lunes, 27 de septiembre de 2010

21 de septiembre - Día de... ¿quienes?

Hace años, el gerente general de la empresa de informática en la que trabajo solía decir: “vendedor es el que vende”. No es que a ese caballero, persona muy inteligente por otra parte, le agradaran las perogrulladas. Lo decía irónicamente para referirse a algunos que, buscando mejorar su status, lograban pasar al área de ventas. De más está aclarar que no hacían ni el más mínimo esfuerzo por entender algo de las complejas tecnologías que la empresa distribuía. Pero, claro, el problema era que, para poder venderlas, algo había que entender del tema y estos pobres chicos no entendían una pepa. Entonces sus tarjetas de negocios decían “representante de ventas” pero, lo que se dice vender, no vendían ni medio. La moraleja es que no importa lo que el pedacito de cartulina traiga impreso. Vendedor es sólo el que vende.
Traje esta historia a colación porque el espectáculo de esos miles de chicos el día de la primavera, emborrachándose con cerveza o vino barato en las plazas de Buenos Aires, me trajo a la mente una variante de la famosa frase: “estudiante es el que estudia”. No quien calienta una silla en alguna escuela o figura como tal en la planilla de algún burócrata. Estudiante es el que estudia. Y yo tengo la fuerte sospecha de que la enorme mayoría de esos jóvenes ni siquiera sospechan lo que es estudiar.
Lamentaría mucho estar equivocado pero muchísimo más lamento estar tan seguro de que no lo estoy. Disto mucho de ser un experto en el tema pero lo conozco bien, por mis hijos, por los hijos de mis amigos, por mis muchos amigos que trabajan como docentes. La educación está en una profundísima crisis que puede arrastrar consigo a toda la cultura occidental; así de grave es la cosa.
No se trata del problema de un gobierno, ni siquiera de la Argentina. Si bien es cierto que en la Argentina el problema adquiere una gravedad inusitada por el bajísimo porcentaje del ingreso que se asigna a educación –bajo incluso comparado con el de otros países latinoamericanos– la crisis es mundial. Yo sospecho que está relacionada con una crisis general de valores. Pero ya dije que no soy ningún experto, de modo que dejaré a hablar a alguien que sí lo es: “cuando nos manifestamos escandalizados al advertir… que casi el 70% de nuestros niños y jóvenes no comprende lo que lee, es preciso tener presente que posiblemente ellos no comprendan lo que leen en los libros, pero comprenden muy bien lo que leen en la sociedad… Con su olfato entrenado para detectar la hipocresía, los jóvenes leen con gran agudeza las señales que envía el mundo en el que deberán vivir. Siguen con gran dedicación las enseñanzas de sus maestros en ese mundo, los verdaderos pedagogos nacionales: la televisión, la publicidad, el cine, el deporte, la música popular, la política y todo lo que entra en los espacios de celebridad que ellos definen” (Guillermo Jaim Etcheverry – La tragedia educativa).
Por si alguien no lo ubica bien, el autor del párrafo anterior es ex-rector de la Universidad de Buenos Aires, investigador científico y experto en temas de educación. La obra citada es un libro de lectura imprescindible para entender la gravedad de la situación; su mismo título lo dice todo.
¿Cuáles son esas señales que según Jaim Etcheverry reciben nuestros jóvenes de los medios? “Nuestra sociedad, que honra la ambición descontrolada, recompensa la codicia, celebra el materialismo, tolera la corrupción, cultiva la superficialidad, desprecia el intelecto y adora el poder adquisitivo, pretende luego dirigirse a los jóvenes para convencerlos, con la palabra, de la fuerza del conocimiento, de las bondades de la cultura y de la supremacía del espíritu”. Y no es una afirmación hecha a la ligera sino que está respaldada por sólidos estudios: “Una investigación realizada no hace mucho entre estudiantes secundarios de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires por Eduardo D’Alessio muestra que el 52% de los jóvenes considera que tener éxito en la vida es hacer lo que les gusta, mientras que el 46% reparte sus respuestas entre ganar mucho dinero, lograr estabilidad económica, ser profesional reconocido, ser famoso y ganar dinero sin trabajar” (Guillermo Jaim Etcheverry – obra citada).
Uno de los resultados inmediatos de esta verdadera banalización de la vida es la desvalorización del lenguaje y su reemplazo por la imagen, con el consiguiente empobrecimiento del lenguaje, que alcanza en la juventud actual niveles verdaderamente patéticos. Puede ser cierto que una imagen diga más que mil palabras, pero en todo caso lo que dice es otra cosa. La verdad es que la mayor parte del conocimiento, tanto en las ciencias duras como en las disciplinas humanísticas, requiere del lenguaje –y de la lectura– para su expresión y difusión. La pobreza en el manejo del lenguaje condena a esos jóvenes a quedarse definitivamente fuera del mundo del conocimiento.
El libro de Jaim Etcheverry es de 1999. El fin de semana pasado, el escritor peruano Mario Vargas Llosa publicó en La Nación un artículo titulado sugestivamente La era del bufón. Cito uno de sus párrafos: “Divertirse a como dé lugar, aun cuando ello conlleve transgredir las más elementales normas de urbanidad, ética, estética y el mero buen gusto, es el mandamiento primero de la cultura de nuestro tiempo. La libertad, privilegio de que gozan los países occidentales y hoy, por fortuna, un buen número de países del resto del mundo, a la vez que garantiza la convivencia, el derecho de crítica, la competencia, la alternancia en el poder, permite también excesos que van socavando los fundamentos de la legalidad, ensanchando ésta a extremos en que ella misma resulta negada. Lo peor es que para ese mal no hay remedio, pues mediatizar o suprimir la libertad tendría, en todos los casos, consecuencias todavía más nefastas para la información que su trivialización”. En otras palabras, es la propia dinámica del sistema democrático-liberal la que lleva a la degradación de la cultura, situación de la que no parece posible salir ya que los remedios serían peores todavía que la enfermedad.
¿Entonces? Confieso que no lo sé. No querría hacer futurología pero me siento poco optimista. No puedo dejar de recordar que las culturas parecen eternas para quienes nacemos y nos nutrimos de ellas, pero lo real es que nacen, se desarrollan, y también mueren. Y nuestra cultura parece haber entrado en una decadencia que no imagino cómo revertir. Termino estas modestas reflexiones con los versos del poeta japonés Matsuo Basho:
“Las patrias se derrumban,
ríos y montañas permanecen;
sobre las ruinas del castillo
verdea la hierba, es primavera”

viernes, 17 de septiembre de 2010

Sobre Luis Alberto Romero, el gobierno y los derechos humanos

El prestigioso historiador Luis Alberto Romero, hombre de ideas socialdemócratas, escribió esta semana en Clarín un artículo titulado El gobierno decidió reescribir el Nunca Más. El artículo, que puede encontrarse en http://www.clarin.com/opinion/Gobierno-decidio-reescribir_0_336566400.html, me dio la oportunidad de polemizar con algunos amigos que son bastante más pro-K que yo. Me pareció útil publicar aquí parte de lo que escribí sobre el tema.
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En primer lugar, y para dejar las cosas bien claras desde un principio, yo abomino de la dictadura militar y de sus siniestros procederes. Apoyé (apoyo todavía) al gobierno de Alfonsín sin reservas por haber juzgado a esos genocidas. Sigo creyendo que el hecho sin precedentes de que un gobierno civil haya juzgado y condenado a los dictadores militares que lo precedieron es una gesta histórica heroica, mucho más teniendo en cuenta el gran poder con el que los militares contaban todavía en aquel momento (y que se manifestó años después en los lamentables sucesos de Semana Santa). Apoyo también al actual gobierno en su esfuerzo por seguir haciendo que los genocidas paguen sus crímenes. Por mi todos los represores pueden pudrirse en la cárcel; no les deseo mejor destino.
En segundo lugar, no estoy –y nunca estuve– de acuerdo con la llamada “teoría de los dos demonios”. Pero acá hay que matizar un poco: estoy de acuerdo en que dicha teoría sirve más que nada para que buena parte de la sociedad se haga la inocente (“nosotros éramos tan buenos y vinieron dos demonios malvados a destrozarse frente a nuestros ojos”). También concuerdo en que no hay simetría entre los grupos guerrilleros y el Estado. A pesar de que estoy convencido que había que combatir a la guerrilla, ese combate debió haberse mantenido siempre dentro de los márgenes de la ley. Y es una flagrante mentira que esto no se podía hacer. Una demostración es que Italia lo hizo. Pero todo esto no exime de ninguna manera a los grupos de la izquierda radicalizada de los 70s de su enorme responsabilidad histórica. Y creo que muchos de esos militantes nos deben todavía su autocrítica. Sin duda muchos conocerán la carta de Oscar Del Barco, ex militante en los 60s del llamado Ejército Guerrillero del Pueblo. Si no la conocen búsquenla; es un ejercicio de esa autocrítica que creo que hace falta en forma más generalizada. Transcribo uno de sus párrafos: “Ningun justificativo nos vuelve inocentes. No hay "causas" ni "ideales" que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano. Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar "absolutamente otro". Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás. Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás”.
Como dije en otra cocasión, fui estudiante universitario en los 70s y conocí en forma directa a muchos militantes de esos grupos. Más tarde leí, charlé y medité mucho sobre el tema. Creo entender bastante bien algunas de las razones que llevaron a una radicalización tan extrema, pero sigo pensando que fue un delirio. Martín Caparrós, de quien leí con verdadero apasionamiento su monumental obra La Voluntad, escrita en colaboración con Eduardo Anguita, expresa muy bien ese carácter delirante en un párrafo de su novela A quien corresponda que ya cité en una entrada anterior: “Hace cuarenta años, cuando teníamos quince o veinte y empezamos a meternos en política, la Argentina era un país bastante próspero. Todos lo sabemos, pero últimamente estuve mirando algunos números para ver si no nos equivocábamos, si no era otro de esos recuerdos que uno se fabrica. No era: la desocupación no era importante, la desigualdad no era tan bruta, había pobreza pero no miseria, las escuelas y los hospitales públicos funcionaban bien, había jubilaciones decentes, hasta había un futuro… Teníamos industrias en serio, fabricábamos coches, heladeras, aviones, había trenes que iban a todos lados, una flota mercante, las mejores editoriales en castellano… Entonces apareció nuestra famosa generación y decidió que ese país era un desastre”. O sea, no fue un análisis de la realidad objetiva lo que llevó a esos grupos a radicalizarse así. Siempre he creído que fueron herederos del espíritu rebelde de la generación beatnik, de las andanzas de Jack Kerouac, sólo que en nuestro caso mediatizadas por el Che y su teoría manifiestamente incorrecta del foquismo revolucionario. Pero el espíritu de rebelión romántica fue el mismo.
Ese espíritu de los tiempos –zeitgeist– fue el que hizo que en los 70 se volviese chic ser peronista de izquierda. Comparto la preocupación de Romero acerca de la situación de hoy; creo que está pasando algo parecido. Mientras que es un mérito indudable de este gobierno el haber vuelto a politizar a la juventud, creo que esto se está haciendo de modo muy unilateral y poco reflexivo, con una lógica amigo-enemigo que lleva, naturalmente, a la justificación de la violencia. Si yo percibo a mi adversario como enemigo de lo nacional por definición, entonces es lógico que quiera eliminarlo, no escucharlo o polemizar con él. Ojo, no estoy diciendo que las cosas hayan llegado, o vayan necesariamente a llegar, tan lejos. Espero lo mismo que Romero que esta vez la historia se repita en tono de farsa.
Este asunto de la lógica amigo-enemigo tiene mucho que ver con la apropiación que hace el gobierno de la lucha por la memoria y por la vigencia de los derechos (comentario marginal: lo que dice Romero sobre el nulo respeto que tenían las organizaciones de izquierda en los 70s por los derechos humanos, es absolutamente correcto. Todas ellas los consideraban, al igual que la democracia, como parte de la superestructura burguesa que sería barrida por la revolución). Cuando Alfonsín, con todas las inevitables limitaciones que se quieran señalar, llevó adelante los juicios, no hubo ni el más mínimo intento del gobierno de apropiarse de esa gesta. Me parece que la actitud del gobierno actual es muy diferente. Las Madres –organización que se ganó un justificado respeto mundial por su heroica lucha– son hoy en día casi un apéndice del partido gobernante –hecho casi patético si uno recuerda que fue un presidente de ese mismo partido, que en aquel entonces gozaba además de las simpatías de Néstor Kirchner, quien indultó a los comandantes del genocidio.
En el fondo se trata de una expresión más de uno de los temas que siempre me han alejado del peronismo: me refiero a la confusión constante que hay en este movimiento entre partido, gobierno y Estado. Otra manifestación de lo mismo es lo que pasa hoy en el canal estatal; hay programas de buena calidad, sin duda, pero los programas políticos son monótonamente oficialistas. Esto no es inevitable en modo alguno; en la RAI, por ejemplo, está lleno de programas donde le pegan a Berlusconi como en bolsa. Pero, ¿por qué irnos a Europa? En la época de Alfonsín los canales de TV eran todos estatales y en muchos programas políticos le pegaban al gobierno, en muchos casos con saña, sin que haya existido ningún intento de hacerlos callar o de censurarlos. Creo honestamente que esta diferencia en el trato a la prensa, por mal intencionada que ésta pueda ser a veces, es una verdadera divisioria de aguas entre peronistas y radicales. ¿Necesito decir para cual de los dos lados creo que debe inclinarse el pensamiento progresista?

domingo, 12 de septiembre de 2010

El Jesús de la fe

La concepción iluminista de la historia, a la que hice referencia en la entrada anterior, dominó completamente el mundo occidental durante el siglo XIX y comienzos del XX. Hubo en la primera mitad del siglo XX un pensador, el sociólogo francés Lucien Levy-Bruhl, que se propuso estudiar la manera precisa en la que se había producido el pasaje de la mentalidad primitiva a la mentalidad racional moderna. Fracasó totalmente. Finalmente tuvo que reconocer que los rasgos que el iluminismo consideraba primitivos coexisten con los modernos en los seres humanos de todas las épocas. El progreso, tal como lo concebía el iluminismo, simplemente no existe.
Es por lo tanto presuntuoso –y hasta riesgoso– dejar de lado la opinión de las generaciones anteriores, eso que suele llamarse la tradición. Y no se trata de conservadurismo; por el contrario, creo que la tradición debe ser reinterpretada según las formas de ver y sentir el mundo propias de cada tiempo. Pero que nuestra ciencia y nuestra tecnología sean superiores a las de la antigüedad o el medioevo no implica que nuestra concepción general del mundo también lo sea. Y si no me creen pregúntenle a Levy-Bruhl.
Por esta razón es que, para reflexionar acerca de quien fue Jesús realmente, prefiero partir de la tradición, de las definiciones de los concilios en definitiva, ya que fueron los concilios quienes estuvieron en las mejores condiciones para encontrar una respuesta a esa espinosa cuestión.
La respuesta que los concilios encontraron se apoya en los conceptos de naturaleza y persona. Y es que, como es natural, los obispos utilizaron los conceptos filosóficos vigentes en su tiempo. En otras palabras, hicieron exactamente lo que yo propuse más arrriba: reinterpretaron la tradición a partir de la concepción del mundo propia de su época.
En la filosofía neoplatónica en boga durante los primeros siglos de nuestra era, el concepto de naturaleza responde a la pregunta de qué es algo. El concepto de persona por su parte responde a la pregunta de quien es alguien. Está claro que, según esta filosofía, todos los seres del universo poseen una naturaleza pero no todos son personas. Sólo lo son los seres de naturaleza espiritual.
Utilizando estos conceptos, y no sin grandes discusiones, el Concilio de Calcedonia llegó finalmente en el siglo V a la siguiente definición: Jesús es una única persona, pero tiene dos naturalezas, una humana y otra divina. A la pregunta “¿quién sos?”, Jesús respondería, según el concilio, con una respuesta única; pero a la pregunta “¿qué sos?”, por el contrario, respondería dos cosas: soy plenamente hombre y soy plenamente Dios.
Esta es la posición de la ortodoxia cristiana, aceptada tanto por católicos, ortodoxos y protestantes. La pregunta que cabe hacer es, ¿nos sirve todavía?
La duda es pertinente ya que hoy en día no concebimos el mundo en los términos del siglo V. Si tenemos que responder qué es una cosa pensamos más bien en su estructura molecular. Si se trata de seres vivos pensaríamos en genotipos y fenotipos en continua evolución, no en su naturaleza inmutable. Y nuestra concepción de persona también ha cambiado. Para nosotros no tiene sentido hablar de una persona en sí misma sino sólo como parte de un contexto sociocultural y en relación con otras personas. Dicha red de relaciones forma parte de la esencia misma de lo que una persona es.
Acerca de Dios también pensamos muy diferente; baste considerar la difusión que el ateísmo tiene en nuestro mundo. En una entrada anterior intenté sin embargo mostrar que un Dios "dentro" de los seres puede resultar mucho más aceptable para la mentalidad contemporánea que el Dios “arriba” o “en los cielos” . En esta concepción, lo divino es una dimensión del ser y sólo puede encontrarse a Dios en la propia interioridad. Soy conciente de que estoy reemplazando un conjunto de metáforas por otro, pero para referirnos a la Realidad Última sólo contamos con metáforas, y tenemos que usar las que más nos sirven.
Creo que utilizando esta concepción de Dios, y la forma de pensar hoy en el universo personal, podemos dar un nuevo sentido a la respuesta ortodoxa sobre Jesús. Dejemos que sea un muy distinguido teólogo quien nos lo explique: “Sin lugar a dudas, pues, Jesús es el público abogado de la causa de Dios. Y no en el simple sentido jurídico-externo, como mero delegado, plenipotenciario o defensor de Dios. Lo es también en el sentido existencial íntimo más profundo… Ante Jesús, el hombre, sin coacción de ninguna clase, es cierto, pero de una manera directa e inexorable, se ve confrontado con la realidad última… Esa realidad última es la que mueve a Jesús en todo su vivir y en todo su obrar” (Hans Kung, El desafío cristiano).
Voy a atreverme a parafrasear este párrafo del siguiente modo: una persona es, de algún modo, su proyecto de vida. Jesús, más que ningún otro hombre antes y después que él, puso su proyecto de vida en la profundización de la dimensión divina en él; en esa realidad última que es el fundamento de todos los seres y que llamamos Dios. Por eso puede ser llamado legítimamente Hijo de Dios, a pesar de haber sido íntegralmente un hombre.
Una respuesta conjetural por cierto, y una que no todos aceptarán. Pero, ¿qué otra cosa más que conjeturas podemos hacer en este terreno? Orar, claro, con las palabras que la misma tradición nos legó: In te Domine speravi, non confundar in aeternum –en ti Señor espero, no me veré confundido para siempre.

jueves, 2 de septiembre de 2010

El posmodernismo y el fin de los grandes relatos

Algún improbable lector de este blog tal vez leyó por ahí que estamos viviendo la era del posmodernismo. Quizás hasta haya escuchado decir que el posmodernismo implica el fin de los grandes relatos. ¿Qué significa esto?
Empecemos considerando los diversos sistemas de pensamiento que a lo largo del tiempo pretendieron brindar una visión totalizadora –y supuestamente verdadera– de la historia humana. El cristianismo, por ejemplo, fue un sistema de este tipo. La historia para el cristianismo responde al esquema: creación – caída – antigua alianza – venida de Cristo y nueva alianza – segunda venida de Cristo y Apocalipsis. A grandes rasgos esa fue la cosmovisión dominante en Europa durante siglos.
A partir del Renacimiento empieza a tomar auge otra concepción diferente de la historia: el Iluminismo. En la visión iluminista la humanidad ha pasado por una etapa mágica, luego por otra metafísico/religiosa y finalmente llegará a la adultez en la etapa científica, en la que la razón le permitirá resolver todos los problemas. El Iluminismo fue la filosofía detrás de las revoluciones democráticas como la francesa o la estadounidense. Nuestros hombres de mayo también estuvieron muy influídos por él.
El marxismo, último gran sistema totalizador, no fue del todo hostil al Iluminismo, pero le agregó la idea de la lucha de clases: cada etapa de la historia está determinada por la formas que asume la explotación del hombre por el hombre. Al final del proceso histórico aguarda el socialismo, en el que todas las desigualdades quedarán abolidas.
A estos sistemas, que tratan de explicar la historia a partir de los postulados de un sistema, se los llama grandes relatos. Y es que todos ellos están estructurados como narraciones: tienen un comienzo, un desarrollo y un final. Para todos ellos la historia humana marcha en determinada dirección, tiene en definitiva un sentido.
Pero los siglos pasaron y la segunda venida de Cristo no se produjo. El siglo XX vio el surgimiento de los irracionalismos más diversos en la filosofía, el arte y la política. Y el socialismo, lejos de liberar a los hombres de sus cadenas, desembocó en el estalinismo, en un imperialismo desembozado y finalmente en un estrepitoso derrumbe.
El desencanto entonces hace que los grandes relatos caigan en el descrédito. A partir de la segunda mitad del siglo XX muchos pensadores empezaron a abandonarlos y a concebir la historia como algo esencialmente imprevisible, que se ramifica por caminos azarosos y sin finalidad. Una muestra de esta forma típicamente posmoderna de pensar la dio recientemente la filósofa húngara Agnes Heller, antiguamente defensora del marxismo, que en un reportaje publicado por Ñ dijo: “Hay muchos hechos contingentes que definen el futuro. Diez días antes de la Segunda Guerra Mundial nadie pensaba que iba a haber una guerra mundial. Un año antes del colapso de la Unión Soviética nadie pensaba que iba a pasar. Fueron cosas imprevisibles”.
A algunos todo esto le desagrada y hasta lo consideran una suerte de catástrofe del pensamiento. Yo no. El fin de los grandes relatos abolió sin duda la Historia con mayúsculas. Pero nada nos impide intentar comprender la historia, la verdadera, la muchas veces tortuosa pero siempre apasionante historia humana. Ni intervenir en la parte de ella que nos toca. Es más: al no tener ningún gran relato que nos apoye con su autoridad deberemos basarnos inevitablemente en conjeturas, que competirán con las conjeturas, los ideales y los intereses de otros grupos. Y todos tendrán el mismo status y el mismo derecho a confrontar. Me parece que esto no está muy lejos del ideal democrático. El fin de los grandes relatos corresponde en el terreno de las ideas al giro democrático en el terreno político.
El posmodernismo tiene otros aspectos que me parecen más controvertibles de los que no me he ocupado aquí. Pero el fin de los grandes relatos es uno de los más característicos y también uno de los que mayor influencia ha tenido entre los intelectuales. “No pienso en términos de la historia con mayúsculas” dice Agnes Heller en el reportaje citado. “No creo que haya una tendencia de progreso o de regresión en la historia. No estamos ni mejor ni peor que nuestros antepasados sino en un lugar diferente. Lo más interesante está en entender la especificidad y la particularidad de nuestra edad o época. Y sólo lo podemos hacer para mejorar la vida humana en el tiempo presente”.