Me cuesta imaginar a alguien, creyente o no creyente, que no se haya preguntado alguna vez acerca del hombre Jesús de Nazaret. ¿Qué sabemos realmente acerca de ese hombre, del Jesús histórico?
Poco, muy poco. Como todos saben, la vida de Jesús es narrada en cuatro evangelios. Como tal vez no todos sepan, además de esos cuatro evangelios canónicos existe un gran número de evangelios apócrifos. Los evangelios canónicos son más creíbles. Son bastante más antiguos -más cercanos por lo tanto al Jesús histórico- y menos contaminados de doctrinas esotéricas posteriores. La Iglesia hizo un buen trabajo de selección al incluír en el canon bíblico sólo a los cuatro evangelios que todos conocemos.
Los evangelios sin embargo, no son (no pretenden ser) libros históricos. O sea, no se refieren al Jesús histórico sino a lo que los estudiosos llaman el Jesús pospascual, un Jesús reinterpretado por sus discípulos a partir de los acontecimientos de su crucifixión, su muerte y su supuesta resurrección. Son obras doctrinarias, cuyo objeto es llamar a la conversión, no presentar una historia fidedigna de la vida de Jesús.
Fuentes independientes casi no existen. La más importante es el historiador judío del siglo I Flavio Josefo, quien en su libro Antigüedades judías menciona en un par de ocasiones a Jesús. Las obras de Flavio Josefo sufrieron interpolaciones posteriores por parte de escritores cristianos y muchos especialistas dudan de la autenticidad de los párrafos en cuestión. Sea como sea, lo que dicen sobre Jesús es muy poco. Otras fuentes posteriores, como los historiadores romanos Tácito o Suetonio, se refieren más a los grupos cristianos del siglo II que al propio Jesús, al que sólo nombran indirectamente.
Hay entonces quien ha considerado a Jesús como una figura mítica y se trata de una postura posible. A mi sin embargo me cuesta creer que Jesús no haya existido realmente. Los estudiosos del Nuevo Testamento coinciden en que los primeros escritos cristianos (se trata de cartas del apóstol Pablo) son de alrededor del año 50, cuando a lo sumo habían pasado veinte años de la crucifixión. Los primeros evangelios son de alrededor del 70 y parece claro que se basan en fuentes anteriores. Me parece poco creible que que en tan poco tiempo se haya creado un mito con tanto arraigo.
De todos modos, aun aceptando que el Jesús histórico sea una figura real y no mítica, es muy difícil llegar a él. Muchos estudiosos que aceptaron la existencia real de Jesús, se limitaron a aportar datos históricos, arqueológicos, geográficos, etc de índole complementaria. Y a lo sumo intentaron también compaginar y ordenar las historias de los evangelios. Tales fueron los casos, entre muchísimos otros, del sacerdote italiano Giuseppe Ricciotti y del agnóstico francés Ernest Renan. Más recientemente , bajo la influencia del protestante alemán Rudolf Bultmann, muchos estudiosos han sostenido que el Jesús histórico estará para siempre fuera de nuestro alcance. Si uno quita de los evangelios las historias legendarias y milagrosa, y todo lo que es interpretación pospascual, no queda nada, o prácticamente nada.
Es inevitable referirse aquí a algunos intentos recientes de reconstrucción radical de la vida de Jesús que se han hecho muy populares a partir del éxito descomunal del libro El código Da Vinci de Dan Brown, pero que tuvieron una expresión más académica en la obra de la teóloga australiana Barbara Thiering. Ésta sostuvo que en los rollos del Mar Muerto descubiertos en 1947 hay oculta una historia desconocida de Jesús. En su libro Jesus, the man, Thiering afirma que los evangelios fueron escritos en dos niveles diferentes: uno, superficial, accesible a todos, otro, profundo, sólo para los iniciados; únicamente mediante la técnica de interpretación llamada pesher en hebreo es posible desentrañar el sentido oculto. Así Thiering construye una historia de Jesús expurgada de todo elemento sobrenatural, en la que no faltan el casamiento con María Magdalena –y el divorcio posterior- con los correspondientes hijos de Jesús. Según Thiering, Jesús no murió en la cruz sino que fue bajado vivo y reanimado por terapeutas egipcios. Su vida continuó, viajó por el Mediterráneo, tuvo un encuentro real y no místico con Pablo, al que ganó para su causa, y llegó hasta Roma, donde convenció a Pedro de que debía aceptar el martirio (la famosa leyenda del “Quo Vadis” que para Thiering sería un hecho histórico).
La versión de Thiering tiene un atractivo similar al de las teorías conspirativas, pero no se sostiene. La mayor parte de los expertos coincide en que los rollos del Mar Muerto son, como mínimo, un siglo anteriores a la época de Jesús. La técnica pesher es una técnica de interpretación y no de escritura de textos. Además no hay en los rollos del Mar Muerto (ni en ninguna otra fuente) indicio alguno del casamiento de Jesús con María Magdalena ni, menos aun, de que Jesús haya tenido descendientes. Thiering llenó demasiados huecos con la pura imaginación.
Lo único que puede decirse a favor de Thiering es que percibió con claridad la importancia que los rollos del Mar Muerto tienen para entender al Jesús histórico y al cristianismo primitivo. A partir de la segunda mitad del siglo XX hubo un gran número de descubrimientos arqueológicos que aportaron nuevos datos sobre el mundo judío del siglo I. Es así como en 1985, un conjunto de expertos forma el grupo de estudios conocido como Jesus Seminar, cuyo objetivo es renovar los estudios sobre el Jesús histórico en base a la nueva información. El más conocido de los miembros de este grupo es el biblista irlandés John Dominic Crossan, quien en varios libros, y utilizando una impresionante multitud de fuentes, expuso su particular visión del tema. Según Crossan, Jesús fue “un campesino revolucionario, un tipo de cínico judío. Su invocación del Reino de Dios no es un suceso apocalíptico en el futuro inminente sino un modo de vida en el presente, un programa social que ataca el sistema de patrocinio, de honor y deshonra que eran la base de la sociedad mediterránea. Tanto las curaciones y los exorcismos como los banquetes con personas marginadas eran demostraciones de cómo se ve el Reino de Dios al nivel de la realidad política. Al fin y al cabo, Jesús proclama el Reino de unos don nadie” (J.D.Crossan, Jesús, vida de un campesino judío).
Crossan es un investigador mucho más serio que Thiering, sin duda, pero no todos aceptan sus conclusiones. La pregunta sigue por lo tanto en pie. Se trata en definitiva de la misma pregunta que el propio Jesús formuló hace más de dos mil años: “¿Quién dicen ustedes que soy yo?” (Marcos 8:23). Este humilde alpedornauta confiesa no tener la respuesta. Cada lector deberá por lo tanto encontrar la suya.
Un blog que habla de política y de fútbol, de libros y de cosas de todos los días, de biblias y de calefones. Un blog que creo que poquísima gente leerá pero que voy a seguir escribiendo porque, ante todo, me sirve a mi que soy el Alpedornauta mayor.
domingo, 29 de agosto de 2010
jueves, 19 de agosto de 2010
Sobre Dios (¿que menos?)
El filósofo griego Epicuro en el siglo III AC formuló una objeción contra Dios que todavía hoy sigue teniendo un peso tremendo. Dice así: “¿Dios está dispuesto a prevenir la maldad pero no puede? Entonces no es omnipotente. ¿No está dispuesto a prevenir la maldad, aunque podría hacerlo? Entonces es perverso. ¿Está dispuesto a prevenirla y además puede hacerlo? Si es así, ¿por qué hay maldad en el mundo? ¿No será que no está dispuesto a prevenirla ni tampoco puede hacerlo? Entonces, ¿para qué lo llamamos Dios?”. El argumento de Epicuro en rigor no demuestra que Dios no exista, pero sí que se trata de un Dios inoperante (y en tal caso de poco nos sirve), o (lo que es mucho peor aun) que es un Dios malvado.
La mejor respuesta a este argumento aparentemente irrefutable la dio el filósofo alemán Gottfried Leibniz. En ella Leibniz utiliza el interesante concepto de mundo posible. Un mundo posible es un universo que podría haber existido porque no viola las leyes de la lógica. Dios, en la visión de Leibniz, eligió de entre todos los mundos posibles darle la existencia a éste en el que nosotros habitamos, porque es el que tiene el mejor balance entre el bien y el mal que contiene. Es el mejor de los mundos posibles.
Es fácil ridiculizar a Leibniz, y de hecho es lo que hizo el escritor francés Voltaire en su divertida novela Candide. Y es que la idea de que este mundo, con su cúmulo de atrocidades cotidianas, pueda ser el mejor mundo posible es una píldora difícil de tragar. Sin embargo creo que la postura de Leibniz puede ser defendida. Reformulémosla de este modo: tal vez sea imposible que el agua posea las propiedades que tiene para la salud y la vida sin que a la vez tenga el potencial de ahogarnos. Del mismo modo, quizás sea imposible crear seres libres, capaces de conocer y de amar, sin que esos mismos seres tengan también la posibilidad de hacer el mal. No se puede tener todo.
Leibniz salva entonces la posibilidad de que Dios sea bueno y omnipotente con el sencillo expediente de someterlo a la lógica. Ni siquiera Dios puede crear un universo ilógico. Un universo en el que los círculos sean cuadrados no sería un mundo posible porque no es lógico. Tampoco lo sería un universo que sólo contenga cosas buenas.
Ahora bien, Leibniz no demuestra que ese Dios bueno y omnipotente exista. Sólo provee un argumento para mostrar que, contrariamente a lo que Epicuro había afirmado, podría existir. Yo no creo realmente que pueda demostrarse la existencia o la inexistencia de Dios. Ya en el siglo XVIII el filósofo alemán Immanuel Kant demolió todas las supuestas demostraciones, en mi opinión en forma irrebatible. No voy a meterme en esas honduras de todos modos; me voy a limitar al sentido común. Si uno considera que los filósofos han propuesto por años pruebas de la existencia de Dios y sin embargo muchas personas reconocidamente inteligentes han sido y son ateas, eso solo basta para saber que dichas pruebas no fueron concluyentes.
Creer o no creer en Dios es entonces algo que pasa por otro lado, no por la razón. Pasa por lo existencial, las vivencias, los sentimientos. La fe en suma. Y la fe se tiene o no se tiene. Después de todo las religiones tradicionalmente la han considerado como un don, una gracia.
Se puede ser ateo. No hay nada ilógico en serlo y no creo que haya manera de demostrarle a un ateo que Dios existe, del mismo modo que no es posible demostrarle a alguien sin sensibilidad musical que la música de Bach es bella. Pero tampoco hay nada ilógico en ser creyente. El argumento de Leibniz muestra, como vimos, que Dios, con sus atributos tradicionales de omnipotencia y bondad podría existir. Ahora bien, si Dios existe, ¿cómo es?
Digamos ante todo que si Dios existiese su ser tendría que ser más incompresible para nosotros que nuestro ser para una hormiga. Teniendo eso en cuenta hay algunas cosas que podemos plantearnos de todas maneras. Por ejemplo, ¿es Dios un ente separado, independiente del resto de las cosas del universo? ¿O es más bien algo que existe de algún modo en las propias cosas (mejor aun, las cosas existen en Él)?
A la primera de esas dos posturas se la suele llamar teísmo y ha sido la creencia tradicional de las grandes religiones en occidente. La segunda se llama panteísmo y ha sido típica de religiones orientales como el hinduísmo y el taoísmo, de muchos místicos tanto orientales como occidentales, y de algunos movimientos New Age (dejo de lado el panenteísmo al que muchos ven como una tercera alternativa porque la considero un tecnicismo de teólogos, sin mayor interés para nuestra discusión).
El problema del teísmo es que corre el riesgo de poner a Dios al mismo nivel que el resto de las cosas. Teólogos sutiles como Tomás de Aquino se esforzaron por sortear dicho riesgo, pero al menos a mi no me terminan de convencer. No puedo digerir la idea de un Dios que sea un ente más, por supremo que sea.
El panteísmo por su parte pareciera que, al poner a Dios “dentro” de los entes, termina diluyéndolo tanto que el resultado final es casi idéntico al ateísmo. El científico inglés Richard Dawkins en The god delusion, libro en el que defiende un ateísmo muy radical, lo dice ingeniosamente: “El panteísmo es un ateísmo sexy”.
Creo sin embargo que no es así. El filósofo Baruch Spinoza, uno de los más célebres defensores del panteísmo, afirmaba que Dios o la Naturaleza (que para él eran la misma cosa) tienen infinitos atributos, de los cuales nosotros conocemos tan sólo dos: el pensamiento y la extensión. O, dicho con otras palabras, lo mental y lo material. Los entes individuales son manifestaciones de Dios pero éste las trasciende infinitamente.
Una última cuestión: ¿puede el Dios del panteísmo satisfacer la necesidad espiritual de una persona de fe? ¿Podemos por ejemplo dirigirle nuestras oraciones? Indudablemente se trata de un Dios del que no se pueden esperar milagros. No es un Dios que domina las leyes de la naturaleza; se estaría más cerca de la verdad diciendo que las leyes de la naturaleza son parte de lo que Él es. Pero me parece que es un Dios al que se le puede orar a pesar de todo, sólo que entendiendo que las peticiones en este caso sólo serían útiles para preparar al espíritu para formas más perfectas de oración como la contemplación y la oración unitiva. No me parece que esto sea una limitación. De hecho si no me equivoco, con el Dios del teísmo pasa exactamente lo mismo.
La mejor respuesta a este argumento aparentemente irrefutable la dio el filósofo alemán Gottfried Leibniz. En ella Leibniz utiliza el interesante concepto de mundo posible. Un mundo posible es un universo que podría haber existido porque no viola las leyes de la lógica. Dios, en la visión de Leibniz, eligió de entre todos los mundos posibles darle la existencia a éste en el que nosotros habitamos, porque es el que tiene el mejor balance entre el bien y el mal que contiene. Es el mejor de los mundos posibles.
Es fácil ridiculizar a Leibniz, y de hecho es lo que hizo el escritor francés Voltaire en su divertida novela Candide. Y es que la idea de que este mundo, con su cúmulo de atrocidades cotidianas, pueda ser el mejor mundo posible es una píldora difícil de tragar. Sin embargo creo que la postura de Leibniz puede ser defendida. Reformulémosla de este modo: tal vez sea imposible que el agua posea las propiedades que tiene para la salud y la vida sin que a la vez tenga el potencial de ahogarnos. Del mismo modo, quizás sea imposible crear seres libres, capaces de conocer y de amar, sin que esos mismos seres tengan también la posibilidad de hacer el mal. No se puede tener todo.
Leibniz salva entonces la posibilidad de que Dios sea bueno y omnipotente con el sencillo expediente de someterlo a la lógica. Ni siquiera Dios puede crear un universo ilógico. Un universo en el que los círculos sean cuadrados no sería un mundo posible porque no es lógico. Tampoco lo sería un universo que sólo contenga cosas buenas.
Ahora bien, Leibniz no demuestra que ese Dios bueno y omnipotente exista. Sólo provee un argumento para mostrar que, contrariamente a lo que Epicuro había afirmado, podría existir. Yo no creo realmente que pueda demostrarse la existencia o la inexistencia de Dios. Ya en el siglo XVIII el filósofo alemán Immanuel Kant demolió todas las supuestas demostraciones, en mi opinión en forma irrebatible. No voy a meterme en esas honduras de todos modos; me voy a limitar al sentido común. Si uno considera que los filósofos han propuesto por años pruebas de la existencia de Dios y sin embargo muchas personas reconocidamente inteligentes han sido y son ateas, eso solo basta para saber que dichas pruebas no fueron concluyentes.
Creer o no creer en Dios es entonces algo que pasa por otro lado, no por la razón. Pasa por lo existencial, las vivencias, los sentimientos. La fe en suma. Y la fe se tiene o no se tiene. Después de todo las religiones tradicionalmente la han considerado como un don, una gracia.
Se puede ser ateo. No hay nada ilógico en serlo y no creo que haya manera de demostrarle a un ateo que Dios existe, del mismo modo que no es posible demostrarle a alguien sin sensibilidad musical que la música de Bach es bella. Pero tampoco hay nada ilógico en ser creyente. El argumento de Leibniz muestra, como vimos, que Dios, con sus atributos tradicionales de omnipotencia y bondad podría existir. Ahora bien, si Dios existe, ¿cómo es?
Digamos ante todo que si Dios existiese su ser tendría que ser más incompresible para nosotros que nuestro ser para una hormiga. Teniendo eso en cuenta hay algunas cosas que podemos plantearnos de todas maneras. Por ejemplo, ¿es Dios un ente separado, independiente del resto de las cosas del universo? ¿O es más bien algo que existe de algún modo en las propias cosas (mejor aun, las cosas existen en Él)?
A la primera de esas dos posturas se la suele llamar teísmo y ha sido la creencia tradicional de las grandes religiones en occidente. La segunda se llama panteísmo y ha sido típica de religiones orientales como el hinduísmo y el taoísmo, de muchos místicos tanto orientales como occidentales, y de algunos movimientos New Age (dejo de lado el panenteísmo al que muchos ven como una tercera alternativa porque la considero un tecnicismo de teólogos, sin mayor interés para nuestra discusión).
El problema del teísmo es que corre el riesgo de poner a Dios al mismo nivel que el resto de las cosas. Teólogos sutiles como Tomás de Aquino se esforzaron por sortear dicho riesgo, pero al menos a mi no me terminan de convencer. No puedo digerir la idea de un Dios que sea un ente más, por supremo que sea.
El panteísmo por su parte pareciera que, al poner a Dios “dentro” de los entes, termina diluyéndolo tanto que el resultado final es casi idéntico al ateísmo. El científico inglés Richard Dawkins en The god delusion, libro en el que defiende un ateísmo muy radical, lo dice ingeniosamente: “El panteísmo es un ateísmo sexy”.
Creo sin embargo que no es así. El filósofo Baruch Spinoza, uno de los más célebres defensores del panteísmo, afirmaba que Dios o la Naturaleza (que para él eran la misma cosa) tienen infinitos atributos, de los cuales nosotros conocemos tan sólo dos: el pensamiento y la extensión. O, dicho con otras palabras, lo mental y lo material. Los entes individuales son manifestaciones de Dios pero éste las trasciende infinitamente.
Una última cuestión: ¿puede el Dios del panteísmo satisfacer la necesidad espiritual de una persona de fe? ¿Podemos por ejemplo dirigirle nuestras oraciones? Indudablemente se trata de un Dios del que no se pueden esperar milagros. No es un Dios que domina las leyes de la naturaleza; se estaría más cerca de la verdad diciendo que las leyes de la naturaleza son parte de lo que Él es. Pero me parece que es un Dios al que se le puede orar a pesar de todo, sólo que entendiendo que las peticiones en este caso sólo serían útiles para preparar al espíritu para formas más perfectas de oración como la contemplación y la oración unitiva. No me parece que esto sea una limitación. De hecho si no me equivoco, con el Dios del teísmo pasa exactamente lo mismo.
lunes, 16 de agosto de 2010
Sobre Onetti
Hacía tiempo que me debía una lectura a fondo de la obra de Juan Carlos Onetti (1909 – 1994). Este escritor rioplatense, nacido en Montevideo pero que vivió muchos años en Buenos Aires, es como Horacio Quiroga y Florencio Sánchez uno de los tantos uruguayos esenciales para la literatura argentina. Y no sólo la argentina; puede ser que Onetti no sea tan famoso como Vargas Llosa, como García Márquez, como Cortázar, pero es tan grande como cualquiera de ellos. Analizar su obra es una tarea que me queda demasiado grande; voy a detenerme sólo en unos pocos aspectos.
Buena parte de la obra de Onetti puede ser leída como una extensa reflexión sobre la ficción. No casualmente el libro de Vargas Llosa sobre Onetti se llama El viaje a la ficción. En una de sus novelas fundamentales, La vida breve, su personaje principal, José María Brausen, pierde a la vez su trabajo y a su mujer. Huye entonces de la realidad viviendo una triple ficción: (a) alquila una oficina en la que instala la Brausen Publicidad, donde su única actividad real es ir retirando de la caja fuerte el dinero de su indemnización, cambiándolo por tuercas y bulones que recoge por las calles; (b) se presenta como Arce a su vecina, la prostituta Queca, y vive la fantasía de convertirse en su macró (o cafishio, como prefieran decirlo); (c) empieza a escribir un guion cinematográfico ambientado en una ciudad ficcional llamada Santa María, ciudad que va a tener una larga carrera dentro de la obra de Onetti. Esta historia es una verdadera novela dentro de la novela.
Hay en La vida breve varias cosas características de la forma en que Onetti concibe la relación entre ficción y realidad. El hombre que le alquila la oficina a Brausen se llama Onetti. Cuando hacia el final de la novela su historia con Queca y con el verdadero macró de ésta se complica con un crimen, Brausen huye a Santa María. Hay por lo tanto un continuo entre los diferentes planos de realidad/ficción.
A partir de La vida breve, las novelas y cuentos de Onetti transcurrirán en Santa María, ciudad a la que no le faltará el monumento a su fundador, Brausen. El ciclo de Santa María incluye novelas como Juntacadáveres, Para una tumba sin nombre y El astillero, y cuentos como El album, La casa en la arena, Jacob y el otro, El infierno tan temido, y muchos otros. Hay permanentes referencias cruzadas entre ellos. Por ejemplo, La casa en la arena, uno de los más celebrados cuentos de Onetti, es prácticamente un capítulo de La vida breve que adquirió vida propia. La misma relación existe entre El album y Juntacadáveres. Esta parte de la obra de Onetti, que es la más extensa y madura, requiere entonces una lectura completa para captar todo su sentido.
El tema del macró o cafishio es muy frecuente en Onetti. Ya lo vimos en La vida breve. Juntacadáveres es esencialmente la historia de un macró, Larsen, que va a intentar sin éxito llevar a cabo en Santa María la ambición de su vida: instalar un prostíbulo perfecto. El propio Onetti en un reportaje, comparó este intento de Larsen con el del literato que quiere crear la novela perfecta y total. En Para una tumba sin nombre, uno de los personajes de la novela anterior, el joven estudiante Jorge Malabia, vive por un año la fantasía de convertirse también en cafishio. El lector podría llegar a pensar leyendo Juntacadáveres que se trata sólo de una literatura de la sordidez; cuando lee Para una tumba sin nombre, se da cuenta de que sumergirse en esa sordidez es una condición para el conocimiento y, por paradójico que pueda sonar, también para la purificación.
El astillero, considerada por muchos como la mejor novela de Onetti, deja esto completamente claro. En ella, Larsen, que había sido expulsado de Santa María por orden del gobernador, retorna cinco años más tarde, ya no como cafishio (aunque no faltan las relaciones ambiguas con un par de mujeres) sino para hacerse cargo de la gerencia general de un astillero en ruinas. La empresa está claramente destinada al fracaso pero el antiguo macró, que adquiere en esta novela una verdadera estatura heroica, persiste en su lucha hasta el final. De esta novela se han hecho interpretaciones de todo tipo, incluso hasta teológicas. Mi modesta opinión es que el Larsen de El astillero es un arquetipo universal, prácticamente idéntico al héroe absurdo de Camus, aplicable por lo tanto a una infinidad de situaciones existenciales concretas.
La ambigüedad es otro de los elementos que caracteriza a muchas de las ficciones de Onetti. En la novela breve Los adioses, indudablemente una de sus obras maestras, un hombre enfermo de tuberculosis llega a un pueblo de Córdoba. Dos mujeres diferentes, una acompañada por un chico, la otra mucho más joven que la anterior, vienen a visitarlo. La historia está contada por el puestero del almacén que está a la entrada del pueblo, y que sólo ve al hombre de tanto en tanto. La historia vista por él desde lejos parece tener algo de escandaloso. Al final resulta que la mujer joven es la hija del enfermo. El lector nunca sabrá exactamente lo que pasó, ni cuales eran realmente las relaciones entre el hombre y las dos mujeres. Queda flotando una sospecha de incesto. Creo que la genialidad de Onetti reside aquí en que él nunca lo dice y, por lo tanto, la sospecha nace realmente de lo que está dentro del propio lector. Sospechamos esa sordidez porque la tenemos dentro, aunque sea en potencia. Uno de los críticos que estudió la obra de Onetti dijo que es imposible leerla sin terminar identificándose con alguno de sus personajes.
El cuento Mascarada lleva la técnica de la ambigüedad a su mayor expresión. En él una chica muy joven, excesivamente maquillada, atraviesa de noche un parque en el que hay espectáculos de tipo circense. La joven carga una culpa, o un hecho traumático reciente, del que no se nos brinda ningún detalle. Termina sentándose a la mesa donde un hombre gordo y maduro toma cerveza. Hay ciertamente algo ominoso en el ambiente del relato. El cuento ha merecido las interpretaciones más diversas, desde la que lo ve como una alegoría política de la farsa y la corrupción de la Argentina de la llamada Década Infame (el cuento es de 1943), hasta la que afirma que es una especie de reescritura de la Divina Comedia (interpretación que fue rechazada de plano por el autor). Respecto de la protagonista, Mario Benedetti escribió que es tratada en el cuento como un objeto; el crítico Moisés Elías Fuentes dice por el contrario que se trata de la única persona de la historia. Muchos creen que la chica está ejerciendo la prostitución. Todas estas intepretaciones contradictorias las suscita un cuento de apenas cuatro páginas. El lector se queda inevitablemente con la sensación de que algo ha ocurrido, algo probablemente siniestro, pero no entiende exactamente de que se trató. Igual que en la vida, en definitiva.
Buena parte de la obra de Onetti puede ser leída como una extensa reflexión sobre la ficción. No casualmente el libro de Vargas Llosa sobre Onetti se llama El viaje a la ficción. En una de sus novelas fundamentales, La vida breve, su personaje principal, José María Brausen, pierde a la vez su trabajo y a su mujer. Huye entonces de la realidad viviendo una triple ficción: (a) alquila una oficina en la que instala la Brausen Publicidad, donde su única actividad real es ir retirando de la caja fuerte el dinero de su indemnización, cambiándolo por tuercas y bulones que recoge por las calles; (b) se presenta como Arce a su vecina, la prostituta Queca, y vive la fantasía de convertirse en su macró (o cafishio, como prefieran decirlo); (c) empieza a escribir un guion cinematográfico ambientado en una ciudad ficcional llamada Santa María, ciudad que va a tener una larga carrera dentro de la obra de Onetti. Esta historia es una verdadera novela dentro de la novela.
Hay en La vida breve varias cosas características de la forma en que Onetti concibe la relación entre ficción y realidad. El hombre que le alquila la oficina a Brausen se llama Onetti. Cuando hacia el final de la novela su historia con Queca y con el verdadero macró de ésta se complica con un crimen, Brausen huye a Santa María. Hay por lo tanto un continuo entre los diferentes planos de realidad/ficción.
A partir de La vida breve, las novelas y cuentos de Onetti transcurrirán en Santa María, ciudad a la que no le faltará el monumento a su fundador, Brausen. El ciclo de Santa María incluye novelas como Juntacadáveres, Para una tumba sin nombre y El astillero, y cuentos como El album, La casa en la arena, Jacob y el otro, El infierno tan temido, y muchos otros. Hay permanentes referencias cruzadas entre ellos. Por ejemplo, La casa en la arena, uno de los más celebrados cuentos de Onetti, es prácticamente un capítulo de La vida breve que adquirió vida propia. La misma relación existe entre El album y Juntacadáveres. Esta parte de la obra de Onetti, que es la más extensa y madura, requiere entonces una lectura completa para captar todo su sentido.
El tema del macró o cafishio es muy frecuente en Onetti. Ya lo vimos en La vida breve. Juntacadáveres es esencialmente la historia de un macró, Larsen, que va a intentar sin éxito llevar a cabo en Santa María la ambición de su vida: instalar un prostíbulo perfecto. El propio Onetti en un reportaje, comparó este intento de Larsen con el del literato que quiere crear la novela perfecta y total. En Para una tumba sin nombre, uno de los personajes de la novela anterior, el joven estudiante Jorge Malabia, vive por un año la fantasía de convertirse también en cafishio. El lector podría llegar a pensar leyendo Juntacadáveres que se trata sólo de una literatura de la sordidez; cuando lee Para una tumba sin nombre, se da cuenta de que sumergirse en esa sordidez es una condición para el conocimiento y, por paradójico que pueda sonar, también para la purificación.
El astillero, considerada por muchos como la mejor novela de Onetti, deja esto completamente claro. En ella, Larsen, que había sido expulsado de Santa María por orden del gobernador, retorna cinco años más tarde, ya no como cafishio (aunque no faltan las relaciones ambiguas con un par de mujeres) sino para hacerse cargo de la gerencia general de un astillero en ruinas. La empresa está claramente destinada al fracaso pero el antiguo macró, que adquiere en esta novela una verdadera estatura heroica, persiste en su lucha hasta el final. De esta novela se han hecho interpretaciones de todo tipo, incluso hasta teológicas. Mi modesta opinión es que el Larsen de El astillero es un arquetipo universal, prácticamente idéntico al héroe absurdo de Camus, aplicable por lo tanto a una infinidad de situaciones existenciales concretas.
La ambigüedad es otro de los elementos que caracteriza a muchas de las ficciones de Onetti. En la novela breve Los adioses, indudablemente una de sus obras maestras, un hombre enfermo de tuberculosis llega a un pueblo de Córdoba. Dos mujeres diferentes, una acompañada por un chico, la otra mucho más joven que la anterior, vienen a visitarlo. La historia está contada por el puestero del almacén que está a la entrada del pueblo, y que sólo ve al hombre de tanto en tanto. La historia vista por él desde lejos parece tener algo de escandaloso. Al final resulta que la mujer joven es la hija del enfermo. El lector nunca sabrá exactamente lo que pasó, ni cuales eran realmente las relaciones entre el hombre y las dos mujeres. Queda flotando una sospecha de incesto. Creo que la genialidad de Onetti reside aquí en que él nunca lo dice y, por lo tanto, la sospecha nace realmente de lo que está dentro del propio lector. Sospechamos esa sordidez porque la tenemos dentro, aunque sea en potencia. Uno de los críticos que estudió la obra de Onetti dijo que es imposible leerla sin terminar identificándose con alguno de sus personajes.
El cuento Mascarada lleva la técnica de la ambigüedad a su mayor expresión. En él una chica muy joven, excesivamente maquillada, atraviesa de noche un parque en el que hay espectáculos de tipo circense. La joven carga una culpa, o un hecho traumático reciente, del que no se nos brinda ningún detalle. Termina sentándose a la mesa donde un hombre gordo y maduro toma cerveza. Hay ciertamente algo ominoso en el ambiente del relato. El cuento ha merecido las interpretaciones más diversas, desde la que lo ve como una alegoría política de la farsa y la corrupción de la Argentina de la llamada Década Infame (el cuento es de 1943), hasta la que afirma que es una especie de reescritura de la Divina Comedia (interpretación que fue rechazada de plano por el autor). Respecto de la protagonista, Mario Benedetti escribió que es tratada en el cuento como un objeto; el crítico Moisés Elías Fuentes dice por el contrario que se trata de la única persona de la historia. Muchos creen que la chica está ejerciendo la prostitución. Todas estas intepretaciones contradictorias las suscita un cuento de apenas cuatro páginas. El lector se queda inevitablemente con la sensación de que algo ha ocurrido, algo probablemente siniestro, pero no entiende exactamente de que se trató. Igual que en la vida, en definitiva.
jueves, 12 de agosto de 2010
Literatura, ¿para qué?
En noviembre de 2009, en un reportaje publicado por ADN Cultura, el escritor argentino César Aira afirmó lo siguiente: “Creo que la literatura no tiene una función importante en la sociedad. Por otro lado, pienso que la literatura siempre ha sido, es y va a seguir siendo minoritaria”. ¿Qué puedo decir de esto? Que me encanta, eso puedo decir. Creo que es exactamente así. Ahora bien, Aira es un apasionado de los libros. Yo también. Y sin embargo ambos pensamos que la literatura no es tan importante. ¿Cómo es esto?
Aventuro una hipótesis: lo que sí es importante es la ficción. Y es que, por aventurera y rica que sea una vida, de todas formas siempre es limitada. La ficción nos permite superar esa limitación, viviendo en forma vicaria centenares de vidas diferentes y conociendo personas, lugares y épocas que en la vida real jamás conoceríamos. Según Aristóteles, esas “vidas virtuales” de la ficción purgan nuestro espíritu de sentimientos que de lo contrario no tendríamos oportunidad de experimentar, pero que necesitamos purgar por eso de que "nada de lo humano nos es ajeno". La palabra griega para purga es catarsis. La ficción cumpliría entonces una función catártica.
La necesidad de la ficción parece ser una constante en todas las culturas y es claramente anterior al libro. En las culturas antiguas las ficciones se transmitían en forma oral. En nuestros días es clarísimo que mucha más gente satisface su necesidad de ficción a través del cine o de la TV que de la literatura. La gran pregunta entonces es, ¿terminarán reemplazándola?
Me parece que la respuesta es no. Comparemos por ejemplo a la literatura con el cine. Tomemos un caso: la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco. De ella se hizo una buena adaptación cinematográfica. En la película, sin embargo, se pierde una parte importante de la substancia misma de la novela: las discusiones teológicas, la historia de las luchas entre el Papa y el Emperador, los delirantes movimientos heréticos del siglo XIV. La película se limita a los hechos y se queda meramente en una película de acción, buena sin duda, pero muy diferente a la compleja y riquísima novela original. Tal vez es lo mejor que podía hacerse; el cine no es un vehículo apropiado para esa clase de disquisiciones, el libro sí.
Se me ocurre otro caso: el Ulises de Joyce. La novela relata un día en la vida de un tal Leopold Bloom. La magistral técnica narrativa de Joyce es esencial en esta obra. De hecho usa una técnica diferente en cada capítulo, y esto tiene que ver con cada momento del día. Por ejemplo, el penúltimo capítulo, en el que Bloom está regresando a su casa de noche, está escrito a la manera de un catecismo, con preguntas y respuestas. El capítulo que le sigue es un largo monólogo sin signos de puntuación, que reproduce el flujo de la conciencia de la esposa de Bloom, semidormida, donde el pasado y el presente, lo imaginario y lo real se mezclan y se confunden. ¿Cómo trasladar esta novela al cine sin que todo lo esencial se pierda?
Como contrapartida pienso en una excelente película danesa que vi recién hace un par de semanas, aunque ya tiene muchos años: La fiesta de Babette. La película, cuyos protagonistas principales son un pastor luterano y sus dos hijas. transcurre en una aldea costera de Jutlandia. La escena, a la vez desolada y grandiosa, se une perfectamente con la fe simple y puritana del pastor y sus fieles, y con los himnos, sencillos y conmovedores que entonan en la capilla. Viendo esta película sentí como pocas veces que el paisaje puede ser un estado de ánimo. Para expresar lo que esas imágenes son capaces de expresar un escritor tendría que escribir páginas y más páginas… y fracasaría, porque el paisaje se capta de una ojeada mientras que el lenguaje es sucesivo. Y ni hablar de la música, a la que no hay palabras que la puedan reemplazar.
En definitiva, la literatura y el cine son dos instrumentos de la ficción pero muy diferentes entre sí, de modo que creo que no hay riesgos de que uno reemplace al otro. Son, por así decirlo, complementarios. El cine tiene a su favor varias cosas: la unión de la trama con la belleza pictórica de las imágenes y la emoción de la música, el hecho de que ver una película pueda ser un acto social, el hecho para mi evidente de que exige menos esfuerzo que la lectura. Pero la literatura tiene a su vez esa cosa que no sé describir, y que es el arte de crear una realidad contando apenas con eso tan precario que es la palabra, pero que es a la vez lo que más nos identifica como seres humanos, como personas.
Que sea César Aira quien cierre este artículo: “Que lea el que quiera. El que quiera leer va a tener mucha felicidad en su vida, pero si no quiere leer, también puede ser muy feliz. No soy un evangelista de la lectura. Ahora se ha puesto de moda eso, promover la lectura…. Yo sospecho que todos los que hacen ese trabajo, y cobran muy buenos sueldos por hacerlo no leen nunca. Los que sí leemos no somos tan proclives a promover la lectura. Quizá porque hemos aprendido que es la actividad más libre que uno puede hacer”.
Aventuro una hipótesis: lo que sí es importante es la ficción. Y es que, por aventurera y rica que sea una vida, de todas formas siempre es limitada. La ficción nos permite superar esa limitación, viviendo en forma vicaria centenares de vidas diferentes y conociendo personas, lugares y épocas que en la vida real jamás conoceríamos. Según Aristóteles, esas “vidas virtuales” de la ficción purgan nuestro espíritu de sentimientos que de lo contrario no tendríamos oportunidad de experimentar, pero que necesitamos purgar por eso de que "nada de lo humano nos es ajeno". La palabra griega para purga es catarsis. La ficción cumpliría entonces una función catártica.
La necesidad de la ficción parece ser una constante en todas las culturas y es claramente anterior al libro. En las culturas antiguas las ficciones se transmitían en forma oral. En nuestros días es clarísimo que mucha más gente satisface su necesidad de ficción a través del cine o de la TV que de la literatura. La gran pregunta entonces es, ¿terminarán reemplazándola?
Me parece que la respuesta es no. Comparemos por ejemplo a la literatura con el cine. Tomemos un caso: la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco. De ella se hizo una buena adaptación cinematográfica. En la película, sin embargo, se pierde una parte importante de la substancia misma de la novela: las discusiones teológicas, la historia de las luchas entre el Papa y el Emperador, los delirantes movimientos heréticos del siglo XIV. La película se limita a los hechos y se queda meramente en una película de acción, buena sin duda, pero muy diferente a la compleja y riquísima novela original. Tal vez es lo mejor que podía hacerse; el cine no es un vehículo apropiado para esa clase de disquisiciones, el libro sí.
Se me ocurre otro caso: el Ulises de Joyce. La novela relata un día en la vida de un tal Leopold Bloom. La magistral técnica narrativa de Joyce es esencial en esta obra. De hecho usa una técnica diferente en cada capítulo, y esto tiene que ver con cada momento del día. Por ejemplo, el penúltimo capítulo, en el que Bloom está regresando a su casa de noche, está escrito a la manera de un catecismo, con preguntas y respuestas. El capítulo que le sigue es un largo monólogo sin signos de puntuación, que reproduce el flujo de la conciencia de la esposa de Bloom, semidormida, donde el pasado y el presente, lo imaginario y lo real se mezclan y se confunden. ¿Cómo trasladar esta novela al cine sin que todo lo esencial se pierda?
Como contrapartida pienso en una excelente película danesa que vi recién hace un par de semanas, aunque ya tiene muchos años: La fiesta de Babette. La película, cuyos protagonistas principales son un pastor luterano y sus dos hijas. transcurre en una aldea costera de Jutlandia. La escena, a la vez desolada y grandiosa, se une perfectamente con la fe simple y puritana del pastor y sus fieles, y con los himnos, sencillos y conmovedores que entonan en la capilla. Viendo esta película sentí como pocas veces que el paisaje puede ser un estado de ánimo. Para expresar lo que esas imágenes son capaces de expresar un escritor tendría que escribir páginas y más páginas… y fracasaría, porque el paisaje se capta de una ojeada mientras que el lenguaje es sucesivo. Y ni hablar de la música, a la que no hay palabras que la puedan reemplazar.
En definitiva, la literatura y el cine son dos instrumentos de la ficción pero muy diferentes entre sí, de modo que creo que no hay riesgos de que uno reemplace al otro. Son, por así decirlo, complementarios. El cine tiene a su favor varias cosas: la unión de la trama con la belleza pictórica de las imágenes y la emoción de la música, el hecho de que ver una película pueda ser un acto social, el hecho para mi evidente de que exige menos esfuerzo que la lectura. Pero la literatura tiene a su vez esa cosa que no sé describir, y que es el arte de crear una realidad contando apenas con eso tan precario que es la palabra, pero que es a la vez lo que más nos identifica como seres humanos, como personas.
Que sea César Aira quien cierre este artículo: “Que lea el que quiera. El que quiera leer va a tener mucha felicidad en su vida, pero si no quiere leer, también puede ser muy feliz. No soy un evangelista de la lectura. Ahora se ha puesto de moda eso, promover la lectura…. Yo sospecho que todos los que hacen ese trabajo, y cobran muy buenos sueldos por hacerlo no leen nunca. Los que sí leemos no somos tan proclives a promover la lectura. Quizá porque hemos aprendido que es la actividad más libre que uno puede hacer”.
sábado, 7 de agosto de 2010
La generación setentista
Me fastidian mucho los fanáticos. Y voy a ilustrar con una pequeña historia lo que entiendo aquí por fanático. Tuve un compañero en la secundaria, un gordo atorrante, muy simpático. Un buen día, inesperadamente, el gordo se convirtió al evangelismo. A partir de ese momento, cada vez que nos encontrábamos yo me daba cuenta de que el pibe estaba sólo esperando el momento para meter en la conversación el tema de la religión y su eterno “date una vuelta por la iglesita”. El gordo se había vuelto unidimensional.
Las personas normales, a diferencia de mi amigo, tienen por el contrario múltiples dimensiones, a veces incluso medio contradictorias, lo cual lejos de restar, suma. Suma profundidad, hondura. Y esto se manifiesta de un modo muy especial en esas charlas aparentemente triviales entre amigos, en las que se habla de fútbol, de política, del trabajo o de minas. Es decir, en la superficie se habla de eso. En el fondo, lo que cada uno está poniendo sobre la mesa es mucho más que el tema en cuestión; está poniendo de algún modo su ser entero, su persona, que se expresa a través de esa conversación en apariencia insubstancial. Lo dice muy bien Ernesto Sábato en una de sus novelas: “Su pudor le impedía hablar de hechos tan significativos como el tiempo y la muerte. Pero Bruno podía adivinarlos porque aquel muchacho (¿aquel hombre?) era como su propio pasado y podía descifrar sus pensamientos más recónditos a través de palabras tan triviales como caramba, que lástima, esos bancos de cemento, esos caminitos de asfalto, no sé, yo creo, mientras abría y cerraba su cortaplumas de una manera que parecía destinada a controlar el estado de su funcionamiento” (Ernesto Sábato, Abbadon el exterminador).
Y es que la capacidad de diálogo está en la esencia misma de lo que somos. En el diálogo están las relaciones “yo-tu” que, según el filósofo judío Martin Buber, son constitutivas de la persona. Implícitas en el diálogo están la libertad, la capacidad de disenso, el respeto por la opinión ajena.
Llego así a mi tesis: eso que suele denominarse "juventud idealista de los 70s" fue en realidad un grupo de fanáticos. Yo los conocí, no estoy hablando de cosas leídas sino de cosas vividas. Me acuerdo por ejemplo de la noche en que cayó el gobierno de Cámpora. Yo salía a las once de la noche de la facultad con un santiagueño compañero de estudios cuando fuimos interceptados en la puerta por otro compañero. “¡De aquí no sale nadie, carajo!” nos gritó “¡La facultad está tomada!”. Ni siquiera sabíamos que militaba en la JP. Nosotros habíamos estado unas 15 horas en la facultad; queríamos irnos a casa. “Dejá de joder chango” le dice el santiagueño, con su tono provinciano, tomándoselo medio a la chacota. “¡Dije que no se va nadie!” repitió el otro, y desefundó un arma muy grande. Yo no entiendo nada de armas pero era un arma de guerra, estoy seguro. Veinte años tenía el pendejo. Lo que más me impactó, y más recuerdo de la historia es la mirada que tenía ese chico cuando nos amenazaba. Era la mirada de un fanático. Un año antes ese pibe era uno más del grupo de primer año. Ya no lo era. Como el gordo de la historia anterior éste se había convertido en un evangelista del socialismo nacional. Otro ser unidimensional.
Obviamente después me cansé de ver personajes como este. Fanáticos, obsesionados con la revolución… y con la muerte. No me acuerdo donde fue que leí que, cuando los militantes de JP cantaban el himno, el canto les salía medio anodino hasta que llegaban a la parte que dice “o juremos con gloria morir”. Esa la gritaban. Porque era lo que anhelaban en el fondo: matar y morir con gloria. El grito franquista de “¡viva la muerte!” les habría calzado muy bien. No casualmente muchos de ellos venían del nacionalismo católico.
Algún improbable lector podrá objetar en este punto que, para hacer una revolución, hay que volverse unidimensional. Un revolucionario sólo piensa en la revolución. Puede ser. Pero cabe preguntar entonces, ¿era tan necesaria una revolución social en la Argentina de los 70? Dejemos que conteste un ex militante de la ficción: “Hace cuarenta años, cuando teníamos quince o veinte y empezamos a meternos en política, la Argentina era un país bastante próspero. Todos lo sabemos, pero últimamente estuve mirando algunos números para ver si no nos equivocábamos, si no era otro de esos recuerdos que uno se fabrica. No era: la desocupación no era importante, la desigualdad no era tan bruta, había pobreza pero no miseria, las escuelas y los hospitales públicos funcionaban bien, había jubilaciones decentes, hasta había un futuro… Teníamos industrias en serio, fabricábamos coches, heladeras, aviones, había trenes que iban a todos lados, una flota mercante, las mejores editoriales en castellano… Entonces apareció nuestra famosa generación y decidió que ese país era un desastre” (Martín Caparrós, A quien corresponda).
Conclusión: no me hablen de la juventud idealista de los 70s. No me parece maravillosa en lo más mínimo. Y más que idealistas los veo como fanáticos. Denme para admirar más bien a gente común, con ideales pero capaz de disfrutar a la vez de las cosas aparentemente triviales de la vida. Y sobre todo, capaz de algo que para esos militantes de los 70s era impensable: dialogar. De gentes como esta puedo llegar en ocasiones a ser un adversario; un enemigo, nunca.
Las personas normales, a diferencia de mi amigo, tienen por el contrario múltiples dimensiones, a veces incluso medio contradictorias, lo cual lejos de restar, suma. Suma profundidad, hondura. Y esto se manifiesta de un modo muy especial en esas charlas aparentemente triviales entre amigos, en las que se habla de fútbol, de política, del trabajo o de minas. Es decir, en la superficie se habla de eso. En el fondo, lo que cada uno está poniendo sobre la mesa es mucho más que el tema en cuestión; está poniendo de algún modo su ser entero, su persona, que se expresa a través de esa conversación en apariencia insubstancial. Lo dice muy bien Ernesto Sábato en una de sus novelas: “Su pudor le impedía hablar de hechos tan significativos como el tiempo y la muerte. Pero Bruno podía adivinarlos porque aquel muchacho (¿aquel hombre?) era como su propio pasado y podía descifrar sus pensamientos más recónditos a través de palabras tan triviales como caramba, que lástima, esos bancos de cemento, esos caminitos de asfalto, no sé, yo creo, mientras abría y cerraba su cortaplumas de una manera que parecía destinada a controlar el estado de su funcionamiento” (Ernesto Sábato, Abbadon el exterminador).
Y es que la capacidad de diálogo está en la esencia misma de lo que somos. En el diálogo están las relaciones “yo-tu” que, según el filósofo judío Martin Buber, son constitutivas de la persona. Implícitas en el diálogo están la libertad, la capacidad de disenso, el respeto por la opinión ajena.
Llego así a mi tesis: eso que suele denominarse "juventud idealista de los 70s" fue en realidad un grupo de fanáticos. Yo los conocí, no estoy hablando de cosas leídas sino de cosas vividas. Me acuerdo por ejemplo de la noche en que cayó el gobierno de Cámpora. Yo salía a las once de la noche de la facultad con un santiagueño compañero de estudios cuando fuimos interceptados en la puerta por otro compañero. “¡De aquí no sale nadie, carajo!” nos gritó “¡La facultad está tomada!”. Ni siquiera sabíamos que militaba en la JP. Nosotros habíamos estado unas 15 horas en la facultad; queríamos irnos a casa. “Dejá de joder chango” le dice el santiagueño, con su tono provinciano, tomándoselo medio a la chacota. “¡Dije que no se va nadie!” repitió el otro, y desefundó un arma muy grande. Yo no entiendo nada de armas pero era un arma de guerra, estoy seguro. Veinte años tenía el pendejo. Lo que más me impactó, y más recuerdo de la historia es la mirada que tenía ese chico cuando nos amenazaba. Era la mirada de un fanático. Un año antes ese pibe era uno más del grupo de primer año. Ya no lo era. Como el gordo de la historia anterior éste se había convertido en un evangelista del socialismo nacional. Otro ser unidimensional.
Obviamente después me cansé de ver personajes como este. Fanáticos, obsesionados con la revolución… y con la muerte. No me acuerdo donde fue que leí que, cuando los militantes de JP cantaban el himno, el canto les salía medio anodino hasta que llegaban a la parte que dice “o juremos con gloria morir”. Esa la gritaban. Porque era lo que anhelaban en el fondo: matar y morir con gloria. El grito franquista de “¡viva la muerte!” les habría calzado muy bien. No casualmente muchos de ellos venían del nacionalismo católico.
Algún improbable lector podrá objetar en este punto que, para hacer una revolución, hay que volverse unidimensional. Un revolucionario sólo piensa en la revolución. Puede ser. Pero cabe preguntar entonces, ¿era tan necesaria una revolución social en la Argentina de los 70? Dejemos que conteste un ex militante de la ficción: “Hace cuarenta años, cuando teníamos quince o veinte y empezamos a meternos en política, la Argentina era un país bastante próspero. Todos lo sabemos, pero últimamente estuve mirando algunos números para ver si no nos equivocábamos, si no era otro de esos recuerdos que uno se fabrica. No era: la desocupación no era importante, la desigualdad no era tan bruta, había pobreza pero no miseria, las escuelas y los hospitales públicos funcionaban bien, había jubilaciones decentes, hasta había un futuro… Teníamos industrias en serio, fabricábamos coches, heladeras, aviones, había trenes que iban a todos lados, una flota mercante, las mejores editoriales en castellano… Entonces apareció nuestra famosa generación y decidió que ese país era un desastre” (Martín Caparrós, A quien corresponda).
Conclusión: no me hablen de la juventud idealista de los 70s. No me parece maravillosa en lo más mínimo. Y más que idealistas los veo como fanáticos. Denme para admirar más bien a gente común, con ideales pero capaz de disfrutar a la vez de las cosas aparentemente triviales de la vida. Y sobre todo, capaz de algo que para esos militantes de los 70s era impensable: dialogar. De gentes como esta puedo llegar en ocasiones a ser un adversario; un enemigo, nunca.
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