Aunque probablemente no se haya notado demasiado, hace bastante tiempo que leo y medito sobre el problema mente-cerebro; es uno de los problemas filosóficos que más me han apasionado a lo largo de toda mi vida. Y hay algo de lo que he llegado a estar absolutamente convencido, al igual que la mayor parte de los investigadores: todos los hechos mentales son procesos que ocurren en un cerebro vivo. Dicho en otras palabras, no creo en la existencia independiente de espíritus. El espíritu –o la mente– no son cosas; son funciones del sistema nervioso central.
La verdadera divisoria de aguas en el debate contemporáneo no está allí, sino en el énfasis que se pone –o no– en el carácter privado de la experiencia subjetiva. Hay investigadores que defienden el monismo psicofísico pero creen a la vez en lo que suele denominarse la teoría del doble aspecto, según la cual cada hecho mental tiene dos aspectos: uno físico, que es el que estudian las neurociencias, y otro propiamente mental, subjetivo.
En el artículo anterior mencioné a Thomas Nagel como uno de los filósofos más notables que creen esto último. El fisiólogo mexicano Arturo Rosenblueth fue otro investigador que adhirió a la teoría del doble aspecto. En su libro Cerebro y mente la explica en estos términos: “Los postulados que he propuesto conducen a considerar que un proceso mental y los fenómenos neurofisiológicos que le están correlacionados representan dos aspectos de un solo y mismo evento. El aspecto mental es el que percibimos directamente; el neurofisiológico es el que adquiere el evento cuando lo interpretamos como un proceso que se desarrolla en el universo material”. La mayoría de estos pensadores e investigadores están convencidos de que la conciencia debe estudiarse como cualquier otro fenómeno, mediante los métodos de la ciencia; lo único que discuten es cuan completo puede llegar a ser el conocimiento de la conciencia adquirido de este modo.
Está claro que el monismo psicofísico es una forma de materialismo y, como tal, afecta a temas tales como la existencia de Dios –o al menos su naturaleza– y el libre albedrío. Respecto del primero de los dos temas, dije antes que no creo en la existencia independiente de espíritus. Dado que la ortodoxia de muchas religiones –la cristiana entre ellas– sostiene que Dios es un espíritu puro, es obvio que no puedo adherir a dicha ortodoxia. En un artículo publicado el 19 de agosto de este año en este mismo blog, defendí una visión panteísta, según la cual Dios sería igual a la Naturaleza. En realidad el panteísmo es un poco más sutil: distingue entre la Naturaleza como proceso creador (natura naturans) y la Naturaleza como el conjunto de objetos creados por dicho proceso (natura naturata). Ambos son inseparables, obviamente, pero el Dios del panteísmo –que es un Dios que opera “desde adentro de las cosas mismas” – se identifica con la natura naturans.
A algunas personas les resulta chocante esta “materialización” de Dios. A mi no. No creo que haya nada desagradable ni sucio en la materia, salvo los prejuicios que durante siglos se acumularon en su contra. Uno de los más extendidos es el de considerarla inerte, cuando ya desde Newton se conoce por el contrario su carácter extraordinariamente dinámico, que todas las teorías científicas posteriores no han hecho más que reforzar.
En cuanto al libre albedrío, el tema es tan obscuro que resulta difícil hablar de él. Si por libre albedrío se entiende que hay actos de los seres humanos que no guardan ningún tipo de relación con ningún hecho previo, la noción es tan absurda que nadie puede creer en ella. Un dualista –esto es, un defensor de la existencia del espíritu como entidad separada– diría que no se trata de eso; libre albedrío significaría para él que el espíritu, tal vez condicionado pero no determinado por el cuerpo, podría decidir libremente las acciones de las personas. Ahora, esto, de ser cierto, violaría el principio de conservación de la energía. Como dice el gran filósofo argentino Mario Bunge, puestos a elegir entre los viejos prejuicios de origen religioso y las ciencias más duras, elegimos sin dudarlo a estas últimas.
¿Significa esto que tenemos que abandonar la noción de libre albedrío? De ningún modo. Para explicarlo mejor recurriré a un ejemplo: un programa de computadora que juega al ajedrez. Si el juego es considerado por un ajedrecista, éste va a explicar las jugadas del programa de acuerdo con las leyes del juego. Si por el contrario, quien lo considera es un programador, va a explicar las mismas jugadas en función de cómo ha sido programado el software. Exactamente lo mismo ocurre con las personas; cuando las consideramos como agentes morales, entendemos sus acciones como surgidas del libre albedrío. Cuando son estudiadas por un neurocientífico, sus acciones intentarán ser explicadas como respuestas determinadas por el estado del cerebro y los estímulos que éste recibe. Así como el programa de computadora tiene las reglas del ajedrez incorporadas en su naturaleza, el ser humano tiene la libertad de elección incorporada en su sistema nervioso central. No creo que sea necesario recurrir a ninguna propiedad misteriosa o fantasmal para explicarlo.
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