sábado, 7 de agosto de 2010

La generación setentista

Me fastidian mucho los fanáticos. Y voy a ilustrar con una pequeña historia lo que entiendo aquí por fanático. Tuve un compañero en la secundaria, un gordo atorrante, muy simpático. Un buen día, inesperadamente, el gordo se convirtió al evangelismo. A partir de ese momento, cada vez que nos encontrábamos yo me daba cuenta de que el pibe estaba sólo esperando el momento para meter en la conversación el tema de la religión y su eterno “date una vuelta por la iglesita”. El gordo se había vuelto unidimensional.
Las personas normales, a diferencia de mi amigo, tienen por el contrario múltiples dimensiones, a veces incluso medio contradictorias, lo cual lejos de restar, suma. Suma profundidad, hondura. Y esto se manifiesta de un modo muy especial en esas charlas aparentemente triviales entre amigos, en las que se habla de fútbol, de política, del trabajo o de minas. Es decir, en la superficie se habla de eso. En el fondo, lo que cada uno está poniendo sobre la mesa es mucho más que el tema en cuestión; está poniendo de algún modo su ser entero, su persona, que se expresa a través de esa conversación en apariencia insubstancial. Lo dice muy bien Ernesto Sábato en una de sus novelas: “Su pudor le impedía hablar de hechos tan significativos como el tiempo y la muerte. Pero Bruno podía adivinarlos porque aquel muchacho (¿aquel hombre?) era como su propio pasado y podía descifrar sus pensamientos más recónditos a través de palabras tan triviales como caramba, que lástima, esos bancos de cemento, esos caminitos de asfalto, no sé, yo creo, mientras abría y cerraba su cortaplumas de una manera que parecía destinada a controlar el estado de su funcionamiento” (Ernesto Sábato, Abbadon el exterminador).
Y es que la capacidad de diálogo está en la esencia misma de lo que somos. En el diálogo están las relaciones “yo-tu” que, según el filósofo judío Martin Buber, son constitutivas de la persona. Implícitas en el diálogo están la libertad, la capacidad de disenso, el respeto por la opinión ajena.
Llego así a mi tesis: eso que suele denominarse "juventud idealista de los 70s" fue en realidad un grupo de fanáticos. Yo los conocí, no estoy hablando de cosas leídas sino de cosas vividas. Me acuerdo por ejemplo de la noche en que cayó el gobierno de Cámpora. Yo salía a las once de la noche de la facultad con un santiagueño compañero de estudios cuando fuimos interceptados en la puerta por otro compañero. “¡De aquí no sale nadie, carajo!” nos gritó “¡La facultad está tomada!”. Ni siquiera sabíamos que militaba en la JP. Nosotros habíamos estado unas 15 horas en la facultad; queríamos irnos a casa. “Dejá de joder chango” le dice el santiagueño, con su tono provinciano, tomándoselo medio a la chacota. “¡Dije que no se va nadie!” repitió el otro, y desefundó un arma muy grande. Yo no entiendo nada de armas pero era un arma de guerra, estoy seguro. Veinte años tenía el pendejo. Lo que más me impactó, y más recuerdo de la historia es la mirada que tenía ese chico cuando nos amenazaba. Era la mirada de un fanático. Un año antes ese pibe era uno más del grupo de primer año. Ya no lo era. Como el gordo de la historia anterior éste se había convertido en un evangelista del socialismo nacional. Otro ser unidimensional.
Obviamente después me cansé de ver personajes como este. Fanáticos, obsesionados con la revolución… y con la muerte. No me acuerdo donde fue que leí que, cuando los militantes de JP cantaban el himno, el canto les salía medio anodino hasta que llegaban a la parte que dice “o juremos con gloria morir”. Esa la gritaban. Porque era lo que anhelaban en el fondo: matar y morir con gloria. El grito franquista de “¡viva la muerte!” les habría calzado muy bien. No casualmente muchos de ellos venían del nacionalismo católico.
Algún improbable lector podrá objetar en este punto que, para hacer una revolución, hay que volverse unidimensional. Un revolucionario sólo piensa en la revolución. Puede ser. Pero cabe preguntar entonces, ¿era tan necesaria una revolución social en la Argentina de los 70? Dejemos que conteste un ex militante de la ficción: “Hace cuarenta años, cuando teníamos quince o veinte y empezamos a meternos en política, la Argentina era un país bastante próspero. Todos lo sabemos, pero últimamente estuve mirando algunos números para ver si no nos equivocábamos, si no era otro de esos recuerdos que uno se fabrica. No era: la desocupación no era importante, la desigualdad no era tan bruta, había pobreza pero no miseria, las escuelas y los hospitales públicos funcionaban bien, había jubilaciones decentes, hasta había un futuro… Teníamos industrias en serio, fabricábamos coches, heladeras, aviones, había trenes que iban a todos lados, una flota mercante, las mejores editoriales en castellano… Entonces apareció nuestra famosa generación y decidió que ese país era un desastre” (Martín Caparrós, A quien corresponda).
Conclusión: no me hablen de la juventud idealista de los 70s. No me parece maravillosa en lo más mínimo. Y más que idealistas los veo como fanáticos. Denme para admirar más bien a gente común, con ideales pero capaz de disfrutar a la vez de las cosas aparentemente triviales de la vida. Y sobre todo, capaz de algo que para esos militantes de los 70s era impensable: dialogar. De gentes como esta puedo llegar en ocasiones a ser un adversario; un enemigo, nunca.

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