sábado, 31 de julio de 2010

1984 es hoy

Releí esta semana 1984, la novela de George Orwell. Hacía más de treinta años que la había leído por última vez. La recordaba como una buena novela, tal vez un poco menor. Me equivocaba. Es una gran novela, escrita por un tipo que, evidentemente, había meditado mucho sobre cuestiones de filosofía política. De los muchos aciertos de la novela voy a destacar sólo dos o tres; uno es el haber imaginado la telepantalla, especie de televisor bidireccional, imposible de apagar, lo cual provee no sólo un panóptico perfecto sino además el medio para un adoctrinamiento sin pausas. Otro acierto es la neohabla (newspeak), nuevo idioma oficial que el partido gobernante está desarrollando para hacer imposible el formular pensamientos contrarios a su ortodoxia. Muchos años antes que Derrida, Orwell ya sabía que, más que dominar una lengua, es la lengua quien nos domina a nosotros.
Finalmente un acierto notable: ¿para que quiere el Partido el poder? Dejemos hablar al texto mismo: "el Partido quiere tener el poder por amor al poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos interesa el poder... El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para hacer una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura". Claro, ¿no? Tenebrosamente claro diría yo.
Orwell tenía en mente a las dictaduras fascistas de su tiempo y al stalinismo cuando escribió esta novela. La pregunta es, ¿sigue valiendo para el mundo de hoy?
Podría intentar responder con una disquisición filosófica pero prefiero hacerlo mediante una noticia que apareció en los diarios de hoy. Como muchos saben, al seleccionado de Corea del Norte no le fue demasiado bien en el último Mundial. La inverosímil consecuencia de esto fue que, a su regreso: "en un palco nada improvisado, los jugadores que integraron el seleccionado que perdió todos los partidos durante el Mundial, fueron blanco de los insultos, de los reproches, de las bajezas de unos 400 supuestos fanáticos (funcionarios, oficiales y estudiantes, en su mayoría), parados del otro lado del atrio. Escupitajos, proyectiles durante más de seis horas. Y los entusiastas jugadores -casi todos, amateurs- parados, inmunes, reprimiendo el deseo de contrarrestar tanta cobardía organizada. Hay más: Ri Dong Kyu, el relator de la TV pública, desde el atril, era el satisfecho encargado de destacar los desatinos de cada jugador, como si fuese un experto" (La Nación, 31/07/2010). Pero esto no es todo, la noticia sigue: "El entrenador, siempre vigilado de cerca por un ejército de guardaespaldas, celosamente controlado en cada intervención pública (qué decía y. cómo lo decía) en los ensayos, y luego de cada golpiza deportiva, fue destinado a trabajos forzados. Será uno de los encargados de la construcción de una obra... Para peor, ha sido expulsado del Partido de los Trabajadores. Con todo el daño público que ello significa".
Si a algún improbable lector se le ocurre como cerrar esta nota con algo que esté a la altura de esta muestra de surrealismo sangriento que acabo de transcribir que por favor me la comente. Seguramente Orwell sabría como; yo no.

miércoles, 28 de julio de 2010

INTERLUDIO LITERARIO: Un cuento de Saer

De todos los libros que escribió Juan José Saer (1937-2005), sin duda alguna uno de los más importantes escritores argentinos (y de cualquier nacionalidad) de la segunda mitad del siglo XX, tengo una debilidad especial por Lugar, su último libro de cuentos. Son cuentos breves, de engañosa simplicidad. Es un libro accesible a cualquier lector (no todos los de Saer lo son) de modo que lo recomiendo con fervor. Voy a detenerme aquí en uno solo de sus cuentos: Nieve de primavera.
Como suele ocurrir en este libro, la anécdota del cuento es mínima: un matrimonio italiano, culto y de edad madura, pasea por Viena un primer sábado de primavera. Hay algo de exultante y de luminoso en esa mañana vienesa. De pronto una brusca tormenta de nieve oscurece el cielo y obliga al matrimonio a refugiarse en el primer lugar a mano, una taberna griega.
En la taberna el matrimonio es testigo, mientras toma una copa de vino blanco a la espera de que pase la tormenta, de una escena y de una conversación. La escena es protagonizada por una joven pareja y sus dos hijos pequeños. La esposa llama la atención por su fealdad; sin embargo "su hijo mayor, parado sobre la silla, le hacía continuas y desproporcionadas demostraciones de amor que, de tan intensas y absorbentes, le impedían a la madre mantener una conversación normal con su marido u ocuparse del nene que la reclamaba desde su cochecito". El chico evidentemente, por celos o por lo que fuese, intenta llamar la atención de su madre pero, más allá de los posibles motivos, era obvio que "la mujer más fea del mundo era la más hermosa para su hijo, y que la rapsodia infinita de objetos diferentes que constituyen la música del universo, se resumía para la criatura en uno solo".
La conversación, por su parte, tiene lugar entre un anciano saludable, vulgar y antipático, y un hombre maduro que "parecía escucharlo con resignación". El anciano está exponiendo una filosofía de la vida que el propio texto resume en estos términos: "Un minuto de vida en buena salud, vale más que todos los inventos, todas las teorías y todas las reputaciones. Las pretendidas obras maestras de Brueghel el Viejo que conservan los museos de la ciudad y los imponentes monumentos arquitectónicos, no pesan nada en comparación con el sabor de este vino que, en este mismísimo momento, pasa a través de mis labios". Al salir de la taberna, el matrimonio concluye que "en los cafés de Viena las conversaciones tratarán de empirismo, de positivismo lógico y de muchas cosas más, pero habrá sido, es y será siempre en las tabernas griegas donde se discuta en serio de filosofía".
Ya está, ya Saer dispuso con maestría sus elementos. ¿Que nos dice esta historia tan mínima, tan simple en apariencia?
En primer lugar está la contraposición entre la luminosa mañana primaveral y la tiniebla que la súbita tormenta impone. Esta contraposición es paralela a una segunda: la del positivismo lógico que reina en los cafés de Viena y las cuestiones que se ventilan dentro de la taberna. Mi improbable lector no tiene por que saber qué es el positivismo lógico; baste aquí con decir que fue un movimiento filosófico nacido en Viena, que intentó crear una filosofía tan clara y exacta como la ciencia y la matemática. Que el cuento transcurra en Viena no es por lo tanto casual. Tampoco lo es que sea griega la taberna en la que están en juego cuestiones vitales: la belleza y el amor y el sentido mismo de la vida.
Viena, la República de Austria para ser exactos, tuvo realmente su luminosa primavera; fue justo antes de la 2da guerra. Gobierno socialista y filosofía científica; racionalismo arquitectónico y modernismo artístico; psicoanálisis, física cuántica y austromarxismo. El imperio de la razón y de las luces. La negra y helada tormenta del hitlerismo estaba esperando para irrumpir y terminar de un golpe con todo. Menos mal, parece decirnos Saer, menos mal que siempre está Grecia, lo que Grecia representa, la reflexión sobre las cosas últimas, las que de verdad preocupan y angustian a estos pobres seres que somos, y que constituyen la verdadera filosofía, la que siempre está allí para rescatarnos del barro en el que de tanto en tanto caemos.
Nada mal para un cuento de un par de páginas, ¿verdad? Querido e improbable lector, dejá ya mismo de perder el tiempo con este blog de barrio y andá corriendo a comprar un ejemplar de Lugar. Creeme que vale la pena.

jueves, 22 de julio de 2010

PUÑETAZOS EN LA MESA

La semana pasada recibí el número de junio del periódico barrial La Gran Aldea, de Villa Urquiza, barrio en el que vivo. Este número trae un recuadro en el que se nos informa que “Se fundó el peronismo K en la Comuna 12”. Cuando uno lo lee se entera de que hubo un acto de inauguración de esta corriente político-barrial al que asistieron el secretario de cultura Jorge Coscia y el legislador Juan Cabandié, y que en dicho acto, un militante de la agrupación La Cámpora al que la noticia identifica sólo como Pablo declaró lo siguiente: “Tenemos que seguir saliendo a la calle, discutir, entender que cada uno de nosotros somos responsables de la parte que nos toca en el proyecto nacional, hay que discutir en el taxi, en el subte, en la cola del supermercado, y si en algún lugar alguien critica a Néstor o a Cristina, golpeamos la mesa y gritamos ¡viva Cristina carajo!”.
No sé como escribir esta nota sin caer en la chicana fácil, pero es que la noticia en cuestión deja la pelota, por así decirlo, picando frente a la raya. El primer comentario obvio sería que llamar “La Cámpora” a una agrupación peronista es casi casi como llamar “La De La Rúa” a otra radical. Es poco menos que inverosímil que una agrupación lleve el nombre de aquel efímero presidente que, tras apenas cuarenta días de desastrosa gestión, fue obligado a renunciar (debería haber escrito echado a patadas en el culo, pero no sé… este blog se me ha ido recatando poco a poco), obligado a renunciar, decía, por el mismísimo General Perón, y cuyo único “mérito” fue dejarle cancha libre a la izquierda peronista. Por debilidad ya que es casi seguro que no tenía ni la más mínima afinidad política con ella.
La segunda chicana muy obvia sería recordar quien fue el que pegó (al grito de “¡Aquí mando yo carajo!”), el puñetazo en la mesa más famoso de nuestra historia. No sé si muchos lo saben: fue el General Uriburu tras derrocar a don Hipólito Irigoyen, inaugurando así la nefasta era de los golpes militares en nuestro país y dando inicio a la llamada Década Infame. ¿La completo recordando también que el entonces Capitán Perón jugó un rol muy activo en ese golpe?
Pero dejemos esto. Y preguntémonos en cambio, ¿es un puñetazo en la mesa un argumento válido? Mi respuesta es decididamente no; es más bien exactamente lo contrario: algo que sirve para impedir que un argumento se oiga. Para terminar una discusión de golpe, y no sólo metafóricamente.
Un puñetazo en la mesa puede llegar a ser necesario en ocasiones. Pero se trata de un recurso extremo. El mencionado Pablo parece proponerlo por el contrario como un método dialéctico habitual. Me parece muy peligroso. Lo es sin duda para quien intenta exponer su argumento crítico, ya que alguien cuyas ideas se despachan con un puñetazo en la mesa suele convertirse en alguien a quien se termina despachando con un puñetazo en la cara. Pero lo es también para el propio gobierno al que se pretende defender.
La lógica detrás del puñetazo en la mesa es la misma que divide al mundo en amigos o enemigos. Me imagino que si uno le pregunta a Pablo por qué propone ese método de “debate”, respondería algo así como: “¿Y que querés? Este país está lleno de hijos de puta. No los podés dejar hablar”.
Concedo lo primero pero con una pequeña corrección: como dice Fito Páez, el mundo está lleno de hijos de puta. Parece ser una consecuencia de cierta fruta comida en el Jardín de Edén. Pero, vamos, hay que matizar un poco. Junto a esa mala gente hay muchos otros, que no son ni golpistas, ni destituyentes, que critican para construir. Y lo hacen precisamente porque creen que mucho de lo que este gobierno ha hecho merece ser conservado e incluso profundizado, pero a la vez debe ser corregido. Ver al respecto en este mismo blog la nota del 26/06 llamada Más comentarios de EduA. Esa nota, al igual que las que escribí sobre El modelo -que es simplemente otro nombre para lo que Pablo denomina proyecto nacional- no están escritas con mala leche sino con el legítimo deseo de ayudar proponiendo cambios.
Yo no soy nadie, es verdad. No hablo de mi. Pero, tipos como Rodolfo Terragno (por poner un solo ejemplo), ¿no merecen acaso ser escuchados, aun cuando sean críticos? No, lo dije mal: especialmente porque son críticos. A esos no solo se los puede dejar hablar: se los debe dejar hablar porque prestan un servicio precioso al propio gobierno al que critican.
Los puñetazos en la mesa, al igual que cualquier otra técnica para obligar a callar, son un signo de debilidad, no de fortaleza. En un sistema político sano las personas que exponen críticas fundadas son como las alarmas; sirven para alertar sobre desviaciones o fallas. De modo que hay que tener cuidado con los puñetazos en la mesa, no vaya a ser cosa que terminen finalmente tapando el sonido de la alarma del avión en el que todos venimos mal que mal intentando despegar.

martes, 13 de julio de 2010

LA IZQUIERDA, ¿TIENE SENTIDO HOY?

“Durante mucho tiempo –incluso ahora mismo- cuando alguien ha observado con aparente condescendencia ‘ya no hay izquierdas ni derechas’, se supo de inmediato que era de derechas”. (Fernando Savater – Sin contemplaciones). Me gusta el comentario del genial y genioso filósofo español. Le creo además; no me cuesta mucho creerle en verdad.
Sin embargo, en los buenos viejos tiempos ser de izquierda significaba algo muy concreto: quería decir creer en el futuro del socialismo. En el horizonte de toda persona de izquierda estaba la propiedad social de los medios de producción. Había grandes discusiones, claro. Por ejemplo, si a eso se llegaba a través de reformas graduales por medios parlamentarios o mediante una revolución. Si convenía afianzar la revolución socialista en un país o llevar por el contrario la lucha al mundo entero. Estas cuestiones dividieron y subdividieron a las filas de la izquierda hasta extremos absurdos. Pero el horizonte estaba claro. Hoy en día lo único que está claro es que nada está claro, o al menos no tan claro como antes.
Ahondemos un poco: podría argumentarse que la propiedad social de los medios de producción nunca fue un fin en sí mismo sino un medio. El medio para conseguir el verdadero fin: la igualdad social. Que es la realización cabal y completa del ideal democrático. Se trata en realidad de una distinción muy importante. No se puede olvidar que el régimen nazi también estatizó medios de producción. Ernesto Sábato critica lúcidamente lo que él llama el sofisma de la estatización: “el socialismo es estatal, luego todo lo estatal es socialista”, que olvida “que se puede estatizar para el bien como para el mal, en favor del pueblo como en su contra, para la paz y el bienestar común como para la guerra y el privilegio de una casta” (Ernesto Sábato – Uno y el universo).
Hoy en día muchos militantes de izquierda ya no creen que estatizar los medios de producción sea el mejor (ni mucho menos el único) camino para construir una sociedad más igualitaria. El ideal de la igualdad se mantiene sin embargo en pie. Parecería entonces que lo que define a la izquierda es la actitud respecto de la igualdad y la desigualdad. Es lo que sostiene el gran politólogo italiano Norberto Bobbio, que afirma que “el criterio más frecuentemente adoptado para distinguir la derecha de la izquierda es la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad” (Norberto Bobbio – Izquierda y derecha). Esa diferencia de actitud podría sintetizarse diciendo que, para la derecha, la desigualdad es producto de algo parecido a una ley natural y sería por lo tanto poco sano intentar eliminarla; para la izquierda, por el contrario, se trata del producto de instituciones creadas por los seres humanos y, como tales, modificables y perfectibles. Precisa Bobbio más adelante en el mismo libro que “cuando se atribuye a la izquierda una mayor sensibilidad para disminuir las desigualdades no se quiere decir que ésta pretenda eliminar todas las desigualdades o que la derecha las quiera conservar todas, sino, como mucho, que la primera es más igualitaria y la segunda más desigualitaria”.
Creo que el crtiterio que Bobbio define es válido. Sin embargo, y sin ánimo de polemizar con él (¿cómo podría atreverme?) me arriesgo a sugerir un criterio adicional para caraterizar a la izquierda genuina, criterio que, en mi opinión, sirve para distinguirla del mero populismo: ser de izquierda implica entroncarse con ese vasto movimiento cultural, social y político que comenzó en el Renacimiento y que continuó con la Reforma eclesiástica, con las revoluciones democráticas burguesas (la francesa y la estadounidense sobre todo) y con el socialismo y las luchas obreras. Ese movimiento es lo que, en términos generales, suele conocerse como Ilustración o Modernidad y que, según el pensador alemán Jürgen Habermas constituye un proyecto inacabado. Sería justamente tarea de la izquierda el continuarlo y llevarlo a su término.
El proyecto de la Modernidad trae consigo la convicción de que la historia, como lo muestran esos grandes acontecimientos, puede progresar gracias a la acción humana hacia un estado de mayor conocimiento, libertad e igualdad. Tan importante es para la izquierda esta creencia en el progreso que hoy en día el término izquierdista casi se ha reemplazado por el equivalente de progresista.
Para redondear entonces, me parece que en un mundo tan marcado por la desigualdad y la miseria, ser de izquierda sigue teniendo muchísimo significado. Y es el expresado por la convicción inquebrantable de que los seres humanos, ejerciendo su libertad y su razón, pueden darle un sentido a la historia, haciendo “menos grande la desigualdad entre quien tiene y quien no tiene, o a poner un número de individuos siempre mayor en condiciones de ser menos desiguales respecto a individuos más afortunados por nacimiento y condición social” (Norberto Bobbio, Izquierda y derecha).
Un poco embrollado tal vez, ¿no? Se puede decir mejor pero necesito para eso la ayuda de un gran escritor: “El socialismo, tal como ha sido expuesto por sus teóricos —marxistas o no—, es algo más que la nacionalización de la producción y del consumo: es un movimiento profundamente moral, destinado a enaltecer al hombre y a levantarlo del barro físico y espiritual en que ha estado sumido en todo el tiempo de su esclavitud. Es, quizá, la interpretación laica del cristianismo” (Ernesto Sábato – Uno y el universo).

jueves, 8 de julio de 2010

SOBRE JOSÉ PABLO FEINMANN

Algún improbable lector de este blog, si es que ha leído las entradas (mias y ajenas) acerca del “modelo”, podría llegar a razonar así: este señor criticó al modelo, ergo es anti-kirchnerista. José Pablo Feinmann ha apoyado al kirchnerismo. Conclusión: este señor criticará impiadosamente a JPF.
Y bien, no. El hipotético lector se equivocaría más que yo en el Prode del Mundial. Ante todo porque yo no soy anti-kirchnerista. Ni kirchnerista. Sólo trato de ejercer, dentro de lo que mis limitadas luces lo permiten, la relegada virtud del pensamiento libre. Nada más.
Pero hay una razón mucho más fundamental. Y es que a mi me importan un bledo las opiniones políticas de los escritores. En el panteón de mis héroes literarios conviven el conservador Borges, el peronista Marechal, y el comunista Cortázar entre muchos otros. La única condición que exijo para ingresar a ese modesto panteón es esa cualidad que no sé definir muy bien, y a la que el único nombre que sé darle es “escribir bien”. Y JPF escribe bien, muy bien. Condenadamente bien escribe. Y voy a arriesgar acá una hipótesis propia: creo que una prosa, como la suya, que fluye sin ripios, con el ritmo justo, sin “chirriar” por ningún lado, tiene algo que trasciende lo estético, o lo meramente retórico. Esa prosa revela con precisión la forma verdadera de lo que pretende expresar y eso es lo que le da su belleza. Es nada menos que la belleza de la verdad.
Toda la obra de JPF (toda su vida iba a escribir) es una reflexión sobre el mundo y, en particular, sobre este malhadado pedazo del mundo en el que nos ha tocado vivir. JPF es filósofo siempre, pero su pensamiento, riquísimo y provocador, está disperso en sus ensayos, en sus novelas, en sus artículos y hasta en sus guiones cinematográficos. Es entonces un escritor al que habría que leer completo, de punta a punta. Pero no me resigno a no mencionar y recomendar algunas de sus obras.
El primer libro suyo que leí fue La sangre derramada, un estudio sobre la violencia política. No se trata sólo de un libro muy bueno; se trata de un libro fundamental. Cualquiera que desee reflexionar sobre este tema, en especial sobre la violencia política en la Argentina, debe leer este libro. Una de sus partes se lee como una apasionante novela que muestra cómo la violencia atraviesa toda nuestra historia, desde el fusilamiento de Liniers hasta el asesinato de Urquiza. Y concluye con la inquietante tesis de que “la modernización argentina fue profundamente antidemocrática. Por tal motivo fue profundamente violenta”.
Es significativo que el tema de la violencia política reaparezca años después en una de sus novelas, Timote, que narra los hechos del secuestro y el asesinato de Aramburu. Y ya estaba antes en una notable pieza teatral, Cuestiones con Ernesto Che Guevara. Es una muestra de la unidad de la obra ensayística y de ficción de JPF.
Hay otro de sus ensayos que me es particularmente entrañable. Se trata de La filosofía y el barro de la historia, que leí en su forma original de fascículos, bellamente ilustrados por Rep, y que conservo cuidadosamente encarpetados con la esperanza de que el tiempo no sea impiadoso con ellos. El deslumbramiento que esta obra me produjo fue de aquellos que pocas veces se dan en la vida. Me reveló que la filosofía, al menos desde Descartes hasta hoy, está metida de lleno en el barro y la sangre, en las pasiones, las grandezas, las angustias y las mezquindades de los seres humanos. Es una obra extensa y apasionante aunque no fácil, ya que en la opinión (correctísima) de JPF, la filosofía no puede ser divulgada; siempre requiere un esfuerzo por parte del lector.
Salteándome muchísimas obras capitales paso ahora a sus novelas. En primer lugar a la trilogía de novelas “filosóficas” formada por La astucia de la razón, La crítica de las armas y La sombra de Heidegger. En la primera de ellas, tal vez la que más me gusta de todas, cuatro jóvenes estudiantes entre los cuales se encuentra Ernesto Epstein, alter ego del autor, discuten una noche en la playa acerca del sentido último de la filosofía. La discusión recrea con maestría el clima espiritual de los años 60, ese clima formado por marxismo, luchas anticolonialistas, resistencia peronista y revolución social a la vuelta de la esquina. Pero en capítulos alternados la acción se traslada a 1977, con Pablo Epstein ahora acechado doblemente por la muerte: la de las bandas asesinas del Proceso y la del cáncer de testículo que, en palabras de su analista lacaniano, Epstein “hace” en esos años, (las sesiones con el analista lacaniano, narradas en clave humorística, son sencillamente desopilantes). El efecto de la superposición de las dos historias es demoledor, y muestra, en un plano personal y general a la vez, el derrumbre de las ilusiones de cambiar el mundo y también de encontrarle un sentido a la historia. La escritura es por momentos exasperante; es el lenguaje del maníaco obsesivo en el que Epstein se ha convertido. En la época de la supuesta muerte del sujeto, el sujeto Epstein está omnipresente dentro de la novela.
Con La sombra de Heidegger el lector hace una experiencia notable: cree estar leyendo una novela interesantísima y atrapante. Al terminar se da cuenta que ha cursado además una notable introducción al pensamiento del filósofo más importante del siglo XX.
JPF ha escrito también varias excelentes novelas policiales, algunas de pura bizarrerie como Los crímenes de Van Gogh o El cadáver imposible, ambas muy divertidas. Pero querría detenerme en sus dos policiales negros: Últimos días de la víctima, de la que existe una notable versión cinematográfica dirigida por Aristarain, y mi favorita: Ni el tiro del final, que me atrevo a calificar como una de las mejores novelas de su género que he leído (aclaro que estoy familiarizado con Chandler, Hammett, Sciascia y otros). Los derrotados antihéroes de esta novela son dos de los jóvenes filósofos de La astucia de la razón, sólo que muchos años después, otra muestra de la profunda unidad de toda la obra de JPF. Es la que suelo recomendar a los lectores menos avezados, que invariablemente me agradecen el consejo después de leerla.
Alguna vez ideé una metáfora, no muy bien lograda, que dice que un libro es una máquina de pensar. Quería decir que un libro tiene valor si nos ayuda a pensar ideas nuevas, o a ver las cosas desde una perspectiva diferente. Si esto es así, los libros de JPF han cumplido sobradamente el objetivo, al menos para mi.
Tengo por lo tanto una enorme deuda de gratitud con José Pablo. Me gustaría poder cerrar este artículo diciendo que espero poder pagársela algún día. Pero eso no sería realista. Sé que nunca voy a devolverle lo que sus libros me dieron. Ni a él ni a ningún otro de mis escritores amados. Entonces voy a ser totalmente franco: espero que José Pablo siga incrementando la deuda con nuevos libros que me sigan enriqueciendo y brindando tanto placer como los anteriores. Los espero ansiosamente.

sábado, 3 de julio de 2010

DON GIL DE OTO Y EL BICENTENARIO

Mi esposa, que es una persona muy inteligente (no estoy siendo irónico; lo es y de verdad), las raras veces en las que discutimos suele decirme: “no empieces con tu filosofía”. Y claro, es que su inteligencia es de índole pragmática, no especulativa como la mia. Por suerte. De lo contrario ya estaríamos viviendo entre ruinas e iluminados por velas donadas por algún vecino caritativo. Pero en algo se equivoca, y es que la filosofía, es la cosa más práctica del mundo. Y esto parece una paradoja pero no lo es; nuestra visión de la realidad determina lo que valoramos y cómo actuamos. Y si no fíjense en el caso de España.
España “descubre” América, como todos saben, en 1492, poco después (y como consecuencia de) la caída de Constantinopla, que los historiadores suelen señalar como el fin de la Edad Media y comienzo de la Moderna. Es una época de grandes cambios en el mundo occidental. Los artistas y los filósofos redescubren la naturaleza. La actitud de recogimiento espiritual del Medioevo da lugar a un sentimiento progresivamente profano. Los hombres quieren entender; no quieren dogmas, quieren razones. Y no sólo quieren entender, también quieren dominar el mundo. Empieza a gestarse ese vasto movimiento cultural, científico, y artístico que llamamos Modernismo, que es el contexto en el que va a surgir ese otro vasto movimiento social, económico y político que llamamos Capitalismo.
Ahora bien, el Modernismo tiene dos motores que lo impulsan: la razón y el dinero. España, con la conquista de América, redondea un buen imperio y tendrá abundantemente uno de los dos: el dinero. Pero nunca va a lograr transformarse culturalmente, es decir: filosóficamente. Debido a lo cual no logra entrar en la modernidad. Muchos recordarán los versos de la letrilla satírica Poderoso caballero es don Dinero, de Francisco de Quevedo:

"Nace en las Indias honrado,
Donde el Mundo le acompaña;
Viene a morir en España,
Y es en Génova enterrado.
Y pues quien le trae al lado
Es hermoso, aunque sea fiero,
Poderoso Caballero
Es don Dinero"


O sea, España traía el dinero de las Indias pero, al no haber hecho el cambio cultural, no había desarrollado ni las ciencias, ni la banca, ni la industria, con lo cual ese dinero terminaba migrando a las mucho más dinámicas repúblicas italianas. La banca moderna nació en las ciudades italianas del Renacimiento (la palabra misma es itálica) y del mismo origen es la ciencia moderna, fundada por Galileo. Claro, después la Iglesia, con mucha perspicacia, se dio cuenta cabalmente del impacto que el nuevo movimiento podía llegar a tener para su poder y, en fin, ya conocemos la historia. Y el eje de la modernidad se trasladó a otras latitudes más propicias, Inglaterra por ejemplo.
Lateralidad: hoy parece ser de buen tono criticar a Ernesto Sábato. Hay sin embargo un libro suyo en el que explica este proceso brillantemente. El libro se llama Hombres y engranajes, y es además muy grato de leer. Lo recomiendo calurosamente.
Volvamos. España se queda entonces fuera de la modernidad capitalista por razones sobre todo culturales, filosóficas digamos (¡pucha que había sido cosa práctica la filosofía!) e inicia un lento e implacable proceso de decadencia. “Desde 1580 cuanto en España acontece es decadencia y desintegración” dice Ortega y Gasset en España invertebrada. Y el naciente Imperio Británico la va a hostilizar sistemáticamente hasta hacerle perder a la larga su imperio y todo su poderío.
No todo es tan lineal en la historia y, con la llegada de los Borbones al trono, España hace un intento de asimilarse a la modernidad. Durante el reinado de Carlos III, su ministro el Conde de Aranda tiene “la feliz idea de constituir una especie de “commonwealth” hispánico, abriendo tres tronos americanos con príncipes españoles, idea retomada en 1803 por Godoy y esfumada entre tantos proyectos grandiosos de todos los tiempos pasados al archivo” (Salvador Ferla, Historia Argentina con drama y con humor – recomiendo fervorosamente la lectura de este libro delicioso y aleccionador). Pero la cosa no era nada fácil. Para volver a citar a Ferla, España tenía que “mantener a toda costa el dominio del Atlántico, intentar su propio desarrollo económico, vigorizar su comercio interno, crear una filosofía adecuada de la cosmovisión católica y planificar la cohesión nacional mediante una deliberada integración de las colonias con la metrópoli y de las clases sociales entre sí” (las negritas son mias). No lo va a lograr. Con la llegada de Fernando VII al trono (un cretino, como lo califica Ferla) Godoy cae en desgracia y España se derrumba definitivamente.
Ahora que acabamos de celebrar el Bicentenario es interesante repensar en todo este proceso que acabo de reseñar con gruesas pinceladas, ya que explica por qué en 1810 nuestros patriotas querían huir de todo lo hispánico como del mismísimo demonio. España era para ellos el atraso, el mundo que moría. Mientras que Inglaterra era el mundo nuevo, el de la modernidad. ¿Puede sorprender entonces que los hombres de mayo se sintieran atraidos por Inglaterra y repelidos por España? Esto explica claramente cómo pudo ocurrir que San Martín, capitán del ejército español y condecorado en Bailén, volviese a su América natal para unirse a la causa independentista. ¿Qué pudo haber habido alguna injerencia de la Masonería allí? Sin duda, pero la Masonería era parte de lo mismo; era parte de la cosmovisión moderna, parte de la nueva filosofía.
¿Qué tiene que ver a todo esto el pobre Gil de Oto de quien ya me ocupé en la entrada anterior? Resulta que en un libro llamado ¡Viva España! “don Manuel deviene una suerte de virrey Cisneros redivivo, y, decepcionado ante la ausencia de un síndrome de culpa, no puede explicarse qué demencial razón llevó a la Argentina a independizarse de España” (Fernando Sorrentino, El forajido sentimental). Trancribo los versos que don Gil escribe en el mencionado libro:

“Este pueblo insensato,
debe justificar el arrebato
que le alzó contra ti, y hoy, madre mía,
este retoño ingrato,
completa su primera felonía
y ofende complacido tu memoria
porque al negarte, afirma su civismo,
callando tu valer, funda su Historia,
y odiarte es su virtud de patriotismo”


¿Cómo se lo iba a explicar si él mismo fue un símbolo perfecto de esa España que, al decir de Abelardo Castillo, entraba en el siglo XX a contrapelo del mundo?
Sorrentino termina su artículo con estas palabras: “Siendo España y los españoles un país y un pueblo por los que los argentinos sentimos tanto afecto y con los que compartimos una importante zona de la cultura, ¡qué extraños suenan hoy estos resentimientos y estas quejas...! Si ahora los traigo de nuevo a la luz, no es para avivar imposibles rencores, sino como mera curiosidad particular que corresponde a un preciso período de nuestra historia”. Lo comparto en buena parte, pero creo que además de ser una curiosidad, y más allá de lo risible del personaje, los versos de don Gil abren reflexiones importantes para entender el proceso histórico de España, del cual la Revolución de Mayo fue parte. O sea: entender el origen mismo de nuestro país. Nada menos que esto. Es lo que he intentado hacer en este modesto artículo; mis improbables lectores juzgarán con qué suerte.