Hace años, el gerente general de la empresa de informática en la que trabajo solía decir: “vendedor es el que vende”. No es que a ese caballero, persona muy inteligente por otra parte, le agradaran las perogrulladas. Lo decía irónicamente para referirse a algunos que, buscando mejorar su status, lograban pasar al área de ventas. De más está aclarar que no hacían ni el más mínimo esfuerzo por entender algo de las complejas tecnologías que la empresa distribuía. Pero, claro, el problema era que, para poder venderlas, algo había que entender del tema y estos pobres chicos no entendían una pepa. Entonces sus tarjetas de negocios decían “representante de ventas” pero, lo que se dice vender, no vendían ni medio. La moraleja es que no importa lo que el pedacito de cartulina traiga impreso. Vendedor es sólo el que vende.
Traje esta historia a colación porque el espectáculo de esos miles de chicos el día de la primavera, emborrachándose con cerveza o vino barato en las plazas de Buenos Aires, me trajo a la mente una variante de la famosa frase: “estudiante es el que estudia”. No quien calienta una silla en alguna escuela o figura como tal en la planilla de algún burócrata. Estudiante es el que estudia. Y yo tengo la fuerte sospecha de que la enorme mayoría de esos jóvenes ni siquiera sospechan lo que es estudiar.
Lamentaría mucho estar equivocado pero muchísimo más lamento estar tan seguro de que no lo estoy. Disto mucho de ser un experto en el tema pero lo conozco bien, por mis hijos, por los hijos de mis amigos, por mis muchos amigos que trabajan como docentes. La educación está en una profundísima crisis que puede arrastrar consigo a toda la cultura occidental; así de grave es la cosa.
No se trata del problema de un gobierno, ni siquiera de la Argentina. Si bien es cierto que en la Argentina el problema adquiere una gravedad inusitada por el bajísimo porcentaje del ingreso que se asigna a educación –bajo incluso comparado con el de otros países latinoamericanos– la crisis es mundial. Yo sospecho que está relacionada con una crisis general de valores. Pero ya dije que no soy ningún experto, de modo que dejaré a hablar a alguien que sí lo es: “cuando nos manifestamos escandalizados al advertir… que casi el 70% de nuestros niños y jóvenes no comprende lo que lee, es preciso tener presente que posiblemente ellos no comprendan lo que leen en los libros, pero comprenden muy bien lo que leen en la sociedad… Con su olfato entrenado para detectar la hipocresía, los jóvenes leen con gran agudeza las señales que envía el mundo en el que deberán vivir. Siguen con gran dedicación las enseñanzas de sus maestros en ese mundo, los verdaderos pedagogos nacionales: la televisión, la publicidad, el cine, el deporte, la música popular, la política y todo lo que entra en los espacios de celebridad que ellos definen” (Guillermo Jaim Etcheverry – La tragedia educativa).
Por si alguien no lo ubica bien, el autor del párrafo anterior es ex-rector de la Universidad de Buenos Aires, investigador científico y experto en temas de educación. La obra citada es un libro de lectura imprescindible para entender la gravedad de la situación; su mismo título lo dice todo.
¿Cuáles son esas señales que según Jaim Etcheverry reciben nuestros jóvenes de los medios? “Nuestra sociedad, que honra la ambición descontrolada, recompensa la codicia, celebra el materialismo, tolera la corrupción, cultiva la superficialidad, desprecia el intelecto y adora el poder adquisitivo, pretende luego dirigirse a los jóvenes para convencerlos, con la palabra, de la fuerza del conocimiento, de las bondades de la cultura y de la supremacía del espíritu”. Y no es una afirmación hecha a la ligera sino que está respaldada por sólidos estudios: “Una investigación realizada no hace mucho entre estudiantes secundarios de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires por Eduardo D’Alessio muestra que el 52% de los jóvenes considera que tener éxito en la vida es hacer lo que les gusta, mientras que el 46% reparte sus respuestas entre ganar mucho dinero, lograr estabilidad económica, ser profesional reconocido, ser famoso y ganar dinero sin trabajar” (Guillermo Jaim Etcheverry – obra citada).
Uno de los resultados inmediatos de esta verdadera banalización de la vida es la desvalorización del lenguaje y su reemplazo por la imagen, con el consiguiente empobrecimiento del lenguaje, que alcanza en la juventud actual niveles verdaderamente patéticos. Puede ser cierto que una imagen diga más que mil palabras, pero en todo caso lo que dice es otra cosa. La verdad es que la mayor parte del conocimiento, tanto en las ciencias duras como en las disciplinas humanísticas, requiere del lenguaje –y de la lectura– para su expresión y difusión. La pobreza en el manejo del lenguaje condena a esos jóvenes a quedarse definitivamente fuera del mundo del conocimiento.
El libro de Jaim Etcheverry es de 1999. El fin de semana pasado, el escritor peruano Mario Vargas Llosa publicó en La Nación un artículo titulado sugestivamente La era del bufón. Cito uno de sus párrafos: “Divertirse a como dé lugar, aun cuando ello conlleve transgredir las más elementales normas de urbanidad, ética, estética y el mero buen gusto, es el mandamiento primero de la cultura de nuestro tiempo. La libertad, privilegio de que gozan los países occidentales y hoy, por fortuna, un buen número de países del resto del mundo, a la vez que garantiza la convivencia, el derecho de crítica, la competencia, la alternancia en el poder, permite también excesos que van socavando los fundamentos de la legalidad, ensanchando ésta a extremos en que ella misma resulta negada. Lo peor es que para ese mal no hay remedio, pues mediatizar o suprimir la libertad tendría, en todos los casos, consecuencias todavía más nefastas para la información que su trivialización”. En otras palabras, es la propia dinámica del sistema democrático-liberal la que lleva a la degradación de la cultura, situación de la que no parece posible salir ya que los remedios serían peores todavía que la enfermedad.
¿Entonces? Confieso que no lo sé. No querría hacer futurología pero me siento poco optimista. No puedo dejar de recordar que las culturas parecen eternas para quienes nacemos y nos nutrimos de ellas, pero lo real es que nacen, se desarrollan, y también mueren. Y nuestra cultura parece haber entrado en una decadencia que no imagino cómo revertir. Termino estas modestas reflexiones con los versos del poeta japonés Matsuo Basho:
“Las patrias se derrumban,
ríos y montañas permanecen;
sobre las ruinas del castillo
verdea la hierba, es primavera”
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