domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Materia pensante? Comentarios adicionales

Aunque probablemente no se haya notado demasiado, hace bastante tiempo que leo y medito sobre el problema mente-cerebro; es uno de los problemas filosóficos que más me han apasionado a lo largo de toda mi vida. Y hay algo de lo que he llegado a estar absolutamente convencido, al igual que la mayor parte de los investigadores: todos los hechos mentales son procesos que ocurren en un cerebro vivo. Dicho en otras palabras, no creo en la existencia independiente de espíritus. El espíritu –o la mente– no son cosas; son funciones del sistema nervioso central.
La verdadera divisoria de aguas en el debate contemporáneo no está allí, sino en el énfasis que se pone –o no– en el carácter privado de la experiencia subjetiva. Hay investigadores que defienden el monismo psicofísico pero creen a la vez en lo que suele denominarse la teoría del doble aspecto, según la cual cada hecho mental tiene dos aspectos: uno físico, que es el que estudian las neurociencias, y otro propiamente mental, subjetivo.
En el artículo anterior mencioné a Thomas Nagel como uno de los filósofos más notables que creen esto último. El fisiólogo mexicano Arturo Rosenblueth fue otro investigador que adhirió a la teoría del doble aspecto. En su libro Cerebro y mente la explica en estos términos: “Los postulados que he propuesto conducen a considerar que un proceso mental y los fenómenos neurofisiológicos que le están correlacionados representan dos aspectos de un solo y mismo evento. El aspecto mental es el que percibimos directamente; el neurofisiológico es el que adquiere el evento cuando lo interpretamos como un proceso que se desarrolla en el universo material”. La mayoría de estos pensadores e investigadores están convencidos de que la conciencia debe estudiarse como cualquier otro fenómeno, mediante los métodos de la ciencia; lo único que discuten es cuan completo puede llegar a ser el conocimiento de la conciencia adquirido de este modo.
Está claro que el monismo psicofísico es una forma de materialismo y, como tal, afecta a temas tales como la existencia de Dios –o al menos su naturaleza– y el libre albedrío. Respecto del primero de los dos temas, dije antes que no creo en la existencia independiente de espíritus. Dado que la ortodoxia de muchas religiones –la cristiana entre ellas– sostiene que Dios es un espíritu puro, es obvio que no puedo adherir a dicha ortodoxia. En un artículo publicado el 19 de agosto de este año en este mismo blog, defendí una visión panteísta, según la cual Dios sería igual a la Naturaleza. En realidad el panteísmo es un poco más sutil: distingue entre la Naturaleza como proceso creador (natura naturans) y la Naturaleza como el conjunto de objetos creados por dicho proceso (natura naturata). Ambos son inseparables, obviamente, pero el Dios del panteísmo –que es un Dios que opera “desde adentro de las cosas mismas” – se identifica con la natura naturans.
A algunas personas les resulta chocante esta “materialización” de Dios. A mi no. No creo que haya nada desagradable ni sucio en la materia, salvo los prejuicios que durante siglos se acumularon en su contra. Uno de los más extendidos es el de considerarla inerte, cuando ya desde Newton se conoce por el contrario su carácter extraordinariamente dinámico, que todas las teorías científicas posteriores no han hecho más que reforzar.
En cuanto al libre albedrío, el tema es tan obscuro que resulta difícil hablar de él. Si por libre albedrío se entiende que hay actos de los seres humanos que no guardan ningún tipo de relación con ningún hecho previo, la noción es tan absurda que nadie puede creer en ella. Un dualista –esto es, un defensor de la existencia del espíritu como entidad separada– diría que no se trata de eso; libre albedrío significaría para él que el espíritu, tal vez condicionado pero no determinado por el cuerpo, podría decidir libremente las acciones de las personas. Ahora, esto, de ser cierto, violaría el principio de conservación de la energía. Como dice el gran filósofo argentino Mario Bunge, puestos a elegir entre los viejos prejuicios de origen religioso y las ciencias más duras, elegimos sin dudarlo a estas últimas.
¿Significa esto que tenemos que abandonar la noción de libre albedrío? De ningún modo. Para explicarlo mejor recurriré a un ejemplo: un programa de computadora que juega al ajedrez. Si el juego es considerado por un ajedrecista, éste va a explicar las jugadas del programa de acuerdo con las leyes del juego. Si por el contrario, quien lo considera es un programador, va a explicar las mismas jugadas en función de cómo ha sido programado el software. Exactamente lo mismo ocurre con las personas; cuando las consideramos como agentes morales, entendemos sus acciones como surgidas del libre albedrío. Cuando son estudiadas por un neurocientífico, sus acciones intentarán ser explicadas como respuestas determinadas por el estado del cerebro y los estímulos que éste recibe. Así como el programa de computadora tiene las reglas del ajedrez incorporadas en su naturaleza, el ser humano tiene la libertad de elección incorporada en su sistema nervioso central. No creo que sea necesario recurrir a ninguna propiedad misteriosa o fantasmal para explicarlo.

sábado, 27 de noviembre de 2010

¿Materia pensante?

Según Aristóteles, el asombro es la principal fuente de la filosofía. Conviene entonces –al menos a aquellos que tengan inclinaciones filosóficas– considerar al mundo con el debido asombro. Y, la verdad, razones no faltan; por el contrario, el universo es pródigo en hechos sorprendentes. Pero tal vez ninguno lo sea tanto como nuestros propios cerebros que, a pesar de estar hechos con los mismos materiales con los que se construyen mesas, palos de escoba o pelotas de fútbol, se las arreglan para pensar, sentir y generar eso que llamamos conciencia. Una parte muy pequeñita del universo es conciente de todo el resto. ¿Cómo puede ser esto posible?
El hecho es tan sorprendente cuando nos paramos a pensar en él (¡usando nuestro cerebro, claro!) que dio origen a una concepción del mundo que todavía tiene una gran influencia: el dualismo psicofísico. Según esta concepción, el universo está compuesto por dos tipos de substancias: una extensa –la materia– y otra pensante –el espíritu. El espíritu sería quien realmente piensa, siente, recuerda; el cerebro, meramente un instrumento. Descartes, que fue uno de los más notables defensores del dualismo, sostenía que el espíritu reside en una parte específica del cerebro: la glándula pineal. Allí, utilizando los nervios como campanillas, envía sus órdenes al resto del cuerpo.
La idea de Descartes puede sonar risible hoy en día. Sin embargo hace poco más de 30 años, dos pensadores de gran prestigio –el filósofo Karl Popper y el premio Nobel de medicina John Eccles– publicaron un libro muy influyente llamado El yo y su cerebro, en el que defendieron una concepción dualista o, para ser más rigurosos, triádica. Según Popper y Eccles, todos los entes del universo están dispuestos en tres niveles: el Mundo 1 –las cosas materiales, incluyendo los cerebros humanos; el Mundo 2 –los estados mentales; y el Mundo 3 –los productos de la actividad mental tales como teorías, sinfonías, poemas, etc. Para explicar cómo interactúa la mente inmaterial (Mundo 2) con el cerebro (Mundo 1), Eccles utiliza una metáfora: la mente sería como un músico virtuoso, que toca la corteza cerebral como si fuese un instrumento de inusual complejidad. Está claro que esto no está demasiado lejos de Descartes y sus campanillas.
El mayor problema del dualismo es justamente ése: cómo explicar la interacción entre la mente inmaterial y el cerebro. La ciencia sólo reconoce interacciones entre entes materiales, de modo que el dualismo psicofísico se coloca de entrada al margen de ella. La interacción entre una mente inmaterial y un cerebro material violaría por otra parte uno de los principios mejor establecidos de la física: el de la conservación de la energía.
Por estas y otras razones, la inmensa mayoría de los investigadores que trabajan hoy en este tema han adoptado el monismo psicofísico. Esta concepción sostiene que hay una única substancia en el universo –la materia– y que la mente consiste en funciones o procesos materiales.
Para explicar de qué modo ocurre esto, los monistas psicofísicos suelen recurrir a la noción de emergencia. En el transcurso de la evolución –dicen– los objetos materiales se van ensamblando en estructuras cada vez más complejas, y en este proceso emergen nuevas propiedades de las que los componentes individuales carecen.
Un ejemplo de propiedad emergente sería el estado de agregación: una molécula aislada no es un gas, ni un líquido, ni un sólido, pero al ensamblarse con otros trillones de moléculas similares emerge el estado de agregación correspondiente, con su comportamiento específico. Con la mente –dicen los materialistas– ocurre en esencia lo mismo.
Esto, sin embargo, no resuelve todos los problemas. Los físicos pueden explicar, por ejemplo, el comportamiento de un gas a partir de las propiedades de las moléculas individuales. La teoría cinética de los gases brinda una explicación de ese tipo. No se puede decir lo mismo de las propiedades mentales. Lo que los neurofisiólogos pueden hacer a lo sumo es correlacionar. Por ejemplo, correlacionar las sensaciones visuales con la activación de un grupo X de neuronas. Pero esto claramente no explica la experiencia subjetiva de ver el bellísimo rojo de un cielo de verano al atardecer.
Un pensador que ha insistido en esta limitación del monismo psicofísico es el filósofo estadounidense Thomas Nagel. En un famoso artículo llamado What is it like to be a bat y en un libro posterior llamado The view from nowhere, Nagel sostiene que la ciencia presupone una descripción objetiva del mundo, en tercera persona. Deja por lo tanto afuera -por método- a la descripción subjetiva, o en primera persona. El problema –dice Nagel– es que en el estudio de la conciencia, dejar afuera a la perspectiva de primera persona es dejar afuera todo lo importante.
El tema es sumamente controversial y la postura de Nagel es criticada por otro notable filósofo estadounidense, Daniel Dennett, quien en su libro Consciousness explained niega que las experiencias subjetivas sean privadas e inaccesibles como Nagel las describe. Hay una novela, absolutamente deliciosa, del inglés David Lodge, basada en esta controversia. El protagonista de la novela –un doctor Messenger, inspirado explícitamente en Daniel Dennett- se enfrenta a una novelista de formación católica, aunque no practicante, que defiende el carácter eminentemente subjetivo de la conciencia. La novela, que se llama Pensamientos secretos, es divertidísima y, a la vez, muy aleccionadora. Se la recomiendo mucho a mis improbables lectores.
¿Qué pienso yo? La verdad es que carece de importancia; no soy más que un dilettante, un amateur que se pasea con ávido interés por temas que no domina. Confieso sin embargo que mis simpatías se inclinan hacia el lado de Nagel. Indudablemente la ciencia ha avanzado, y puede avanzar muchísimo más, en su entendimiento del cerebro humano. Pero creo que siempre quedará un residuo de subjetividad inaccesible a sus métodos, que deberá ser explorado a través de las relaciones interpersonales. O de la literatura, que es el “registro de la consciencia humana… más rico y exhaustivo que poseemos” (David Lodge – La conciencia y la novela).

miércoles, 17 de noviembre de 2010

El mito de la Argentina próspera (2da Parte)

“En febrero de 1912, el Parlamento aprobó el proyecto de ley electoral enviado por el presidente Roque Sáenz Peña y estableció el voto universal, secreto y obligatorio para los varones mayores de 18 años… Hasta 1910, sólo el nueve por ciento de la población masculina habilitada para votar concurría a las urnas. La debilidad del rendimiento cívico era una pieza central de la hegemonía política del Régimen para conservar el poder”. (todas las citas de esta nota son del libro Marcados a fuego de Marcelo Larraquy). Esta ley posibilitó que el radical Hipólito Yrigoyen alcanzase la presidencia de la Nación en las primeras elecciones democráticas de nuestra historia.
Los conflictos obreros estuvieron lamentablemente lejos de solucionarse. Yrigoyen privilegió a los gremios de la corriente sindicalista –a cambio de sus votos– restándole todo apoyo a los gremios anarquistas o socialistas, que fueron por el contrario reprimidos. En una huelga de los basureros municipales en 1917, “el gobierno ejerció la represión y el reemplazo de trabajadores extranjeros por nativos reclutados de los comités de la UCR. Lo mismo sucedió en el conflicto de los ferroviarios de 1917, que afectó la exportación durante dos meses, en reclamo de una jornada de ocho horas y de la reglamentación laboral por sanción legislativa: Yrigoyen ordenó la vuelta al trabajo por decreto y, tras la desobediencia obrera, convocó a las tropas del Ejército, que dejaron dos muertos en los talleres ferroviarios”.
Pero lo peor estaba todavía por llegar: la Semana Trágica de 1919, que dejó entre 700 y 1,300 muertos. “La matanza descubriría la faceta más lúgubre de la política "obrerista" de Yrigoyen. Se inició con un conflicto metalúrgico no muy diferente de los habituales. Lo distintivo fue que, tras la tardía intervención conciliatoria del Ejecutivo, el Presidente cedió la represión y el control de Buenos Aires a las Fuerzas Armadas. Yrigoyen tampoco desarticularía los ‘batallones de civiles’ que se crearon durante la huelga y fueron a la caza de anarquistas, obreros y judíos para darles muerte o detenerlos ilegalmente y trasladarlos a las comisarías para aplicar las primeras torturas policiales del Estado”.
Otro hecho gravísimo fue la masacre de los peones rurales de la Patagonia que se levantaron en 1920 en demanda de mejores condiciones laborales. “En Santa Cruz, los peones trabajaban veintisiete días al mes en jornadas de dieciséis horas. De día arreaban las majadas de ovejas a dieciocho grados bajo cero. A la noche dormían apilados sobre cueros. Vivían agotados, sin familia, dinero ni destino”. Yrigoyen “comisionó al teniente coronel Varela, al mando del Regimiento 10° de Caballería, a una expedición al sur. La instrucción que recibió Varela en su reunión con el Presidente fue ‘ver bien lo que ocurría y cumplir con su deber’". Varela “cumplió con su deber” reduciendo “a la prisión y a la muerte a aproximadamente tres mil hombres… Los cuerpos de los huelguistas terminaron dispersos en el campo patagónico, fusilados, estaqueados, torturados, incendiados. Nadie los contó. Se cree que los muertos fueron mil o mil quinientos”. No hubo en el bando contrario ningún estanciero o administrador herido o muerto.
Yrigoyen nunca se hizo responsable por los hechos; la bancada de diputados de la UCR frenó la iniciativa socialista de formar una comisión investigadora. Los hechos fueron investigados años después por Osvaldo Bayer y el resultado se publicó bajo el título Los vengadores de la Patagonia trágica. Fue llevado también al cine por Héctor Olivera (La Patagonia rebelde - recomiendo a mis improbables lectores esta excelente película).
El radicalismo duraría apenas 14 años en el poder. Ya en los años 20 “el Ejército empezó a considerarse a sí mismo como la esencia de la nacionalidad” y a considerar inminente la hora de la espada, que reemplazaría a la democracia. Esa hora llegó en 1930 cuando una revolución militar puso fin a la segunda presidencia de Yrigoyen, inaugurando la nefasta era de los golpes en nuestro país. El gobierno militar resultante utilizó la violencia en forma sistemática –y en una escala inédita– contra adversarios políticos, dirigentes obreros y periodistas. Tras dos años en el poder llamó a elecciones para restablecer una democracia formal pero fraudulenta, que permitió que los políticos conservadores recuperasen el poder. A este período, que duró hasta un nuevo golpe en 1943, se lo suele conocer como Década Infame. Desde 1930 hasta el restablecimiento de la democracia en 1983, sólo dos gobiernos surgidos del voto terminaron su mandato: el de Justo –elegido en forma fraudulenta– y el primero de Perón. En seis ocasiones, gobiernos civiles fueron derrocados por golpes militares.
Hemos recorrido entonces nuestra historia desde los albores de la organización nacional hasta llegar a las puertas del primer peronismo. Hemos encontrado maquinarias político-militares al servicio de una clase o de un partido, proscripciones y persecuciones a adversarios políticos, explotación y miseria, represión brutal y criminalización de la protesta obrera. ¿Dónde está, en que huecos se esconde el país avanzado y desarrollado que tantos añoran?
Creo que la respuesta es: en ninguna parte. Ese país es sólo un mito. La Argentina estuvo marcada por la violencia política y social a través de toda su historia y su figura verdadera es por lo tanto muy diferente a la del país desarrollado y civilizado que se dice añorar.
Esto no significa que no haya habido grandezas en la Argentina. Sin dudas las hubo. Por poner un solo ejemplo: el sistema de educación pública, puesto en marcha por los gobiernos conservadores de la segunda mitad del siglo XIX, que fue un verdadero modelo a nivel mundial. Sólo quise poner de relieve que hay claroscuros en nuestra historia, como en todas las demás. y que es mejor y más maduro entenderlo y aceptarlo que quedar atrapados en mitos simplistas que no ayudan en el complejo desafío de construir un país mejor.

viernes, 12 de noviembre de 2010

El mito de la Argentina próspera (1ra Parte)

Mario Vargas Llosa, reciente Premio Nobel de Literatura y escritor al que admiro mucho (ver mi entrada del 11/10 en este mismo blog), declaró recientemente que la Argentina “era un país desarrollado, próspero" que "se ha ido subdesarrollando por razones puramente políticas... y para mí eso tiene un nombre, que es el peronismo”. Se trata de una opinión bastante común entre los antiperonistas. La pregunta clave es: ¿se sostiene?
La lectura de Marcados a fuego – la violencia en la historia argentina de Marcelo Larraquy me hace pensar que no. El libro de Larraquy arranca en 1890. En ese entonces el régimen gobernante estaba sostenido “por una coalición de oligarquías provinciales y una autoridad centralizada —y militarizada, en caso de sediciones—, con un fuerte liderazgo presidencial que arbitraba en los conflictos de la elite y controlaba la vida política por medio de una maquinaria electoral que amedrentaba el acceso al voto de la oposición partidaria” (Marcelo Larraquy – Marcados a fuego. Las citas a partir de acá son todas del mismo libro). En otras palabras, la oligarquía se aseguraba la permanencia en el poder para defender sus intereses, y no excluía la violencia ante cualquier intento de limitar dicho poder. Un ejemplo: en 1893 los suizos de las colonias agrícolas de Santa Fe se sublevaron ante un nuevo impuesto al quintal de trigo fijado por el gobierno provincial para aliviar su déficit fiscal (cualquier semejanza con la actualidad no es pura coincidencia). La sublevación de los colonos suizos fue finalmente derrotada. La represión fue terrible: “el hotelero Antonio von Will, (fue) degollado por el comandante Benito Romero para vengar la pérdida de su hermano Camilo, también comandante, ultimado por los colonos. Romero ordenó que degollaran a Will ‘a lo chancho’, y que removieran el cuchillo en su garganta. Lo dejaron morir desangrado en un arroyo” Y más adelante: “Esto era apenas una muestra del terror paraoficial que sobrevendría en la campaña. Los colonos fueron detenidos, saqueados y ultrajado... No hubo distinciones en la persecución. Familias de inmigrantes alemanes e italianos, que tuvieron una participación acotada en los alzamientos, también fueron reprimidas con ferocidad”.
Entre 1887 y 1889 ingresaron al país 450,000 inmigrantes; en muchos casos fueron muy maltratados: “En una carta publicada en la prensa obrera en 1891, el inmigrante José Wanza explicó que había llegado a la Argentina impulsado por agentes argentinos en Viena, que le hablaron de la riqueza y el bienestar del país. Pero, una vez en Buenos Aires, vagó por la ciudad sin encontrar trabajo. Según su relato, alojado ‘en el hotel de Inmigrantes, una inmunda cueva sucia, los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos. Nos amenazaron a echarnos a la calle si no aceptábamos una oferta de ir como jornaleros para el trabajo en plantaciones a Tucumán con un salario de 20 pesos por mes...’. Finalmente, aceptó”.
Las condiciones de vida de los inmigrantes solían ser miserables: “Según el censo de 1904, en la ciudad había 2462 conventillos de construcción precaria y con deficiencias sanitarias que estaban habitados por más de 150.000 personas, la sexta parte de la población de Buenos Aires. En cada cuarto vivían hasta diez personas, que además lo utilizaban como cocina y taller de costura o planchado”.
En semejante situación, los trabajadores empezaron a luchar por mejores condiciones: fueron violentamente reprimidos. En 1902, se puso en vigencia la ley 4144 –Ley de Residencia– en virtud de la cual podía ordenarse la expulsión del país de todo extranjero que perturbara la paz pública, comprometiera la seguridad nacional o participara de "delitos comunes". En 1907 la Marina fusiló a obreros portuarios de Ing White, que reclamaban la reincorporación de trabajadores despedidos, aumentos salariales y jornadas de ocho horas. “La Marina admitió su responsabilidad en el hecho…. El presidente Figueroa Alcorta no se pronunció, pero hizo reforzar la custodia de los edificios públicos”.
En 1906 el coronel Falcón fue designado jefe de la Policía para enfrentar el crecimiento de los disturbios sociales. Inmediatamente se encargó de militarizar la fuerza: “Falcón convirtió la Policía en un cuartel de guerra, con un sistema comando especializado en tácticas y estrategias militares, a fin de que el Estado tuviera el control ideológico de la sociedad y estuviese preparado para la acción violenta frente a los nuevos desafíos políticos y sociales”. En 1909, en medio de un clima agitado por huelgas y reclamos, la nueva policía reprimió a balazos una manifestación obrera: “Los revólveres Colt y los sables se descargaron sobre la multitud. Entre gritos y corridas, la manifestación se desbandó. Se cruzaron disparos. Los cuerpos empezaron a caer. La sangre tiñó los charcos de agua. Los muertos superaban la docena. Había casi ochenta heridos. Eran de origen español, italiano y ruso. Por la noche, Falcón ordenó redadas en locales anarquistas y socialistas. Hubo casi mil detenidos, muchos de los cuales empezaron a ser sumariados por violar la Ley de Residencia. Los esperaba la deportación. Tenían tres días para salir del país”. Se inició así la llamada Semana Roja. Al día siguiente, en el funeral de las víctimas, la policía volvió a cargar violentamente sobre los trabajadores. “El anarquismo y el socialismo llamaron a una huelga por la libertad de los detenidos... También reclamaron la renuncia de Falcón. La huelga duró una semana. Participaron cerca de trescientos mil trabajadores. Pero Falcón no renunció. Su acción fue apoyada por Figueroa Alcorta”. La violencia social desatada iba a cobrarse de todos modos la vida del coronel Falcón. Un militante anarquista, Simón Radowitzky, lo mató ese mismo año para vengar a sus compañeros muertos en la represión.
La historia se está haciendo larga pero, la verdad, queda todavía bastante tela para cortar, de modo que propongo seguirla en otra nota posterior.