sábado, 23 de octubre de 2010

El eterno retorno de lo mismo

“Esta lenta araña arrastrándose a la luz de la luna, y esta misma luz de la luna, y tú y yo cuchicheando en el portón, cuchicheando de eternas cosas, ¿no hemos coincidido ya en el pasado? ¿Y no recurriremos otra vez el largo camino, en ese largo tembloroso camino, no recurriremos eternamente?” Con estas palabras expuso Friedrich Nietzsche en su Así habló Zarathustra la doctrina del eterno retorno de lo mismo. No fue Nietzsche el primero en exponerla; Pitágoras y sus seguidores sostuvieron la concepción cíclica del tiempo y también lo hicieron los estoicos en el siglo III AC, pero a pesar de estos ilustres antecedentes, suele asociarse el eterno retorno al nombre del genial pensador alemán.
Jorge Luis Borges en un ensayo llamado La doctrina de los ciclos, incluido en Historia de la Eternidad explica la doctrina en estos términos: “El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse”. Borges señala –acertadamente a mi juicio– el origen matemático de la teoría en Nietzsche, pero lo hace para demolerla, y recurre para ello a los números transfinitos de Georg Cantor. Dice Borges: “Cantor destruye el fundamento de la tesis de Nietzsche. Afirma la perfecta infinitud del número de puntos del universo, y hasta de un metro de universo, o de una fracción de ese metro… El roce del hermoso juego de Cantor con el hermoso juego de Zarathustra es mortal para Zarathustra. Si el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un número infinito de combinaciones –y la necesidad de un eterno retorno queda vencida. Queda su mera posibilidad, computable en cero”.
Con dudas, con temor, pienso que la refutación de Borges es inválida. Me hace recordar el argumento –también falaz– del biólogo francés Pierre Lecompte du Noüy en defensa del creacionismo. Sostenía este científico que “en toda la vida del Universo no se podría haber formado al azar ni una sola molécula de proteína reconocible a partir de los distintos átomos constituyentes, y por lo tanto era necesaria la presencia de un creador” (Isaac Asimov – El planeta que no estaba). “El primer fallo de este argumento” dice Asimov “es pensar que los átomos se unirán de manera totalmente aleatoria. Se olvida que existen leyes químicas muy precisas que dictan como se han de agrupar los distintos átomos para formar compuestos... Las restricciones que implican las leyes de la química limitan el número de combinaciones y fuerzan a que, empezando con los mismos constituyentes sometidos a las mismas condiciones, se termine con productos muy parecidos”. O sea, la evolución no se maneja con el puro azar, sino con un azar guiado por las leyes de la física y de la química. No puedo evitar pensar que lo mismo podría responderse al argumento de Borges contra Zarathustra.
Sin embargo, en el mismo ensayo, Borges expone un segundo argumento –metafísico este vez– contra el eterno retorno, que sí me parece válido. “Una incertidumbre final, esta vez de orden metafísico. Aceptada la tesis de Zarathustra, no acabo de entender cómo dos procesos idénticos dejan de aglomerarse en uno. ¿Basta la mera sucesión, no verificada por nadie? A falta de un arcángel especial que lleve la cuenta, ¿qué significa el hecho de que atravesamos el ciclo trece mil quinientos catorce, y no el primero de la serie o el número trescientos veintidós con el exponente en dos mil? Nada, para la práctica –lo cual no daña al pensador. Nada para la inteligencia –lo cual ya es grave”. Soy incapaz de imaginar una refutación para este nuevo argumento borgiano contra el eterno retorno.
Esto me trae a la mente la interpretación que el novelista checo Milan Kundera hace sobre este tema. Para Kundera el eterno retorno es una manera mítica de afirmar el peso, la densidad del ser. “El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan”. (Milan Kundera – La insoportable levedad del ser).
Tal vez algún improbable lector se esté preguntando qué pienso yo de todo esto. Tiempo atrás, ante la muerte de un amigo, escribí lo siguiente: “él y nosotros ya derrotamos a la muerte de una vez y para siempre. En la historia de ese todo que llamamos "el Ser" o "el Universo" hay algo que existió, que venció a la nada, y que se llama como cada uno de nosotros. Somos para siempre una de las posibilidades del Ser que se realizaron, que no quedaron en la nada”. En otras palabras, todo pasa pero, desde una perspectiva intemporal del universo, lo que es, es para siempre. Creo que el eterno retorno es una forma de expresar esta idea.
En la disyuntiva entre peso y levedad que Kundera plantea en su novela elijo entonces el peso. Pero es preciso convertirnos, como Nietzsche quería, en personas capaces de aguantar la inmortalidad. “No anhelar distantes venturas y favores y bendiciones, sino vivir de modo que queramos volver a vivir, y así por toda la eternidad” (Friedrich Nietzsche – Fragmentos póstumos)

sábado, 16 de octubre de 2010

Elogio de la lentitud

“La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre” dice el escritor checo Milan Kundera en su novela La lentitud. “Contrariamente al que va en moto, el que corre a pie está siempre presente en su cuerpo, permanentemente obligado a pensar en sus ampollas, en su jadeo; cuando corre siente su peso, su edad, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida. Todo cambia cuando el hombre delega la facultad de ser veloz a una máquina: a partir de entonces, su propio cuerpo queda fuera de juego y se entrega a una velocidad que es incorporal, inmaterial, pura velocidad, velocidad en sí misma, velocidad éxtasis”.
Es muy buena la observación de Kundera, sobre todo en tiempos como el que vivimos, en lo que todo parece que debe ser ya. Rapidez, agilidad, urgencia, son las palabras de hoy, las que están omnipresentes en la cantilena de los líderes empresarios. Klaus Schwab, fundador y presidente del Foro Económico Mundial, expuso la necesidad de correr, en los siguientes términos: “Estamos pasando de un mundo donde el grande se come al pequeño a un mundo donde los rápidos se comen a los lentos. (En Carl Honoré – Elogio de la lentitud).
Y voy a traer a colación una modesta anécdota personal: hace unos años, estando yo de vacaciones, mi gerente de aquel entonces me llamó para pedirme que las interrumpiese por un par de días para hacerle una presentación a un cliente, presentación que, de más está aclararlo, era urgentísima, no podía esperar, tenía que ser ya. Lo hice (que remedio me quedaba). El cliente tomó finalmente la decisión de compra… un año después. ¿Dónde estaba entonces la urgencia? ¿En la realidad o sólo en la imaginación de aquel gerente, colonizada por la ansiedad?
Volvamos a Kundera: “Curiosa alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis. Recuerdo una norteamericana, a la vez ceñuda y entusiasta… que hace treinta años me dio una lección (gélidamente teórica) sobre la liberación sexual; la palabra más recurrente en su discurso era la palabra «orgasmo»; conté las veces: cuarenta y tres. El culto al orgasmo: el utilitarismo puritano proyectado en la vida sexual; la eficacia contra la ociosidad; la reducción del coito a un obstáculo que hay que superar lo más rápidamente posible para alcanzar una explosión extática, única meta verdadera del amor y del universo”. Otra vez, tremendamente certero Kundera. La raíz de todo este asunto está en el utilitarismo puritano y su culto de la eficacia. Eso es lo que estaba en la cabeza del gerente de marras (sin que él lo sospechara, obviamente). Supongo que debe ser más divertido aplicarlo al sexo, como lo hacía la norteamericana de la historia, pero en el fondo lo mismo da.
Los idiomas conservan a veces una sabiduría escondida en sus rincones. En latín –y por derivación en nuestro castellano– la palabra para designar la ocupación es negocio que significa literalmente negación del ocio. Como si el ocio fuese el estado fundamental del hombre del que, esporádica y lamentablemente, cada tanto hay que salir para rebajarse a las actividades prácticas de la vida material. En contraposición, la palabra inglesa business proviene de busy, ocupado; es la condición de estar ocupado. La diferencia entre los lenguajes revela toda una diferencia entre las actitudes vitales, diferencia que el dominio económico que el mundo anglosajón ejerce va borrando de a poco.
Pero, ya que como hemos visto, esta obsesión por la velocidad es un tema cultural derivado del puritanismo utilitarista, podríamos preguntarnos: ¿es necesariamente válido? Dice Carl Honoré en la obra citada: “ha llegado el momento de poner en tela de juicio nuestra obsesión por hacerlo todo más rápido. Correr no es siempre la mejor manera de actuar. La evolución opera sobre el principio de la supervivencia de los más aptos, no de los más rápidos. No olvidemos quién ganó la carrera entre la tortuga y la liebre. A medida que nos apresuramos por la vida, cargando con más cosas hora tras hora, nos estiramos como una goma elástica hacia el punto de ruptura”. No se trata, claro está, de dejar de lado las responsabilidades para volcarnos a una fiaca improductiva, sino de recuperar la interioridad, el tiempo para volver a estar con nosotros mismos y con las personas amadas –que es la única forma de estar con uno mismo– escuchándose sin apuros, liberándose de esa necesidad de “tanto correr pa llegar a ningún lado” como dice la copla popular.
Que sea el maestro Kundera quien cierre esta nota: “¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay, ¿dónde estarán los paseantes de antaño? ¿Dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren; son felices”.

lunes, 11 de octubre de 2010

Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010

Soy definitivamente un borgeano. Si me viese forzado a elegir un solo escritor no lo dudaría un instante: Borges. Creo que es el escritor más importante del siglo XX en lengua castellana, y también que todos los escritores posteriores le deben algo; Borges cambió la forma de escribir en nuestro idioma.
Por eso seguramente mi improbable lector se sorprenderá por lo que voy a decir ahora: creo que la Academia Sueca tuvo razón en no otorgarle el Premio Nobel. Me explicaré: Alfred Nobel instituyó su premio para reconocer a “aquellos que durante el año precedente hayan realizado el mayor beneficio a la humanidad” (Alfred Nobel - Testamento). Y, el premio de Literatura es específicamente para “la persona que haya producido la obra más sobresaliente de tendencia idealista dentro del campo de la literatura” (Alfred Nobel - Testamento). En otras palabras, el ganador de un Premio Nobel debe ser una persona que encarne el ideal de servicio a la humanidad. Y Borges, cuando estaba maduro para ganar el premio, se mandó el macanón de alabar públicamente al indefendible tirano chileno Augusto Pinochet, y de aceptar un doctorado honoris causa en Chile. Es verdad que se arrepintió después, pero ya era tarde. También es verdad que muchas personas que no representan ni de cerca esos valores han ganado el famoso premio, pero ésa es otra cuestión. Borges perdió el Nobel y fue justo.
Si cuento esta historia es para contrastarla con la de Mario Vargas Llosa, reciente ganador del Premio Nobel de Literatura. Vargas Llosa viene defendiendo desde hace más de un cuarto de siglo una posición política de derecha. Es un liberal convencido. Pero su liberalismo no se limita al campo económico; es también, y sobre todo, un liberal en política. Como tal se ha opuesto siempre, en forma totalmente consecuente, a todos los regímenes dictatoriales, tanto de derecha como de izquierda. Entonces, uno puede estar o no estar de acuerdo con el liberalismo económico que Vargas Llosa defiende (yo en particular no lo estoy) pero se trata de una materia opinable; no es intrínsecamente contradictorio creer que ése es el mejor camino para llegar al mayor bienestar para todos. Y no hay dudas de que en el campo político Vargas Llosa defendió siempre los valores de la democracia y de la libertad.
En verdad me puso muy feliz este premio. No conozco la totalidad de la obra de Vargas Llosa pero sí la mayor parte. Creo que es un gran escritor –lo considero de hecho el escritor viviente más grande que yo haya leído– y además, por lo que dije antes, uno que representa perfectamente los ideales que el Premio Nobel promueve. Se trata entonces de un muy justo reconocimiento, que honra además a la Academia Sueca.
La obra de Vargas Llosa es política desde sus primeras novelas y cuentos. Pero lo es en el sentido profundo, no en el panfletario. Ya su primera novela, La ciudad y los perros, que transcurre en la Escuela Miltar Leoncio Prado, especie de microcosmos de la sociedad peruana, inicia una verdadera disección de esta sociedad –y por extensión de la latinoamericana– que va a continuar a lo largo de sus obras siguientes: Los cachorros, La casa verde y La conversación en la Catedral. Esta última es, de todas sus novelas, mi favorita. En palabras del crítico Alfredo Matilla Rivas la novela, de una tremenda complejidad estructural, “logra el análisis de la violencia en casi todos los niveles sociales, políticos y culturales del Perú urbano… universaliza la violencia, la convierte una vez más en el motor central del asunto”. La historia transcurre en la época de la dictadura de Odría; es, creo, uno de los intentos más logrados de contar una dictadura latinoamericana desde adentro. El hecho de que el personaje principal sea un funcionario relativamente menor –un secretario de estado– pero influyente, le otorga a mi juicio una particular eficacia.
Tal vez fue la densidad de estas novelas la que produjo el vuelco de su autor a dos novelas humorísticas memorables –Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor– seguidas por una monumental novela histórica, La guerra del fin del mundo, que narra la inverosímil, pero verdadera historia de Antonio Conselheiro, especie de santón y líder popular del nordeste brasileño a fines del siglo XIX. Esta novela implicó un enorme esfuerzo de investigación histórica por parte del escritor. Se trata de una novela clásica, escrita a la manera de las grandes novelas del siglo XIX a las que Vargas Llosa admira mucho.
Después vino Historia de Mayta, una novela relativamente menor pero que marca claramente el giro de su autor a la derecha. La novela cuenta la historia de un revolucionario marxista, Mayta, y su delirante intento de hacer una revolución socialista en el Perú. El tono es satírico y su blanco es claramente la izquierda latinoamericana. Por ejemplo, el grupo en el que milita Mayta, el POR (T) –escisión del Partido Obrero Revolucionario (la letra “T” es de “Trotskista")– tiene apenas cinco miembros. Antes califiqué a esta novela de menor, pero creo que lo es sólo por su extensión. A mi personalmente me gusta muchísimo y además se trata de una novela muy compleja. La historia, que transcurre en un apocalíptico Perú ficcional, se va construyendo con los testimonios –contradictorios a veces– de diferentes personajes. Al final el lector no está seguro de cual es el “verdadero” Mayta.
Para mi gusto el escritor entró a partir de ese momento en una especie de declinación, probablemente debida en parte a su mayor dedicación a la miltancia política. Publicó sin embargo un par de obras notables: la excelente novela breve Lituma en los Andes, con la que ganó el premio Planeta en 1993, y La fiesta del chivo, obra de denuncia, muy bien lograda, que transcurre durante la terrible dictadura de Trujillo en Santo Domingo.
Otro inmenso escritor contemporáneo, Abelardo Castillo, escribió este sábado en la revista Ñ: “En los mejores libros de Vargas Llosa no se va a encontrar nunca una idea reaccionaria… De Balzac podemos decir que era reaccionario, monárquico y católico. Sin embargo La comedia humana es la serie de libros más antimonárquica, más anticatólica y más progresista que se escribió en Francia. Es en ese sentido que se puede establecer una división muy clara entre el hombre en cuanto ideólogo y el hombre en cuanto escritor”. O sea, según Castillo, un gran escritor siempre va más allá de su ideología y puede ser disfrutado plenamente por quienes no la comparten. Creo que Castillo tiene toda la razón. Sólo me resta agregar “por suerte”.