Según Aristóteles, el asombro es la principal fuente de la filosofía. Conviene entonces –al menos a aquellos que tengan inclinaciones filosóficas– considerar al mundo con el debido asombro. Y, la verdad, razones no faltan; por el contrario, el universo es pródigo en hechos sorprendentes. Pero tal vez ninguno lo sea tanto como nuestros propios cerebros que, a pesar de estar hechos con los mismos materiales con los que se construyen mesas, palos de escoba o pelotas de fútbol, se las arreglan para pensar, sentir y generar eso que llamamos conciencia. Una parte muy pequeñita del universo es conciente de todo el resto. ¿Cómo puede ser esto posible?
El hecho es tan sorprendente cuando nos paramos a pensar en él (¡usando nuestro cerebro, claro!) que dio origen a una concepción del mundo que todavía tiene una gran influencia: el dualismo psicofísico. Según esta concepción, el universo está compuesto por dos tipos de substancias: una extensa –la materia– y otra pensante –el espíritu. El espíritu sería quien realmente piensa, siente, recuerda; el cerebro, meramente un instrumento. Descartes, que fue uno de los más notables defensores del dualismo, sostenía que el espíritu reside en una parte específica del cerebro: la glándula pineal. Allí, utilizando los nervios como campanillas, envía sus órdenes al resto del cuerpo.
La idea de Descartes puede sonar risible hoy en día. Sin embargo hace poco más de 30 años, dos pensadores de gran prestigio –el filósofo Karl Popper y el premio Nobel de medicina John Eccles– publicaron un libro muy influyente llamado El yo y su cerebro, en el que defendieron una concepción dualista o, para ser más rigurosos, triádica. Según Popper y Eccles, todos los entes del universo están dispuestos en tres niveles: el Mundo 1 –las cosas materiales, incluyendo los cerebros humanos; el Mundo 2 –los estados mentales; y el Mundo 3 –los productos de la actividad mental tales como teorías, sinfonías, poemas, etc. Para explicar cómo interactúa la mente inmaterial (Mundo 2) con el cerebro (Mundo 1), Eccles utiliza una metáfora: la mente sería como un músico virtuoso, que toca la corteza cerebral como si fuese un instrumento de inusual complejidad. Está claro que esto no está demasiado lejos de Descartes y sus campanillas.
El mayor problema del dualismo es justamente ése: cómo explicar la interacción entre la mente inmaterial y el cerebro. La ciencia sólo reconoce interacciones entre entes materiales, de modo que el dualismo psicofísico se coloca de entrada al margen de ella. La interacción entre una mente inmaterial y un cerebro material violaría por otra parte uno de los principios mejor establecidos de la física: el de la conservación de la energía.
Por estas y otras razones, la inmensa mayoría de los investigadores que trabajan hoy en este tema han adoptado el monismo psicofísico. Esta concepción sostiene que hay una única substancia en el universo –la materia– y que la mente consiste en funciones o procesos materiales.
Para explicar de qué modo ocurre esto, los monistas psicofísicos suelen recurrir a la noción de emergencia. En el transcurso de la evolución –dicen– los objetos materiales se van ensamblando en estructuras cada vez más complejas, y en este proceso emergen nuevas propiedades de las que los componentes individuales carecen.
Un ejemplo de propiedad emergente sería el estado de agregación: una molécula aislada no es un gas, ni un líquido, ni un sólido, pero al ensamblarse con otros trillones de moléculas similares emerge el estado de agregación correspondiente, con su comportamiento específico. Con la mente –dicen los materialistas– ocurre en esencia lo mismo.
Esto, sin embargo, no resuelve todos los problemas. Los físicos pueden explicar, por ejemplo, el comportamiento de un gas a partir de las propiedades de las moléculas individuales. La teoría cinética de los gases brinda una explicación de ese tipo. No se puede decir lo mismo de las propiedades mentales. Lo que los neurofisiólogos pueden hacer a lo sumo es correlacionar. Por ejemplo, correlacionar las sensaciones visuales con la activación de un grupo X de neuronas. Pero esto claramente no explica la experiencia subjetiva de ver el bellísimo rojo de un cielo de verano al atardecer.
Un pensador que ha insistido en esta limitación del monismo psicofísico es el filósofo estadounidense Thomas Nagel. En un famoso artículo llamado What is it like to be a bat y en un libro posterior llamado The view from nowhere, Nagel sostiene que la ciencia presupone una descripción objetiva del mundo, en tercera persona. Deja por lo tanto afuera -por método- a la descripción subjetiva, o en primera persona. El problema –dice Nagel– es que en el estudio de la conciencia, dejar afuera a la perspectiva de primera persona es dejar afuera todo lo importante.
El tema es sumamente controversial y la postura de Nagel es criticada por otro notable filósofo estadounidense, Daniel Dennett, quien en su libro Consciousness explained niega que las experiencias subjetivas sean privadas e inaccesibles como Nagel las describe. Hay una novela, absolutamente deliciosa, del inglés David Lodge, basada en esta controversia. El protagonista de la novela –un doctor Messenger, inspirado explícitamente en Daniel Dennett- se enfrenta a una novelista de formación católica, aunque no practicante, que defiende el carácter eminentemente subjetivo de la conciencia. La novela, que se llama Pensamientos secretos, es divertidísima y, a la vez, muy aleccionadora. Se la recomiendo mucho a mis improbables lectores.
¿Qué pienso yo? La verdad es que carece de importancia; no soy más que un dilettante, un amateur que se pasea con ávido interés por temas que no domina. Confieso sin embargo que mis simpatías se inclinan hacia el lado de Nagel. Indudablemente la ciencia ha avanzado, y puede avanzar muchísimo más, en su entendimiento del cerebro humano. Pero creo que siempre quedará un residuo de subjetividad inaccesible a sus métodos, que deberá ser explorado a través de las relaciones interpersonales. O de la literatura, que es el “registro de la consciencia humana… más rico y exhaustivo que poseemos” (David Lodge – La conciencia y la novela).
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