz de la luna, y esta misma luz de la luna, y tú y yo cuchicheando en el portón, cuchicheando de eternas cosas, ¿no hemos coincidido ya en el pasado? ¿Y no recurriremos otra vez el largo camino, en ese largo tembloroso camino, no recurriremos eternamente?” Con estas palabras expuso Friedrich Nietzsche en su Así habló Zarathustra la doctrina del eterno retorno de lo mismo. No fue Nietzsche el primero en exponerla; Pitágoras y sus seguidores sostuvieron la concepción cíclica del tiempo y también lo hicieron los estoicos en el siglo III AC, pero a pesar de estos ilustres antecedentes, suele asociarse el eterno retorno al nombre del genial pensador alemán.
Jorge Luis Borges en un ensayo llamado La doctrina de los ciclos, incluido en Historia de la Eternidad explica la doctrina en estos términos: “El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse”. Borges señala –acertadamente a mi juicio– el origen matemático de la teoría en Nietzsche, pero lo hace para demolerla, y recurre para ello a los números transfinitos de Georg Cantor. Dice Borges: “Cantor destruye el fundamento de la tesis de Nietzsche. Afirma la perfecta infinitud del número de puntos del universo, y hasta de un metro de universo, o de una fracción de ese metro… El roce del hermoso juego de Cantor con el hermoso juego de Zarathustra es mortal para Zarathustra. Si el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un número infinito de combinaciones –y la necesidad de un eterno retorno queda vencida. Queda su mera posibilidad, computable en cero”.
Con dudas, con temor, pienso que la refutación de Borges es inválida. Me hace recordar el argumento –también falaz– del biólogo francés Pierre Lecompte du Noüy en defensa del creacionismo. Sostenía este científico que “en toda la vida del Universo no se podría haber formado al azar ni una sola molécula de proteína reconocible a partir de los distintos átomos constituyentes, y por lo tanto era necesaria la presencia de un creador” (Isaac Asimov – El planeta que no estaba). “El primer fallo de este argumento” dice Asimov “es pensar que los átomos se unirán de manera totalmente aleatoria. Se olvida que existen leyes químicas muy precisas que dictan como se han de agrupar los distintos átomos para formar compuestos... Las restricciones que implican las leyes de la química limitan el número de combinaciones y fuerzan a que, empezando con los mismos constituyentes sometidos a las mismas condiciones, se termine con productos muy parecidos”. O sea, la evolución no se maneja con el puro azar, sino con un azar guiado por las leyes de la física y de la química. No puedo evitar pensar que lo mismo podría responderse al argumento de Borges contra Zarathustra.
Sin embargo, en el mismo ensayo, Borges expone un segundo argumento –metafísico este vez– contra el eterno retorno, que sí me parece válido. “Una incertidumbre final, esta vez de orden metafísico. Aceptada la tesis de Zarathustra, no acabo de entender cómo dos procesos idénticos dejan de aglomerarse en uno. ¿Basta la mera sucesión, no verificada por nadie? A falta de un arcángel especial que lleve la cuenta, ¿qué significa el hecho de que atravesamos el ciclo trece mil quinientos catorce, y no el primero de la serie o el número trescientos veintidós con el exponente en dos mil? Nada, para la práctica –lo cual no daña al pensador. Nada para la inteligencia –lo cual ya es grave”. Soy incapaz de imaginar una refutación para este nuevo argumento borgiano contra el eterno retorno.
Esto me trae a la mente la interpretación que el novelista checo Milan Kundera hace sobre este tema. Para Kundera el eterno retorno es una manera mítica de afirmar el peso, la densidad del ser. “El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan”. (Milan Kundera – La insoportable levedad del ser).
Tal vez algún improbable lector se esté preguntando qué pienso yo de todo esto. Tiempo atrás, ante la muerte de un amigo, escribí lo siguiente: “él y nosotros ya derrotamos a la muerte de una vez y para siempre. En la historia de ese todo que llamamos "el Ser" o "el Universo" hay algo que existió, que venció a la nada, y que se llama como cada uno de nosotros. Somos para siempre una de las posibilidades del Ser que se realizaron, que no quedaron en la nada”. En otras palabras, todo pasa pero, desde una perspectiva intemporal del universo, lo que es, es para siempre. Creo que el eterno retorno es una forma de expresar esta idea.
En la disyuntiva entre peso y levedad que Kundera plantea en su novela elijo entonces el peso. Pero es preciso convertirnos, como Nietzsche quería, en personas capaces de aguantar la inmortalidad. “No anhelar distantes venturas y favores y bendiciones, sino vivir de modo que queramos volver a vivir, y así por toda la eternidad” (Friedrich Nietzsche – Fragmentos póstumos)