domingo, 12 de septiembre de 2010

El Jesús de la fe

La concepción iluminista de la historia, a la que hice referencia en la entrada anterior, dominó completamente el mundo occidental durante el siglo XIX y comienzos del XX. Hubo en la primera mitad del siglo XX un pensador, el sociólogo francés Lucien Levy-Bruhl, que se propuso estudiar la manera precisa en la que se había producido el pasaje de la mentalidad primitiva a la mentalidad racional moderna. Fracasó totalmente. Finalmente tuvo que reconocer que los rasgos que el iluminismo consideraba primitivos coexisten con los modernos en los seres humanos de todas las épocas. El progreso, tal como lo concebía el iluminismo, simplemente no existe.
Es por lo tanto presuntuoso –y hasta riesgoso– dejar de lado la opinión de las generaciones anteriores, eso que suele llamarse la tradición. Y no se trata de conservadurismo; por el contrario, creo que la tradición debe ser reinterpretada según las formas de ver y sentir el mundo propias de cada tiempo. Pero que nuestra ciencia y nuestra tecnología sean superiores a las de la antigüedad o el medioevo no implica que nuestra concepción general del mundo también lo sea. Y si no me creen pregúntenle a Levy-Bruhl.
Por esta razón es que, para reflexionar acerca de quien fue Jesús realmente, prefiero partir de la tradición, de las definiciones de los concilios en definitiva, ya que fueron los concilios quienes estuvieron en las mejores condiciones para encontrar una respuesta a esa espinosa cuestión.
La respuesta que los concilios encontraron se apoya en los conceptos de naturaleza y persona. Y es que, como es natural, los obispos utilizaron los conceptos filosóficos vigentes en su tiempo. En otras palabras, hicieron exactamente lo que yo propuse más arrriba: reinterpretaron la tradición a partir de la concepción del mundo propia de su época.
En la filosofía neoplatónica en boga durante los primeros siglos de nuestra era, el concepto de naturaleza responde a la pregunta de qué es algo. El concepto de persona por su parte responde a la pregunta de quien es alguien. Está claro que, según esta filosofía, todos los seres del universo poseen una naturaleza pero no todos son personas. Sólo lo son los seres de naturaleza espiritual.
Utilizando estos conceptos, y no sin grandes discusiones, el Concilio de Calcedonia llegó finalmente en el siglo V a la siguiente definición: Jesús es una única persona, pero tiene dos naturalezas, una humana y otra divina. A la pregunta “¿quién sos?”, Jesús respondería, según el concilio, con una respuesta única; pero a la pregunta “¿qué sos?”, por el contrario, respondería dos cosas: soy plenamente hombre y soy plenamente Dios.
Esta es la posición de la ortodoxia cristiana, aceptada tanto por católicos, ortodoxos y protestantes. La pregunta que cabe hacer es, ¿nos sirve todavía?
La duda es pertinente ya que hoy en día no concebimos el mundo en los términos del siglo V. Si tenemos que responder qué es una cosa pensamos más bien en su estructura molecular. Si se trata de seres vivos pensaríamos en genotipos y fenotipos en continua evolución, no en su naturaleza inmutable. Y nuestra concepción de persona también ha cambiado. Para nosotros no tiene sentido hablar de una persona en sí misma sino sólo como parte de un contexto sociocultural y en relación con otras personas. Dicha red de relaciones forma parte de la esencia misma de lo que una persona es.
Acerca de Dios también pensamos muy diferente; baste considerar la difusión que el ateísmo tiene en nuestro mundo. En una entrada anterior intenté sin embargo mostrar que un Dios "dentro" de los seres puede resultar mucho más aceptable para la mentalidad contemporánea que el Dios “arriba” o “en los cielos” . En esta concepción, lo divino es una dimensión del ser y sólo puede encontrarse a Dios en la propia interioridad. Soy conciente de que estoy reemplazando un conjunto de metáforas por otro, pero para referirnos a la Realidad Última sólo contamos con metáforas, y tenemos que usar las que más nos sirven.
Creo que utilizando esta concepción de Dios, y la forma de pensar hoy en el universo personal, podemos dar un nuevo sentido a la respuesta ortodoxa sobre Jesús. Dejemos que sea un muy distinguido teólogo quien nos lo explique: “Sin lugar a dudas, pues, Jesús es el público abogado de la causa de Dios. Y no en el simple sentido jurídico-externo, como mero delegado, plenipotenciario o defensor de Dios. Lo es también en el sentido existencial íntimo más profundo… Ante Jesús, el hombre, sin coacción de ninguna clase, es cierto, pero de una manera directa e inexorable, se ve confrontado con la realidad última… Esa realidad última es la que mueve a Jesús en todo su vivir y en todo su obrar” (Hans Kung, El desafío cristiano).
Voy a atreverme a parafrasear este párrafo del siguiente modo: una persona es, de algún modo, su proyecto de vida. Jesús, más que ningún otro hombre antes y después que él, puso su proyecto de vida en la profundización de la dimensión divina en él; en esa realidad última que es el fundamento de todos los seres y que llamamos Dios. Por eso puede ser llamado legítimamente Hijo de Dios, a pesar de haber sido íntegralmente un hombre.
Una respuesta conjetural por cierto, y una que no todos aceptarán. Pero, ¿qué otra cosa más que conjeturas podemos hacer en este terreno? Orar, claro, con las palabras que la misma tradición nos legó: In te Domine speravi, non confundar in aeternum –en ti Señor espero, no me veré confundido para siempre.

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